sábado, 2 de mayo de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 3: De París a Bruselas y de Bruselas a Bremen.



E N    B U S C A    D E    L A    A U R O R A




Capítulo 3

 De París a Bruselas y de Bruselas a Bremen.




    En el capítulo anterior...



  Un grupo de jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual pertrechan el amplio maletero del coche familiar de uno de ellos con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan a la aventura una fría madrugada de primavera. 
  
  En la primera jornada de viaje recorren los 1.200 km que los separan de París, en donde llegan ya avanzada la noche y hechos una auténtica pena, sobre todo el heroico conductor.





                   Día 2: 17/04/2011 (domingo)



   A pesar de ser un sábado por la noche, recuerdo las calles de París tranquilas, bañadas por el caleidoscopio de luces de la ciudad. El faro de lo alto de la Torre Eiffel barría cíclicamente el cielo, dejando bien claro en todo momento donde estábamos, para el caso de que aún no nos lo creyéramos tras aquella interminable jornada de viaje de 1.200 km desde Madrid. Ignorando el lamentable estado en que se hallaba Lucas, nuestro conductor, y a despecho del descomunal cansancio que pesaba sobre nuestros entumecidos cuerpos, no podíamos dejar de hacer al menos un mínimo de turismo, aunque fuera breve y nocturno. 

 Por supuesto, la ya mencionada y archi-famosa Torre Eiffel era nuestro primer objetivo. Como el lector sabrá o debería de saber, se trata de una enorme y gratuita torre de 300 metros de altura construida a base de vigas de acero y remaches, levantada para la mayor exaltación del narcisismo francés durante la Exposición Universal de 1889. Inicialmente fue bautizada con el imaginativo nombre de "la Torre de 300 metros" e iba a ser desmontada al concluir la exposición, pero los parisinos tuvieron el buen juicio de rebautizarla con el nombre del arquitecto que la edificó y además decidieron dejarla en su lugar como recordatorio de los grandes logros de la Francia de los tiempos de la revolución industrial, en los cuales el carbón, el acero y las colonias, con la ayuda de barcos, cañones y fusiles, medían el poder de un país. Lo que quizá no sepa el lector a menos que haya estado en París en los últimos años, es que por la noche cada pocos minutos la Torre Eiffel se ilumina por entero con un montón de luces dolorosamente intensas y parpadeantes, como si fuera una atracción de feria. O al menos así era cuando la vimos, todo un guante golpeado contra la cara de los turistas y parisinos epilépticos. Lo cierto es que aquella iluminación “estilo megatrón” le quitaba bastante encanto y romanticismo al icono supremo de París, solo faltaba que empezara a sonar a todo volumen música pastillera y a salir espuma de los aspersores que la rodeaban junto con una cohorte de bakalas bailongos dispuestos a darlo todo. También descubrimos que el faro giratorio de su cúspide se componía en realidad de dos, que se iban alternando cada medio giro. Con todo, luces chisporroteantes y focos a parte, me quité el sombrero ante tan alta (en todos los sentidos) obra de ingeniería, así como el modo tan visceral en que refleja la época en que se construyó, una era en que Europa se vanagloriaba de los progresos técnicos surgidos de su revolución científica e industrial a la vez que se sumergía cada vez más en las paradojas sociales y económicas que venían también en el lote. Esas y algunas otras cosas pensé mientras contemplaba aquella gigantesca estructura, hasta que descubrí que mis compañeros se alejaban andando de mí y me apresuré a seguirlos.



Torre Eiffel vista desde los Campos de Marte. Fotografía por cortesía de Lucas.


 Otro mito que se nos vino abajo fue el de la superioridad del civismo ciudadano francés. Tras contemplar a unos quinquis galos hacer el idiota con unas motos muy cutres pero muy ruidosas (como solo la falta de un silenciador puede lograr), alivió nuestro orgullo patrio el recordar que lo seres humanos podemos llegar a ser igual de idiotas en todas partes. Con todo la zona de los Campos de Marte es de muy alta casta social, algo que se nota en los lujosos edificios que la flanquean, los fastuosos apartamentos que se intuyen tras sus ventanas y los selectos y gafa-pasteros grupos de adolescentes que hacen botellón en el maravilloso césped con vistas exclusivas a la Torre Eiffel. Más no era mucho el tiempo que podíamos entretenernos contemplando aquello. 

