E N B U S C A D E L A A U R O R A
Capítulo 1: Un proyecto absurdo.
Este es el relato de un proyecto absurdo, de
un viaje loco e inverosímil que a nadie realmente cuerdo se le
ocurriría plantearse, excepto quizá para pasar el rato y sin
tomárselo nunca demasiado en serio. De vez en cuando a todos nos
gusta soñar despiertos y entretenernos hablando con los amigos de
aquellas locas aventuras que nos gustaría vivir. A veces incluso
nos divertimos planificándolas con cierto detalle, pero en el fondo
siempre sabemos que solo son fantasías, nada más que sueños. Y así
comenzó todo para los protagonistas de esta historia, soñando
despiertos, o al menos eso es lo que ellos creían.
A principios del año 2011 quedé para cenar
con unos compañeros en un local muy animado de Madrid que aún hoy
solemos frecuentar y donde la comida, la bebida y la buena
conversación fluyen en abundancia. Al fin había terminado una
agotadora semana y, entre bocado y bocado junto con algún trago que otro,
charlamos distendidamente de lo divino y de lo humano, como se suele
hacer en esos momentos. En la sobremesa nos descubrimos hablando de
los viajes que cada cual había soñado realizar alguna vez y en
todas aquellas maravillas del mundo que querríamos poder ver antes
de estirar la pata. Seguro que el lector* tiene sus propias preferencias: las Pirámides de Egipto, Machu Picchu, la Ciudad Prohibida, etc. Alguien,
no recuerdo quién, mencionó un fenómeno natural: la aurora boreal.
Rápidamente acudieron a nuestra mente las mismas imágenes que
seguro que ahora estará evocando el lector: una despejada noche en el
claro de un bosque de altos y puntiagudos pinos iluminada por un
cielo cuajado de estrellas y recorrido por danzarinas y etéreas
cortinas de luz de diversos colores, como si los neones de la entrada
de una discoteca se hubieran derramado desordenadamente sobre el
firmamento y fuesen mecidos por un misterioso y silencioso viento.
Rápidamente nos dejamos llevar y empezamos a planear como podría
ser posible ver algo así. Naturalmente habría que viajar a un punto
cercano a uno de los polos del planeta, y como el Sur no nos quedaba precisamente muy
a mano lo lógico sería decantarse por el Norte, pero no en
cualquier época del año, solo en invierno, cuando las noches son
largas y oscuras. Claro que ello plantearía algunos problemas que
nos entretuvimos en comentar. El intenso frío sería uno de ellos y
también el transporte, pues grandes extensiones del norte de Europa
se cubren de nieve cada invierno, algunas incluso quedando
incomunicadas. Por no hablar de que apenas tendríamos luz del día
que disfrutar, es más, hasta podríamos enfrentarnos a la noche
perpetua si alcanzábamos latitudes lo suficientemente altas. Así
las cosas, lo lógico parecía ser viajar justo antes o después de
un invierno. Otoño o primavera. Ya había un rango de fechas
establecido. También se discutió sobre cómo ir. Volar a lo largo y
ancho de Europa no sale demasiado caro si uno compra con suficiente antelación y elige destinos muy
transitados y no demasiado alejados de su hogar. Sin embargo volar
hacia, por ejemplo Oslo, empezaba a hacer temblar el bolsillo.
Además, los países nórdicos tienen un alto nivel de vida y
moverse, comer y alojarse en ellos no es precisamente barato. Por aquel entonces todos
éramos estudiantes y nuestra economía se hallaba siempre en algún
lugar entre un muy pequeño colchón de ahorros y la bancarrota
inminente. Así que si queríamos plantearnos en serio un proyecto
semejante, debían de ahorrarse costes en todos los campos.
Inexplicablemente el plan de viajar hacia el
norte en busca de la aurora boreal no murió aquella noche, por el contrario consiguió saltar a las conversaciones de sucesivas
cenas y sobremesas. Buscamos en Internet fotos de distintas regiones
de Noruega y Suecia y empezó a picarnos cada vez más fuerte el
gusanillo de, no solo ver luces en el cielo, sino además transitar
por las pintorescas carreteras de dichos países explorando fiordos,
colinas y bosques, así como visitando sus ciudades y conociendo las
costumbres de sus gentes. Lo cierto es que ninguno de los implicados
trabajaba aún y los que no habíamos terminado los estudios
estábamos apunto de hacerlo y sin demasiados apuros. Estábamos en
ese momento de la vida en el que se está terminando de ser joven
pero en el que todavía puedes disfrutar del tiempo sin que este se
encuentre atado por los grilletes de horarios de trabajo y demás
responsabilidades molestamente ineludibles. Para nuestro incipiente
proyecto era ahora o nunca, y si no nos dábamos prisa dejaríamos
escapar la temporada de auroras: la primavera se acercaba. Lo que no
teníamos era mucho dinero. Si queríamos que el viaje saliera adelante,
debíamos de recortar gastos todo lo posible y valernos únicamente
de un presupuesto miserable que deberíamos de estirar valiéndonos
de nuestra imaginación y abrazando con gusto las diversas penurias
que hubiera que soportar. Y así, con la aurora como objetivo y la
austeridad extrema como medio de financiación (junto con algún
préstamo, todo hay que decirlo), empezó oficialmente el proyecto.
