viernes, 10 de abril de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 2: 1.200 delirantes kilómetros hasta París.

E N   B U S C A   D E   L A   A U R O R A



Capítulo 2

 1.200 delirantes kilómetros hasta París.



  En el capítulo anterior...

 Un grupo de jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual pertrechan el amplio maletero del coche familiar de uno de ellos con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan a la aventura una fría madrugada de primavera.






Día 1: 16/04/2011 (sábado)




 Nuestra primera parada, lo crean o no, era París. Y lo peor de todo era que no se trataba de la primera vez. El año anterior, en un viaje a Berlín y Munich (del que quizá alguna vez escriba) Lucas, Pablo y yo ya habíamos realizado la misma hazaña, con lo cual conocíamos de primerísima mano la larga, agotadora y penosa jornada que nos esperaba. No obstante viajar a París, aunque sea sufriendo 1.200 km de carretera, tiene algo mágico que hace que se te olvide el hambre, el entumecimiento de las piernas, los exagerados precios de los peajes franceses y en general todas las incomodidades que tuvimos que soportar. Solo había que pensar en la Torre Eiffel hendiendo el cielo parisino con su faro para olvidarse de todos los males y sentirse inundado de optimismo. Con París como objetivo nada podía lastrar nuestro ánimo.


Itinerario de la primera jornada de viaje. 1.284 km, unas 12 horas de viaje estimado.


 Y así, cargados de vitalismo y también de un poco de sueño, emprendimos viaje, despidiéndonos de Madrid mientras la ciudad iba apagando poco a poco sus farolas y se desperezaba con las primeras luces del día.

 Casi sin darnos cuenta, cruzamos los monótonos campos de Castilla, llanos, interminables y siempre entre un poco y muy requemados por el Sol. Al poco de rebasar Burgos, con la puntiaguda silueta de su catedral asomando entre sus edificios, cruzamos al País Vasco. Y realmente que parecía otro país, uno en que el cual el horizonte desaparecía entre boscosas colinas y abruptos cortados rocosos. Por pasar el tiempo, me entretuve leyendo en voz alta los carteles de la carretera escritos en eusquera. No era fácil conseguir pronunciarlos de un tirón, pero si lo conseguías parecía que estabas lanzando algún tipo de hechizo fruto de una magia primigenia. Bromas aparte, el eusquera es todo un misterio. Sin conexión conocida con ningún otro idioma del mundo, se trata del vestigio de algún pueblo ancestral que de alguna manera logró conservar su lengua a pesar de íberos, celtas, cartagineses, romanos, visigodos, árabes, franceses y castellanos para finalmente terminar impreso, entre otros muchos sitios, en los carteles de nuestras modernas autopistas. Todavía rodando por el País Vasco, me tocó bajar de vuelta a la realidad cuando llegamos al primer peaje de los muchos que nos tocaría sufrir durante el viaje. Allí Lucas decidió ahorrar efectivo y pagó con su tarjeta del Banco Santander. Puede parecer un dato trivial, sin embargo resultaba que por aquellos tiempos el gobierno andaba ayudando económicamente a los bancos más importantes (incluyendo al Santander) con el fin de hacerles salir impunes de la crisis económica que ellos mismos habían contribuido a crear. Para ello se tiraba del dinero público, como si no, y claro, cuando hablamos de dinero público lo hacemos de dinero madrileño, o andaluz, o catalán, o... vasco. Y aquello no le gustaba ni un pelo al trabajador de la cabina de peaje que nos atendió, así que ante nuestra estupefacta mirada nos soltó todo un discurso sobre como los "bancos españoles" estaban usando el dinero de su pueblo (vasco) para sanear sus cuentas. Victimismos nacionalistas aparte, no podía dejar de darle su parte de razón, pero... ¿qué teníamos que ver nosotros con semejante problema? Desde luego que, o bien nos planteamos una revolución (pacífica o violenta, según el caso), o todos los ciudadanos somos de alguna manera cómplices de las contradicciones y maldades inherentes al sistema capitalista. Claro que aquello era demasiado complicado como para explicárselo en aquel momento al cabreado hombre del peaje, así que simplemente nos quedamos mirándole con cara de póquer. Tras unos segundos de incómodo silencio finalmente el tipo nos cobró y levantó la barrera para que pudiéramos proseguir con nuestra locura de viaje. Al menos el hombre nos dio de que hablar durante un buen puñado de kilómetros.