  Nuestro siguiente objetivo nocturno fue Notre Dame. Milagrosamente logramos aparcar no muy lejos del lugar, pero eso sí, en una acera llena de cristales rotos, probablemente de lunas de coches, lo cual no dejó de inquietar a Lucas. Así que nos dimos prisa en ir a visitar la catedral.

  La encontramos en una explanada de la llamada Isla de la Cité, en medio del Sena, irguiendo su elevada pero ancha y maciza estructura de espaldas a una luna que brillaba fieramente en el despejado cielo nocturno. Estaba además iluminada por diversos focos que creaban un esotérico juego de luces y sombras en su ricamente decorada fachada. Altos y anchos arcos apuntados, típicos del estilo gótico, enmarcaban las tres entradas, sobretodo la principal, y se elevaban muy por encima de los turistas, exhibiendo sin pudor un amplio abanico de estatuas y exquisitos relieves. Pablo, nuestro compañero de viaje con ciertos conocimientos sobre arte, nos explicó la revolución que supuso en la Baja Edad Media los arcos apuntados (u ojivales, con una cúspide puntiaguda al modo de un As de Picas), puesto que distribuían el peso de modo más equilibrado entre los pilares y permitían estructuras más altas y estilizadas, posibilitando altos techos y amplias y luminosas vidrieras, a diferencia de las anteriores catedrales románicas, lugares tenebrosos de muros y pilares gruesos y pequeñas ventanas. Dirigiendo la mirada aún más arriba de los arcos uno encontraba una gran cornisa donde se alineaban pulcramente ordenadas un sinfín de estatuas, separada unas de otras por una pequeña columna. Según el correspondiente artículo de la Wikipedia dichas estatuas representan a todos los reyes de Israel y Judá, que son un buen puñado. Sin embargo durante la Revolución Francesa a alguien se le ocurrió opinar que en realidad representaban a los reyes de Francia, así que las enfurecidas masas la tomaron con ellas y no dejaron ninguna en pie. En consecuencia, aquellas que nosotros vimos son reconstrucciones modernas. Hoy en día gracias a los teléfonos móviles inteligentes tal barbarie no hubiera podido suceder: rápidamene se habría accedido a Wikipedia, se hubieran localizado los auténticos monumentos monárquicos y se los habría destruido dejando a la pobre Notre Damme en paz. Deben los lectores coincidir conmigo en que sin duda alguna la humanidad ha progresado en este tiempo. En fin, siguiendo con nuestra nocturna contemplación de la catedral, aún todavía más alto de las reconstruidas estatuas hallamos el paradigmático rosetón, que con un poco de imaginación parecía emanar de la cabeza de la estatua de la virgen que se alza justo delante de él, la cual sostiene precariamente en las alturas lo que malamente distinguí como un fardo informe pero que debía de tratarse del niño Jesús. La virgen esta asistida por dos ángeles, supongo que prestos a agarrar al niño Jesús si amenaza con caerse desde tan atroz altura. El rosetón se encuentra a su vez flanqueado por grandes ventanales enmarcadas en sendos arcos ojivales (por si el estilo gótico no había quedado suficientemente claro ya). Finalmente, lo alto del edificio está coronado por dos enormes torres rectangulares que alcanzan los 68 metros de altura, sin duda todo un logro para los arquitectos medievales que la levantaron en el S. XIII. Como digo, al contrario de otras catedrales góticas cuyas torres parecen querer trepar hasta el cielo, Notre Dame tiene un aspecto mucho más robusto. Rodeando la catedral, uno continua asombrándose. Por la noche las cientos de gárgolas que pueblan las fachadas laterales lucen como extrañas criaturas infernales que quedaron petrificadas mientras trataban de emerger de entre los muros del edificio. Los arbotantes que distribuyen el peso y refuerzan los lados de la catedral, semejantes a pequeños puentes de piedra, causan una vaga sensación de caos ordenado al verlos suspendidos sobre las pétreas criaturas del averno como si fuera una especie de laberinto tridimensional extrañamente decorado. Las gárgolas, compiten activamente en tres categorías: primera, ver cual se asoma más sobre los turistas, segunda, ver cual te dirige la mirada más chunga y la tercera y más importante, ver cual de todas ellas consigue parecer más grotesca. La primera categoría tenía favoritas claras, pero respecto de las otras dos la cosa andaba muy reñida y no supimos decidirnos por ninguna. Los cruceros laterales terminan en otras dos entradas formadas por los inevitables arcos apuntados y coronadas por sendos rosetones que observan arrogantemente a los turistas. En el punto en el cual se unen ambos cruceros, se eleva una puntiaguda y decorada torre-aguja, único elemento de la catedral que realmente parece ir dirigido hacia el cielo. Por supuesto no llegamos a entrar en el monumental edificio, que debía de llevar unas cuantas horas cerrado, así que nos perdimos el fantástico espectáculo de la luz de la luna entrando por las hermosas vidrieras e iluminando mistéricamente el interior. Pero yo al menos traté de imaginármelo con toda la intensidad que pude.