Primero de todo necesitábamos un objetivo, y
ese fue Noruega. Era el más “a mano” de los países nórdicos y
sus espectaculares fiordos, salvajes bosques, escondidos valles y
encantadores pueblos exigían una visita. Como el teletransporte y
los agujeros de gusano de momento solo son un mito de la ciencia
ficción y el avión salía muy caro, escogimos el coche. Puede que
al lector le choque semejante elección, sin embargo ello es debido a que se
halla esclavizado por la dictadura del calendario. No obstante, si
uno decide que el tiempo no es un problema, el coche son todo
ventajas: otorga flexibilidad, la gasolina compartida se abarata
considerablemente y en él se pueden transportar multitud de víveres,
a lo cual nosotros añadiríamos un par de tiendas de campaña con
las cuales ahorrarnos todas las noches de alojamiento bajo techo que pudiéramos.
Además, el que sería nuestro conductor contaba con un Ford Mondeo
familiar que cedería a la causa y en cuyo inmenso maletero cabía
casi de todo, incluso se podía dormir en él (como de hecho se terminaría haciendo). Con todo, le concedo
al lector el punto de que Noruega no está precisamente al lado y además, para
llegar a ella desde España hay que cruzar por barco un tramo del Mar
del Norte, pues de otro modo uno se enfrenta a un inmenso rodeo a
través de los países bálticos más Finlandia y Suecia, algo que ni siquiera nos llegamos a plantear (nuestra locura tenía un límite). Sin
embargo las dificultades tan solo son el condimento que le da sabor
al éxito, y nosotros disfrutaríamos tanto de las auroras como de
todo aquello por lo que tuviéramos que pasar para poder verlas (o al
menos eso era lo que pensábamos sentados cómodamente en el calor de uno de nuestros
hogares mientras tramábamos todo esto alrededor de varios platos de
comida china).
La ruta del viaje. En total 4.341 km desde Madrid hasta las Islas Lofoten, unas 50 horas en coche. |
Nuestro plan, bosquejado en una memorable hoja arrancada de cuaderno (que lamentablemente se ha perdido), era llegar hasta Oslo
y una vez allí viajar lo más deprisa posible, casi sin detenernos,
hasta el norte, muy al norte, concretamente hasta el archipiélago
Lofoten (véase mapa), el cual está conectado mediante un puente con
el continente y a base de túneles entre las diversas islas. Dichas
islas son un lugar de ensueño poblado por escarpadas montañas a la
vera de maravillosas playas en donde ver la aurora y desde el cual
emprenderíamos la vuelta, esta vez con calma y visitando con
detenimiento todo aquello que valiera la pena.
Así las cosas, una vez seleccionado nuestro
objetivo y definido (malamente y a lápiz) el plan de viaje a seguir,
lo siguiente era prepararse. Si el lector nos hubiera visto por
aquellos tiempos, le hubiera parecido que nos pertrechábamos para ir
a la guerra. Redactamos un inventario con todo lo que necesitaríamos
para sobrevivir durante los veintidós días que calculamos
duraría nuestro periplo y nos dispusimos a hacernos con ello.