 No pude evitar sorprenderme al ver aparecer de repente el mar cuando alcanzamos San Sebastián, y en un momento nos vimos cruzando la frontera francesa por Bayona. Lo cierto es que en otro tiempo fue una auténtica frontera, pero de ello ahora solo quedaban algunos edificios vacíos. Desgraciadamente lo que seguían siendo auténticos eran los peajes, y no solo auténticos, también desesperantemente comunes.

 El mundo de los peajes franceses es complejo y puñetero. En primer lugar, es muy frecuente que no haya seres humanos para atenderte. Todo está automatizado y cada puesto tiene una suerte de “canasta” en la cual uno debe de encestar las monedas que le toque pagar. Hay que tener cuidado para no fallar, pues como veremos las monedas son un objeto muy preciado en las carreteras francesas. ¿Pero qué ocurre si no llevas ninguna encima? En tal caso no te quedará más remedio que pagar con tarjeta de crédito. Si lo has descubierto tarde, lo tienes crudo, pues deberás de moverse al puesto adecuado, y créanme, será muy difícil que para ese momento no tengas lo menos cinco coches detrás (piensa que habrás revuelto todo en busca de ese esquivo y vil dinero metálico, valiosos segundos perdidos en vano). Sin embargo pongamos que lo logras, consigues escapar del puesto de peaje con la canasta ridícula y llegas, tras soportar un montón de bocinazos, miradas furibundas e improperios, al de pago con tarjeta. Te creerás al fin a salvo. Craso error, pues los peajes franceses, al menos los de esa zona, no admiten pago con tarjetas Maestro o Visa Electrón. Si ese es tu caso, entonces estás auténticamente jodido. Por fortuna, tras anteriores viajes en carretera por Francia, ya estábamos preparados y Lucas contaba con la tarjeta de débito apropiada. Pero parece que el resto de conductores españoles no, así que ante el primer peaje galo nos comimos un atasco de órdago, peor del que hubiera podido ocasionar el más severo de los controles de aduanas. Sin embargo, el sistema de peajes francés aún esconde otra trampa. La primera vez que paras y pagas, te sorprendes de lo baratos que son. Apenas uno o dos euros hábilmente encestados o pagados con tarjeta y puedes seguir tranquilamente. Hasta que al cabo de 10 kilómetros vuelves a encontrarte frente a otro. De nuevo es una cifra pequeña, pero ya no la pagas tan alegremente. Y entonces al poco llega el tercer peaje, y después el cuarto, y ese es el momento en el que uno empieza a pensar en las carreteras secundarias.

 En Francia las carreteras secundarias no son una mala opción. No solo son gratuitas, sino que además cuentan generalmente con tres carriles que van alternándose, dos de ellos para un sentido primero y luego al revés al cabo de cierta distancia. De esta manera se consigue que los adelantamientos sean siempre seguros. Sin embargo nosotros queríamos llegar a París a una hora no demasiado indecente, así que nos resignamos ante la autopista y sus mil y un peajes. Si la tarjeta de Lucas no se prendió fuego desde luego que le faltó poco.

 Al menos el paisaje era lo suficientemente interesante como para hacernos olvidar la manera salvaje en que la administración francesa nos estaba sablando. Lo primero que atravesamos fue la zona de las Landas. Era un territorio llano, lleno hasta los topes de plantaciones de pinos. Las grandes reservas de biomasa son una alternativa energética renovable que algunos países como Francia parecen haberse tomado muy en serio. La idea es simple: uno planta un numero enorme, verdaderamente masivo de árboles. Dichos árboles crecen y absorben dióxido de carbono de la atmósfera. Posteriormente son talados y quemados para producir energía, en una combustión que devuelve al planeta más o menos la misma cantidad de dióxido de carbono que inicialmente fue retirado durante el crecimiento de dichos árboles. De ese modo se consigue una fuente energética que no contamina, en la medida en que respeta el ciclo de renovación del carbono. Pero un árbol tarda un buen puñado de años en crecer, pensaran ustedes. Cierto, por ello hay que plantar un número extremadamente elevado de ellos con el fin de que el proceso sea rentable, y eso era exactamente lo que ocurría en las Landas francesas. Era muy curioso ver aquellos interminables bosques de pinos en los cuales todos y cada uno de ellos tenía exactamente la misma altura, hasta que se pasaba a la siguiente cuadrícula de terreno y la altura variaba de repente al unísono. Frecuentemente nos cruzábamos con camiones cargados de madera y en un par de ocasiones contemplamos amplias extensiones dominadas por apilamientos y apilamientos y más apilamientos de troncos. En la segunda de aquellas “praderas de troncos” que vimos, pudimos además asombrarnos ante unos enormes aspersores que lanzaban a discreción grandes chorros de agua. Se trata de una de las escenas más raras que recuerdo haber visto durante un viaje en coche y debía de ser parte del proceso de tratamiento de la madera.