Notre Dame. Fotografía por cortesía de Lucas. 




Gargolas acechantes. Fotografía del autor.


 Por el bien de nuestro coche y de nuestro descanso, era momento de poner fin a la visita. De vuelta al coche me hizo gracia fijarme en los nombres de los restaurantes de la zona, la mayor parte de los cuales incluía la palabra Quasimodo. Gente de gran creatividad los hosteleros de la zona, sin duda.


 Encontramos intacto nuestro vehículo, aparcado a las orillas del Sena, con lo cual nos montamos en él y nos dirigimos velozmente hacia nuestro hotel de carretera, situado en las afueras de la ciudad.

 Se trataba de un hotel Formula 1, y si he mencionado una marca comercial sin que me paguen por ello es debido a que aquella cadena de hoteles es (o debería de ser) todo un icono para cualquier conductor con necesidad de pernoctar en Francia, y desde luego que lo era para nosotros (nos habían sacado de un apuro ya en viajes anteriores). Los Formula 1 son baratos, costando tanto una habitación doble como triple un máximo de 30-35 €, cifra que oscila ligeramente de día en día así como de lugar en lugar, recordando al precio de la gasolina y que de igual modo siempre aparece indicado en un rótulo luminoso, en este caso en la fachada del hotel. Por dentro las habitaciones son compactas pero cómodas y suelen estar limpias y cuidadas, contando además con un pequeño lavabo así como con una ventana para aliviar la claustrofobia. Además, resulta bastante gracioso el hecho de que absolutamente todas las habitaciones, tanto las de dos como las de tres personas, están fabricadas, amuebladas y decoradas en serie. Efectivamente todas son iguales y tienen forma perfectamente cúbica, de modo que desde fuera el hotel parece una suerte de enorme apilamiento de cubos. Poniendo un poco de imaginación uno puede visualizar a un helicóptero transportándolos y dejándolos caer unos sobre otros como si fueran piezas de lego. Supongo que la estructura modular tiene que ver con lo barato del lugar y además consigue que sepas exactamente cual es la habitación que te vas a encontrar sea cual sea el hotel Formula 1 que visites a lo largo y ancho de la geografía francesa. Otro factor que sin duda debe de contribuir a abaratar el precio es que los cuartos de baño, que son comunales, se limpian solos. Así es; todas sus esquinas, incluso las que dan al suelo, están redondeadas, y cuando llega el momento, es decir, cuando de alguna manera el habitáculo detecta que esta cerrado y no hay nadie en él, de unos huecos en la pared salen unos chorros que, a pesar de que por definición ningún ser humano* lo ha podido contemplar nunca en directo, limpian el interior, o al menos esa es la teoría. Habitando un Formula 1, el sonido de los baños limpiándose a si mismos pronto se integra en el paisaje sonoro como algo normal y corriente. La única molestia viene cuando uno debe de acudir a cumplir con la llamada de la naturaleza justo después de una de sus operaciones de “lavado de cara” y descubre que todo está empapado como si acabaran de sacar a toda la estancia del fondo de un lago. Es por estas cosas que las chanclas siempre resultan ser un ingrediente tan fundamental en todo viaje.

  De este modo nos alojamos en la habitación triple de turno que nos tocó, que como ya bien sabíamos de antemano contaba con una litera individual situada sobre una cama de matrimonio. Yo decidí ducharme, pues sabía muy bien que a la mañana siguiente la pereza me impediría hacerlo. Tal vez el lector siga pensando en los baños e incluso este llegando a plantearse que la ducha pudiera estar integrada de alguna (sin duda extraña) manera en ellos. Pues así es, tienen forma de “U” con la entrada en uno de los extremos y la ducha en el otro. Por ello ducharse (a base de golpear furiosamente el pulsador de turno y libar de la fuente aparentemente infinita de jabón que viene incorporada) implica encharcarlo todo, lo cual sería un problema en un baño normal, pero no en uno anfibio como del que hablamos. De vuelta a la habitación me tocó dormir en la cama familiar, compartiendo espacio y edredón pero absolutamente nada más con Pablo. Y así, arropado por la familiaridad que ya para mí tiene estar en una de aquellas habitaciones-cubo, me dormí felizmente como una marmota.