Como se pueden imaginar, lo más acuciante era la comida. Tras elaborar la lista de la compra más larga y extraña de todas cuantas he visto hasta ahora, nos dirigimos a una gran superficie comercial. Una vez allí nuestra consigna había quedado bien clara: comprar solo marcas blancas. Y ante la duda, el precio más barato siempre ganaba. Asumimos que aquello nos costaría al menos un año de vida, pero nuestro mísero presupuesto así lo exigía. Fueron no una, sino dos tardes enteras las que pasamos deambulando entre los estantes de comida del supermercado de turno, con su insidioso hilo musical de fondo, discutiendo apasionadamente acerca de qué coger y qué no. Las latas tenían prioridad: aguantaban mucho tiempo, podían abrirse y comerse prácticamente en cualquier lugar o circunstancia y además en general contenían alimentos ricos en nutrientes como atún, jamón, albóndigas, etc. La ley del precio más barato hizo que adquiriéramos productos cuya salubridad podía cuestionarse, como por ejemplo un cierto número de sobres de pasta precocinada sospechosamente baratos que Pablo, uno de los miembros de nuestro viaje, bautizó como “pasta mierder”. Y así quedaron apuntados en el inventario que elaboré meticulosamente en la hoja de un cuaderno, en el cual junto a cada producto dibujé un distinto número de casillas vacías en función de las unidades del mismo que hubiéramos comprado. Por ejemplo, diez casillas para los diez bricks de leche que adquirimos. La idea era ir tachando cada casilla según fuéramos acabando con cada cosa, de modo que fuera más fácil racionar los suministros. Dicho proceso llegaría a ser conocido como “la merma” y sería el origen de alguna que otra discusión, pero mejor no adelantemos acontecimientos.
Como se pueden imaginar, lo más acuciante era la comida. Tras elaborar la lista de la compra más larga y extraña de todas cuantas he visto hasta ahora, nos dirigimos a una gran superficie comercial. Una vez allí nuestra consigna había quedado bien clara: comprar solo marcas blancas. Y ante la duda, el precio más barato siempre ganaba. Asumimos que aquello nos costaría al menos un año de vida, pero nuestro mísero presupuesto así lo exigía. Fueron no una, sino dos tardes enteras las que pasamos deambulando entre los estantes de comida del supermercado de turno, con su insidioso hilo musical de fondo, discutiendo apasionadamente acerca de qué coger y qué no. Las latas tenían prioridad: aguantaban mucho tiempo, podían abrirse y comerse prácticamente en cualquier lugar o circunstancia y además en general contenían alimentos ricos en nutrientes como atún, jamón, albóndigas, etc. La ley del precio más barato hizo que adquiriéramos productos cuya salubridad podía cuestionarse, como por ejemplo un cierto número de sobres de pasta precocinada sospechosamente baratos que Pablo, uno de los miembros de nuestro viaje, bautizó como “pasta mierder”. Y así quedaron apuntados en el inventario que elaboré meticulosamente en la hoja de un cuaderno, en el cual junto a cada producto dibujé un distinto número de casillas vacías en función de las unidades del mismo que hubiéramos comprado. Por ejemplo, diez casillas para los diez bricks de leche que adquirimos. La idea era ir tachando cada casilla según fuéramos acabando con cada cosa, de modo que fuera más fácil racionar los suministros. Dicho proceso llegaría a ser conocido como “la merma” y sería el origen de alguna que otra discusión, pero mejor no adelantemos acontecimientos.
El momento de "la merma" en uno de los momentos avanzados del viaje. |
Además de comida adquirimos camping
gas, necesario para cocinar en mitad de la nada, rollos de papel
higiénico, imprescindibles vaya uno donde vaya, así como numerosas
botellas de agua, platos, cubiertos y un largo pero necesario etc.
Más no todo iba a ser pragmatismo. Relajamos un poco, solo un poco,
nuestra austeridad y decidimos que cada miembro del equipo eligiera
la lata que quisiera por cara que fuera. Fueron bautizadas como
“latas de la victoria” y ocuparon un puesto de honor en mi
inventario: pulpo, berberechos, pimientos de piquillo y chipirones.
También se incorporaron un par de botellas de ron miel de
emergencia, sin sospechar lo útiles que llegarían a ser.
Pablo y el autor junto a una de las compras que hicimos. Obsérvese el ticket. |
Después de contemplar la cara estupefacta de
las cajeras que nos atendieron (sobre todo al entregarnos los recibos de
la compra, largos pergaminos) nos tocó hacer que todo aquello
entrara en el maletero, medio ocupado ya por una mesa y sillas
plegables junto con las dos tiendas de campaña. Pese a contar como
ya he dicho con un coche familiar, aquello no fue fácil. Por fortuna
años de práctica jugando al Tetris lograron que al final Lucas,
nuestro conductor, consiguiera amontonarlo todo del modo menos
inestable posible. Cuando contemplábamos admirados su obra,
descubrimos que aún faltaban los sacos de dormir y las mochilas. Los
primeros fueron introducidos recurriendo a la fuerza bruta. Siempre
he pensado que al entrar a presión lograron comprimir y dar cohesión
al maremágnum de trastos que cargábamos. Como imaginarán las
mochilas fueron delante.
Y finalmente, la gélida madrugada del 15 de
abril de 2011, llegó el momento de ponerse en camino. Pero antes de
seguir el relato, déjenme por favor presentar a los protagonistas.
En primer lugar Lucas, nuestro conductor.