Cuando el olor y la visión de todos aquellos pinos pulcra y desquiciadamente ordenados empezó a saturarnos, el paisaje nos hizo el favor de cambiar. Por suerte lo hizo con el afán de seguir sorprendiéndonos. Al parecer en aquella región de Francia, además de los pinos, es muy común el cultivo de la colza, con el fin de fabricar aceite (tristemente famoso en España). La colza es una planta que se caracteriza por sus flores de un amarillo chillón, y dado que era primavera, todas habían florecido. En la práctica aquello se materializaba en la asombrosa visión de campos y colinas totalmente cubiertos por un manto tan escandalosamente amarillo que sería la pesadilla de cualquier decorador. El peculiar y amarillo paisaje se veía matizado por algunas casas e infraestructuras rurales aquí o allá así como por ocasionales bosquecillos. Otra de las características de Francia son las centrales nucleares, casi un 90% de su electricidad es generada de este modo, así que no era demasiado extraño pasar al lado de una, sin embargo entre la inmensa luna que se enseñoreaba en un horizonte que empezaba a bañarse con los tonos rosados del crepúsculo y las colinas amarillas que la rodeaban, no podré olvidar aquella central, con sus dos torres de refrigeración escupiendo vapor de agua en medio de todo aquel escenario surrealista. 

 Paisajes fantásticos a parte, yo iba amenizando el trayecto gracias a la conversación con los compañeros, a la lectura de mi libro de bolsillo en los intervalos de silencio (una escalofriante recopilación de relatos cortos de Lovecraft) y también prestando atención a todos esos pequeños detalles exóticos que uno va descubriendo cuando cruza a otro país. Por ejemplo, la mayoría de los coches franceses, debido a alguna extraña superstición, mantienen activado el intermitente izquierdo siempre que se pasan a dicho carril, tarden el tiempo que tarden, y no lo apagan hasta que han vuelto al carril de la derecha. Otro detalle curioso son las señales de peligro de ciervos, una característica común de todas las carreteras y autopistas francesas, independientemente de que uno circule por las afueras de un pueblo, en medio de un bosque o cruzando extensos campos de cultivo. Estés donde estés, en Francia el ciervo siempre acecha (aunque solo Pablo consiguió vislumbrar fugazmente uno, si bien pudo tratarse solo de su imaginación, manipulada a base de tanta señal). Con todo, mi señalización favorita era aquella que, circulando por una autopista, prohibía incorporarse por una incorporación. Tal y como lo leen. Piensen en el típico carril que se incorpora a una autopista. Normalmente en todos los países civilizados los vehículos que van por él tienen una señal de ceda el paso frente a los que se encuentran en la autopista. Pero en Francia además se topan frente a una señal que les impide (al menos nominalmente) entrar en modo kamikaze e incorporarse en sentido contrario a la autopista. ¡Y es más! Los coches que transitan por la autopista también cuentan con una señal que prohíbe girar y meterse por el carril de incorporación, lo que en la práctica les llevaría a derrapar girando repentinamente 180º chocándose de frente con los coches que entrasen (quienes de todos modos igual estarían tonteando con la idea de incorporarse en sentido contrario). No podíamos dejar de pensar en que debía de haber ocurrido para que los funcionarios de carreteras hubieran tenido que instalar una señal así. O tal vez en realidad se trataba de algún tipo de broma que solo los franceses entienden.


 Doble prohibición, tanto de incorporarse por la incorporación como de incorporarse desde la incorporación a la autopista. Fotografía del autor.