  A la mañana siguiente, tras desayunar cereales de chocolate (en aquellos tiempos aún disponíamos de esas cosas y no las valorábamos), ducharse Pablo y Lucas, y recogerlo todo, retomamos el viaje y salimos de París hacia Bruselas.


 Tercera jornada de viaje, que nos condujo de París a Bremen pasando por Bruselas. Un total de 800 km, aproximadamente 8 horas de carretera, que creo que fueron realmente menos gracias a la ausencia de límite de velocidad de gran parte de los tramos de las autopistas alemanas.


  El paisaje no cambió demasiado con el cruce de frontera, y seguimos atravesando la ya habitual mezcla de bosques, colinas, verdes prados y ocasionales pueblecillos. Respecto de las autopistas belgas, no eran tan buenas como las francesas, aunque de ellas hay que decir que están provistas de farolas hasta el último kilómetro. Vaya un derroche energético, pensaba mientras me sacudía algún bache ocasional. No pasó mucho tiempo hasta que pudimos toparnos con la primera gasolinera. Francia nos había demostrado ser algo más cara que España en este sentido, pero el caso de Bélgica era directamente un robo, así que nos mantuvimos bien alejados de sus surtidores de gasolina, confiando en alcanzar Alemania con nuestras reservas. Y en estas llegamos a Bruselas. Sus arrabales resultaron ser destartalados y caóticos, pero de alguna manera lo eran de un modo encantador, provistos de vida y color. En apenas un momento nos encontramos en el centro de la ciudad, buscando aparcamiento con ansia. Milagrosamente lo encontramos e iniciamos un reconocimiento rápido del casco viejo. Lucas y yo ya habíamos estado anteriormente, así que sabíamos bien adonde dirigir nuestros pasos: a la Gran Place.


 De camino a dicho lugar nos topamos con el Manneken Pis, la famosísima estatua del niño meón de Bruselas. Lo cierto es que la escultura es muy pequeña, tanto o puede que incluso más que un niño real, y en cuando a su historia, depende de quién sea la persona que te la cuente y cuantas vueltas de tuerca quiera darle. La que a mí me contaron de pequeño fue que se trataba del hijo de un aristócrata muy acaudalado que se perdió por la ciudad y al que pasaron varios días buscando desesperadamente, hasta que una mañana se lo encontraron meando como si tal cosa en un jardín, y de ahí que el padre, profundamente aliviado, le hiciera una estatua. Sin embargo la leyenda que personalmente más me gusta acerca del Manneken Pis es un poco más épica. Cuentan que en el siglo XIV Bruselas llevaba bastante tiempo sitiada por una potencia extranjera. Ante esta situación los atacantes había ideado un plan para derribar las murallas colocando cargas explosivas en ellas, pero sucedió que un niño pequeño llamado Juliaanske estaba espiándoles mientras las preparaban. Orinó sobre la mecha encendida que debía de detonar los explosivos y así salvó a la ciudad. Lo cierto es que después de tal hazaña (el niño ya se podía haber hinchado a beber agua ese día), el gobierno de la ciudad no podía dejar de premiar con una estatua a tan heroica meada. Para curiosidad del lector le diré que cerca del Manneken Pis está la Jeanneke Pis, que por desconocimiento no llegamos a ver, pero que es la versión femenina del niño meón. Sin embargo no cuenta con viejas leyendas asociadas, pues es mucho más moderna y yo sospecho que su única misión es divertir a los turistas mientras lleva la paridad de género al mundo de las estatuas meonas.


Manneken Pis meándome encima, fotografía del autor.



Jeanneke Pis, nos quedamos sin admirar su meada infinita, así que la foto la he tomado prestada de: http://imgkid.com/jeanneke-pis.shtml



 Tras contemplar durante un rato la interminable meada del Manneken Pis, alcanzamos al fin la Gran Place.