Lucas es una persona que parece tímida y silenciosa a primera vista,
lo cual se confirma cuando se le conoce, sin embargo ello no
ensombrece para nada a alguien con una mente clara y racional, a un
experto en todo cuando se refiera a las nuevas tecnologías, a un
virtuoso del volante con una resistencia que ya envidiarían muchos
pilotos profesionales, y en definitiva a un gran ser humano. Lucas
fue sin duda la voz de la cordura y la prudencia durante todo el
viaje, el encargado de que no nos dejáramos llevar (más aún) por
la insensatez y de que todo estuviera perfectamente organizado. No
solo se encargó de llevarnos en coche a través de unos 11.000 km de
viaje sin perecer en el proceso, sino que además, gracias a su
avanzado móvil y a sus tarjetas de prepago, consiguió que
pudiéramos acceder a Internet en casi todos los lugares por los que
pasamos, logrando de este modo que (casi) nunca nos perdiéramos, que
siempre supiéramos a donde queríamos llegar y cómo hacerlo, así como que
las numerosas llamadas que hubimos de hacer en Noruega no nos
resultaran prohibitivamente caras. Por si no bastara con esto, gran parte del reportaje gráfico de la expedición fue obra suya. En definitiva, Lucas fue el pilar fundamental de nuestro viaje y por ello todos nosotros y quisiera pensar que tal
vez también algunos lectores siempre le estaremos agradecidos
En segundo lugar Pablo, nuestro experto en
viajes y aventuras. Amante de deshacerse de la rutina urbana y de
explorar el mundo en general y de perderse en la naturaleza en
particular, fue él quién no permitió que el proyecto decayera en
ningún momento. Además, gracias a su experiencia tuvimos una idea
de por donde empezar a prepararlo todo así como del modo de
sobreponernos a los diferentes contratiempos que surgieron en cada
momento. Filósofo de corazón, músico de vocación y técnico de
sonido y programador de profesión, amenizó nuestro viaje con sus
insólitas historias así como con sus profundas reflexiones. A parte
de ello, su mordiente humor negro nunca estuvo ausente, encargándose
siempre de quitarle hierro hasta a las situaciones más puñeteras y
de encararlo todo con una sonrisa. También debo de reconocer que su
rígida moral nos salvó de cometer alguna que otra tropelía, como
ya tendrán oportunidad de leer.
Finalmente Marcos, primo de Lucas y que
comparte con él su afición por las nuevas tecnologías, pero que
por lo demás es totalmente diferente. Aunque pueda definirse a si
mismo como introvertido e individualista, yo les digo que es
mentira. Con él nunca falta la buena conversación y se trata de
alguien para quién resulta tan natural como respirar el volcarse totalmente en ayudarte con
cualquier problema. Así mismo fue él más que nadie, incluso que
Pablo, quién nos empujó en todo momento a aventurarnos más allá
del horizonte por muchos problemas que en cada momento fueron
atravesándose en nuestro camino. También es una persona con un sentido del humor a prueba de bomba, algo que se agradeció a lo largo de los varios cientos de kilómetros que recorrimos con él. Marcos no partió con nosotros en
coche aquella mañana desde Madrid. Tenía exámenes y el tiempo era
mucho más valioso para él que para los demás, así que voló
directamente hasta Oslo, en donde se incorporaría al viaje. Hasta
entonces le dejamos esperando entre bastidores, aguardando su salida
a escena.
Con esto completo la sucinta biografía de
nuestros viajeros. Podría desde luego escribir más, pero no tendría
demasiado sentido. Como dice la Biblia “por sus actos les
conoceréis”, con lo que seguro que este relato dirá mucho más
acerca ellos que cualquier cosa que yo pudiera añadir torpemente en
estas líneas. Y no, no escribiré nada sobre mí. Si quieren
conocerme entonces deberán, o bien invitarme mínimo a un par de
cervezas, o bien esperar a que me convierta en un escritor famoso y contrate a un negro para que escriba mi biografía. Mientras tanto confórmense con aquello
que de mí puedan ir deduciendo al leer estas páginas.
Y ahora sí, Lucas arrancó el motor de su
coche la madrugada del 15 de abril de 2011 y comenzamos nuestra
aventura. Pero eso lo descubriremos en el siguiente capítulo.
* Por mucho que quiera cambiarlas las viejas costumbres son las que son y no puedo evitar tratar de Vd. a los lectores, ya que me habitué a hacerlo así en mi otro blog acerca de divulgación científica, "El Rincón de Ivo" http://ivorincon.blogspot.com.es/.
Me encanta Ivo
ResponderEliminarVete preparando para la aventura de este septiembre bwahahah!