 En cualquier caso Francia aún no había decidido dejar de sorprendernos y a los pocos kilómetros de lo arriba relatado fuimos atacados desde un puente con pelotas de tenis. Créanme que yo me asombré aún más. Al parecer alguien, supongo que unos críos, se habían hecho con un alijo de pelotas de tenis y habían decido jugar a lanzarlas desde un paso peatonal que cruzaba sobre la autopista. Cuando vimos unas pequeñas esferas verdes dando grandes votes justo delante nuestro, no comprendimos lo que estábamos viendo; solo después de que nos pasaran por encima, perdonando por poco a nuestro parabrisas, pudimos reflexionar sobre ello y llegar a la conclusión que les he descrito. 

 A aquellas alturas comprendimos al fin que nos habíamos ganado un descanso largo, más allá de las breves paradas de unos pocos minutos que habíamos estado haciendo hasta el momento (debo de ponerles buena nota a las zonas de descanso francesas, todo sea dicho). Así que, más o menos a la altura de Poitiers, Lucas salió de la autopista (teniendo cuidado de respetar la señalización y no incorporarse por una incorporación) y aparcó el coche en el parking de un centro comercial cualquiera, en donde queríamos aprovechar para hacer compras de última hora. En efecto, a pesar de habernos tirado dos tardes enteras comprando en Madrid, aún nos faltaban cosas. Tras coquetear con el consumismo, salimos un momento a tomar el aire antes de proseguir con el viaje.

  En este punto, debo de importunar al lector con un pequeño apunte histórico (quién quiera prescindir de él puede saltarse los siguientes cuatro párrafos).   

 Aquellos campos amarillos que cruzábamos, cercanos a la ciudad de Poitiers, fueron testigos de una de las batallas más famosas de la historia occidental, conocida, oh sorpresa, como “la Batalla de Poitiers” (aunque los ingleses para llevar la contraria la conocen como la Batalla de Tours, otra ciudad cercana). Resulta que fue allí donde las tropas cristianas lograron detener el avance musulmán en el oeste de Europa. Allá por el año 732 de nuestra era, numerosas tropas árabes y bereberes (unos 20 o 25 mil hombres aproximadamente) se habían adentrado en lo que hoy es Francia y por aquellos días era el Reino Franco, con el objetivo de saquear y tantear el terreno de cara a una eventual conquista de aquellas tierras para la mayor gloria del Islam. Apenas veinte años antes, el caudillo árabe Ṭāriq ibn Ziyad había borrado del mapa al Reino Visigodo conquistado la Península Ibérica e incorporando lo que a partir de ese momento empezaría a conocerse como Al-Andalus a las posesiones del basto Imperio Omeya.

Fuente: http://castillodealmodovar.com/los-omeyas/


 Dicho imperio era regido desde Damasco por el Califa Hisham ibn Abd al-Malik, el soberano más poderoso del mundo en aquellos días y cuyos dominios se extendían desde las orillas del Atlántico hasta la frontera con la India. La invasión del Reino Franco fue encabezada por el mismísimo valí (gobernador omeya) de Al-Andalus, un tal Abderrahman ibn Abdullah Al Gafiki. Este Al Gafiki debía de pensar que podía aprovecharse de Clotario IV, el rey franco merovingio de turno, un personajucho débil e incompetente. Con lo que no había contado fue con que Carlos Martel, el mayordomo del rey ("maior domus", el grande de la casa, de la casa real se entiende), era harina de otro costal. 

Estatua de Carlos Martel en el Palacio de Versalles. Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Martel

  Este hombre tuvo una brillante carrera repleta de éxitos militares y desarrolló la primera caballería acorazada occidental, algo que más tarde se convertiría en los caballeros bajo-medievales que a todos nos suenan de las películas. Logró reunir a 15 o 20 mil hombres para hacer frente a la amenaza sarracena, pero por desgracia en aquel momento solo disponía de tropas de infantería, y los árabes tenían una caballería rápida y mortífera. Parecía una situación desesperada, pero los soldados de Carlos Martel formaron en cuadro (una formación defensiva, con las lanzas formando una barrera) y nadie sabe muy bien cómo, lograron resistir una tras otra todas las cargas de la caballería árabe. A los dos días, ahora sí intervino la caballería pesada franca, avanzando sobre Burdeos y amenazando las líneas de comunicación árabes así como todo el botín que estos habían ido rapiñando hasta el momento. De este modo lograron que las fuerzas musulmanas se replegaran tras los Pirineos. En sucesivas campañas militares Carlos Martel arrebataría la costa azul (la zona de la moderna Marsella) a los musulmanes, quienes la controlaban desde el año 714. Su prestigioso linaje terminaría por derrocar a los decadentes reyes merovingios y Carlo Magno, su descendiente, llegaría a dar fama universal a su nombre, que en la época de Carlos Martel se consideraba de extracción humilde (provenía de Karl, un apelativo germano propio de gentes de baja cuna). 