 La Gran Place no destaca por su tamaño, en ese sentido es modesta, más pequeña que nuestra Plaza Mayor. Lo que realmente la hace famosa son los edificios que la rodean. El lujo y el barroquismo de su decoración excede la capacidad que tengo para describirlo. Miras hacia un lado y ves un edificio de muros oscuros poblados de estatuillas y arcos, en cuya fachada destaca el emblema del país y de la ciudad, un león negro rampante sobre fondo amarillo. Miras hacia otro y no puedes más que admirar su planta decorada de filigranas doradas alternadas con bellas columnas de mármol; o sino directamente uno se rinde ante la torre barroca del ayuntamiento, de color casi blanco, rematada por decoraciones de oro y flanqueada de dos torrecillas más pequeñas, todo ello presidido por la bandera belga. En definitiva, los pequeños detalles en los cuales recrearse mientras uno contempla el lugar son casi infinitos. 


Pablo y el autor en medio de la Gran Place. Fotografía por cortesía de Lucas.


  Como se encarga de recordar una inscripción sobre una placa de bronce, el lugar fue destruido por un bombardeo francés en 1695 en el marco de Guerra de la Liga de Augsburgo (allí ninguna meada pudo salvar a los bruselenses). Tras ello la reconstrucción se llevó a cargo del esfuerzo de distintos gremios, levantando cada uno de ellos su edificio, de modo que hay una casa de los arqueros, otra de los barqueros, otra de los lecheros, otra de los merceros, otra de los cerveceros... etc, cada una de ellas con algún tipo de alegoría a su gremio, por ejemplo la fachada de la casa de los barqueros imita la popa de un barco, y como es de justicia a la de los cerveceros es actualmente un museo dedicado a... ¿qué bebida espumosa? ¡A esa misma! También hay casas dedicadas a otros personajes, como al Rey de España, y casas con historia, como la del Cisne, en la cual se fundó el partido comunista belga (no eligieron un mal emplazamiento, no). En definitiva, todo un conjunto de historia y belleza que ha conseguido que el lugar sea declarado Patrimonio de la Humanidad por cortesía de la UNESCO. Sin embargo la Gran Place no solo esta llena de arte, sino también de humanidad, en el sentido más puramente literal del término. Numerosos turistas como nosotros zumbábamos como abejas de un lado a otro armados con nuestras cámaras de fotos, y otros muchos optaban por tomar algo en las diversas terrazas que prosperaban a la vera de los magníficos edificios.


  Pero el tiempo no nos perdonaba y decidimos seguir explorando. Claro que no se puede patear una ciudad con el estómago vacío, y eso en Bruselas tiene fácil solución: ¡los mejillones! Muchos restaurantes pugnan por ofrecer el mejor y más elaborado plato a base de estos moluscos, pero solo uno de ellos se lleva a todos los demás de calle: el St. Léon (se trata de un icono cultural, esto no es publicidad pues en realidad ya no la necesita). 


St. Léon, fotografía del autor.


 Se trata de una excelente marisquería en donde pueden comerse las mejores perolas de mejillones del planeta Tierra. Te los sirven en bandejas acompañados por patatas y envueltos en crujiente y cremosa besamel, o bien en cacerolas junto con ricos guisos, o como quieras. Aún hoy en día se me hace  la boca agua al recordarlo. Muchos personajes famosos han pasado por el St. León, incluso James Carter (39º presidente estadounidense) zampó bivalvos marinos allí. Había que reconocer eso sí, que el lugar no era precisamente barato, de hecho se saltaba por la torera nuestro plan de austeridad. Sin embargo Lucas, quien menos dificultades económicas tenía de todos nosotros, había decidido invitarnos. Uso el pretérito pluscuamperfecto porque aquel fue uno de los detalles que se acordaron al salir de Madrid: si se pasaba por Bruselas, Lucas, por voluntad propia, se comprometía a invitarnos a mejillones en el St. León. Y por fortuna para el resto de nuestros bolsillos y para la economía del viaje, cumplió con su palabra (aunque le habríamos dejado no hacerlo, pero el hombre se mantuvo firme al respecto). Por su parte Pablo, de modo discreto, se dedicó a robar mantequilla de la mesa con el fin de usarla para freír huevos en algún momento posterior, ya que carecíamos de aceite (más tarde Pablo se auto-nombraría policía moral del viaje y sería implacable en el desempeño del cargo).