Representación artística recreando una escena de la batalla de Poitiers / Tours. Fuente: http://www.batallasdeguerra.com/2011/09/la-batalla-de-poitiers-batalla-de-tours.html



  La batalla de Poitiers ha sido no obstante muy sobrevalorada como punto de inflexión de la historia europea y de la expansión musulmana, pues estos en ningún momento llegaron a lanzar una invasión en toda regla contra el Reino Franco, por no mencionar que fue en la batalla del cerco de Constantinopla del 717-718 donde realmente se derrotó por vez primera y de modo contundente a los árabes. Pero esa ya es otra historia, aunque para el lector familiarizado con la saga de Juego de Tronos debo de decirle que si ha leído la “batalla del Aguas Negras” entonces ya sabe como derrotaron los constantinopolitanos a los árabes, “fuego valirio” incluido. Más ahora volvamos al viaje.

 Para aquellos bravos lectores que todavía continúen leyendo este relato, tras las compras y el merecido descanso volvimos al coche y, reincorporándonos del modo correcto a la autopista, proseguimos camino hacia París. La luz del día iba desapareciendo por momentos mientras nos gustaba cada vez menos lo que veíamos al mirar el reloj y nuestro objetivo siempre aparecía indicado en los carteles a demasiados kilómetros de distancia, como si la capital de Francia fuera desplazándose libremente por el país y alejándose de nosotros. Bien pasadas las siete de la tarde logramos circunvalar Burdeos sin sufrir demasiados atascos en el proceso, y a partir de ahí comenzamos a creernos que en efecto en algún momento íbamos a ser capaces de concluir aquella jornada de viaje. Para entonces, los muchos cientos de kilómetros recorridos y la llegada de la noche habían desplazado la animada conservación que se desarrollaba en el coche desde temas más o menos mundanos hasta la más pura y dura metafísica. Pablo, estudiante retirado de filosofía, prendió la mecha, y pronto todos nos vimos envueltos en el debate. La gran pregunta era ¿qué significa la existencia? ¿y qué hay más allá de todo lo que existe? Naturalmente es una pregunta trampa, pues las únicas dos respuestas que se le pueden dar son, en primer lugar "más allá de todo lo que existe no hay nada" y en segundo lugar "todo lo que existe es infinito", y como no es en absoluto complicado contestar, ambas son absurdas. 

 Vayamos con la primera. ¿Qué es la nada? La nada carece de sentido para la mente humana. Tal vez estés pensando en ella como en una inmensa e infinita oscuridad. Pero la oscuridad ya es algo, no puede haber oscuridad en la nada, pues si esta pudiera ser oscurecida, también podría ser iluminada. Bien, algo neutramente transparente, puede que pienses ahora, y de este modo caerás en el mismo error, la transparencia solo significa que algo, la luz, pasa sin problemas por ella. Incluso el vacío que podemos hacer en nuestros laboratorios está repleto de partículas subatómicas virtuales que se generan y desintegran casi al instante. La nada es en sí misma una incongruencia para la mente humana, enfrentarse a ella solo conduce a la locura. Pablo nos contaba divertido como su profesor de metafísica se paseaba tranquilamente sobre la fina raya que separa el delirio de la cordura al explicarles estas cosas, y creo yo que sobretodo al pensar que debería de volver a explicarlas al año siguiente, puede que incluso a los mismos alumnos. 