 Bien llenas nuestras panzas, proseguimos la exploración encaminándonos al Palacio Real belga, donde por aquellos tiempos reinaba un señor feo y con gafas de pasta que aparecía de perfil en todas las monedas del país (en todas, independientemente de su tamaño, todo un ególatra el tipo... actualmente ha abdicado en favor de su hijo, aunque aún no han conseguido echarle de las caras de las monedas). De camino pasamos al lado de unos maravillosos jardines, donde numerosas flores pugnaban por proclamar el color más estridente y llamativo mientras conformaban enrevesados patrones geométricos. 


Jardines de Bruselas. Fotografía por cortesía de Lucas.


 Cerca de uno de ellos una multitud nos sorpredió congregándose de repente cerca de nosotros y de modo totalmente gratuito comenzó a representar una especie de baile que debía de estar en algún punto entre la danza contemporánea y el break dance. Como nos explicó Lucas, se trataba de una "Flashmob", una congregación de gente convocada a través de mensajes de texto / redes sociales para realizar algún tipo de actividad a cierta hora en cierto lugar, en la mayoría de los casos sin conocer a ninguno de los implicados. Lo cierto es que aquellas personas, todas bastante jóvenes y de aspecto un poco punk-underground, no lo hacían mal, sobre todo teniendo en cuenta que no habían podido ensayar. Pero a pesar de su dedicación debíamos de seguir andando para alcanzar el Palacio Real belga. El callejeo que tuvimos que realizar nos mostró animadas calles, algunas a distintas alturas y comunicadas por escaleras, flanqueadas todas ellas por edificios de mediana altura y corte clásico, ricos en balcones y decoradas fachadas. 


Una plaza cualquiera en el centro de Bruselas. Fotografía cortesía de Lucas.


  Una multitud de atareados ciudadanos iba y venía bulliciosamente por doquier, y en algunas calles una maraña de cables colgaba sobre ellos, indicando el lugar de paso de los trolebuses, uno de los diversos medios de transporte de la ciudad. El francés parecía ser el idioma dominante, aunque el alemán y el flamenco son también idiomas co-oficiales, de hecho el rey tiene la obligación de conocer los tres. Finalmente alcanzamos el Palacio Real belga. Comparado con el Palacio de Oriente de Madrid no es muy grande, pero al menos está bellamente decorado con muros color crema oscuro y cercado de escuetos pero deliciosos jardines así como por farolas de color bronce oxidado (una especie de verde metálico ligeramente azulado) que creaban un bonito contraste. 


Palacio Real Belga. Fotografía del autor.


 

Enfrente del Palacio uno podía perderse en un exuberante parque en el cual no teníamos tiempo de descansar. Tampoco se salvó de nuestra visita la catedral de la ciudad, puramente gótica y con un interior de columnas y techos vertiginosamente altos que desembocaban en un altar barrocamente decorado, todo ello iluminado por la difuminada y nacarada luz que se filtra a través de las vidrieras y que le da ese toque íntimo a la par que majestuoso tan característico de este tipo de edificios. Me llamaron la atención las estatuas de ébano que flanqueaban el pasillo central, y cuyo color oscuro contrastaba con el gris blancuzco de las columnas y los techos, en especial una que representaba al Ángel exterminador dejando caer su ira, espada flamígera en mano, sobre las masas de pecadores. Las llamas de la espada estaban bañadas en oro y brillaban de un modo realmente espectacular, pero lo mejor de todo era contemplar aquella alegoría a la violencia y el fanatismo religioso en medio de un lugar que emanaba tanta paz como aquel (podría perderme en diversas divagaciones históricas y teológicas a partir de aquí, pero entonces perdería a muchos lectores, con lo cual mejor me abstengo).

Catedral de Bruselas. Fotografía del autor.

Interior de la Catedral de Bruselas. Fotografía del autor.



 
Ángel exterminador. No tiene pinta de ir a poner la otra mejilla.
 Movida fotografía del autor.