 Pasemos ahora al infinito. Asumámoslo por un momento. Si existe un espacio (o tiempo) infinito entonces también existen en él infinitas posibilidades y por lo tanto debe de haber infinitos planetas Tierra en los cuales yo escribo y tú me lees en un número infinito de circunstancias distintas. Puede que en uno de esos planetas un ninja aparezca de repente ante ti e intente asesinarte, o que de repente un billete de 500 € te llegue volando (o en el caso de estar en un lugar cerrado que sea el ninja de antes el que te lo entregue en mano en vez de matarle), pero lo más inquietante, lo más perturbador de todo, es que habrá un número infinito de planetas Tierra en los cuales tú y yo estaremos haciendo exactamente lo mismo que estamos haciendo ahora. ¿Donde deja eso nuestra propia existencia, nuestra tan apreciada identidad, el sentido de nuestra vida? No muy bien, la verdad. Casi puedo oír las carcajadas del profesor de metafísica de Pablo, que probablemente ahora este corriendo por algún centro urbano vestido únicamente con un tutú rosa.


Representación matemática del infinito.



 ¿Y qué conclusión sacamos nosotros de todo esto metidos en un coche en algún lugar próximo a París tras haber recorrido casi 1.200 km, ser de noche y estar agotados? Pues, dado que nos daba cierta pereza arrojarnos del coche en marcha / estrellarlo, nos lo tomamos con humor y vitalismo. El universo en que vivimos es demasiado complejo como para que podamos abarcarlo con nuestros dogmas, dioses y leyes (he aquí el porqué de mi agnosticismo). En el siglo XIX se pensaba que el cosmos era como un preciso reloj en el cual todo lo que había ocurrido e iba a ocurrir estaba fríamente determinado, pero ahora la física cuántica nos habla de caos, de impredicibilidad, y ni siquiera la ciencia, con todo su poder, puede (de momento) responder al porqué último de todas las cosas. Solo podemos pensar en términos de espacio y de tiempo, y solo nos sentimos cómodos moviéndonos en tres dimensiones (como mucho cuatro contando el tiempo), pero... ¿Qué más puede ser posible? Los seres humanos simplemente somos demasiado insignificantes y estúpidos cómo para abarcar toda la magnitud de la “realidad”. No obstante creo que al menos hay algo de nuestra parte: somos libres. Un universo tan basto, ignoto e impredecible supone para nosotros un gran campo de juego ¿Quién sabe lo que podemos conseguir, los logros que podemos alcanzar? Incluso aunque el infinito parezca observarnos con ojos melindrosos, siempre podemos tratar de jugársela (que no sea por dejar de intentarlo). Y sino podemos vislumbrar ningún plan establecido eso solo significa que podemos establecer el que nosotros queramos. Donde no encontremos significado, podemos ponerlo nosotros, incluso podemos serlo nosotros. Los seres humanos nos hemos obsesionado durante milenios con la fijación de crear dioses sin darnos cuenta de que nosotros somos los propios dioses. A pesar de nuestra insignificancia, realmente tenemos más poder del que solemos atribuirnos. Como dijo Henry Miller, "Si los hombres dejan de creer que un día se convertirán en dioses, entonces con toda seguridad no pasarán de ser gusanos." Y en nuestro coche nadie quería ser un gusano. Y entonces llegamos a París... o casi, pues el infinito, ese bellaco traicionero, nos obsequió con un atasco en toda regla (eso nos pasaba por tocarle las narices con nuestras rebuscadas reflexiones, ya saben, nunca se metan con el infinito, suele tener muy mala leche para estas cosas). 
 
 De este modo, dejándonos llevar por el largo río de luces rojas que fluía lentamente hacia París, contemplamos al fin la Torre Eiffel, símbolo de nuestro destino, de nuestra costosa victoria en aquel interminable día. Como si del ojo de Sauron se tratase, el poderoso foco de su cúspide barría el cielo de toda la urbe, y uno no podía evitar la inquietante sensación de que en un momento determinado iba a detenerse en seco y a clavarse en nuestro coche. Menos mal que ninguno de nosotros portaba un anillo único en aquel momento. En aquellos agotadores instantes, tan cerca y a la vez tan lejos de llegar al fin a la meta, Lucas nos confesó que se hallaba al límite. Su pierna izquierda ya apenas tenía fuerzas para controlar el pedal del embrague y no sabía cuanto tiempo más podría aguantar, una información que no nos hizo sentir precisamente seguros.

 Y así entramos en París. Sin embargo creo que será mejor dejar las peripecias que vivimos allí para el siguiente capítulo (que no será tan largo, lo prometo).

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