Cumplimentada nuestra agenda cultural de mínimos (nos dejamos mucho sin ver, como sabrá quien realmente haya visitado Bruselas), yo sacié mi gula con un gofré que a cambio de cuatro euros (demasiados) me saturó totalmente de azúcar, y nos dirigimos hacia el que sería uno de los aprovisionamientos más caros pero también más estratégicos del viaje: Una tienda de Leónidas**, no, de hecho LA tienda de Leónidas, aquella primigenia de la que emanaron todas las demás que hay repartidas por el mundo. Cómo muchos de los lectores no sabrán de qué diablos estoy hablando, diré que "Leónidas" es una de las mejores tiendas de bombones y chocolates del mundo, y para nosotros indiscutiblemente la mejor. El chocolate belga goza de una merecida fama, pero solo allí es trabajado hasta alcanzar la perfección en forma de los mil y un tipos de bombones distintos que lucen deslumbrantes en el mostrador y que pueden lograr que te resbales en el charco de tus propias babas mientras los contemplas. Así que anestesiamos mentalmente muestras carteras y bolsillos y nos dispusimos a aprovisionarnos de aquellos pequeños y pringosos trozos de delicia celestial. Cogimos el número exacto para que no llegaran a echarse a perder pero para que nos duraran unos cuantos días, dejando que la amable dependienta que nos atendió eligiera por nosotros, pues de lo contrario nos hubiera dado la noche decidiendo cuales tenían mejor pinta. La misión de aquellos bombones leónidas sería la de darnos moral en los momentos más bajos que llegarían durante los siguientes días, y como se demostraría lo cierto es que cumplieron plenamente con su misión, así que solo puedo decir que cada euro que gastamos en ellos estuvo bien invertido.









Y así empezó a caer la tarde y nos tocó abandonar Bélgica poniendo rumbo a Alemania. Sin embargo para ello primero debimos de atravesar Holanda. Allí las carreteras mejoraron en calidad (aunque cesó la interminable sucesión de farolas de carretera belgas), más para nuestro horror la gasolina holandesa resultó ser si cabe todavía más cara que la belga. En cuanto al paisaje, apenas experimentó cambios: amplias praderas, verdes colinas, ocasionales bosques y casitas de campo por doquier, con la esporádica aparición de algún elevado y moderno molino de viento de color blanco con llamativas marcas rojas en las aspas, supongo que para ahuyentar a los pájaros. Nuestra incursión en Holanda no se prolongó mucho más, y cuando nos quisimos dar cuenta cruzábamos ya la frontera Alemana.






Llegados a este punto, dos cosas cambiaron. En primer lugar el paisaje que nos rodeaba se vio de repente dominado por espesos e insondables bosques poblados por una ingente masa de elevados y puntiagudos pinos y coníferas, cuyos tonos de sucio y oscuro verde les daban un aspecto serio e incluso sombrío. Hayas, abedules, robles o nogales protagonizaban de vez en cuando una fugaz aparición para dar un poco más de viveza al escenario. Eran bosques a cuya superficie apenas si llegaba la luz del Sol y que prometían conducirte a la más completa desorientación si caminabas unas decenas de metros a través de ellos. Es en lugares así en los cuales se inspiran los cuentos que nos leían nuestros padres de pequeños, y no me hubiera extrañado en absoluto entrever una casita de chocolate en medio del denso tapiz de árboles.






El otro cambio que no nos pasó desapercibido fue el de la desaparición del límite de velocidad. Al poco de cruzar la frontera nos encontramos con la señal de tráfico favorita de todo conductor alemán, aquella en la que aparece anulado el límite máximo de las carreteras alemanas (130 km/h). Apenas pasamos dicha señal la mayor parte de los coches que nos rodeaban (y que no eran precisamente de gama baja) empezaron a acelerar insensatamente, obligándonos a huir al carril de más a la derecha como si fuéramos un animalillo asustado. En contra de la creencia general no todos los tramos de las autopistas alemanas gozan del privilegio de carecer de límite de velocidad, solo cuentan con él aquellas partes que cumplen con las mejores condiciones de seguridad, y en ese sentido los alemanes son tremendamente disciplinados: si aparece un límite, lo respetan a rajatabla. Sin embargo cuando las restricciones de velocidad desaparecen uno puede esperar ver cualquier cosa. A nuestra izquierda pasaban zumbando coches, a cada cual más potente y lujoso, a tales velocidades que casi parecía que estábamos parados cuando en realidad circulábamos a más de 100 km/hora. En un momento determinado Lucas de repente comentó: "no os vais a creer lo que nos va a adelantar" y un par de segundos después una furgoneta parecida a la del Equipo A nos pasó levantándonos las pegatinas. No debía de ir a menos de 200 km/h. Aquello debió de cabrear a Lucas, pues se pasó temerariamente al carril de la izquierda y para nuestro estupor allí pisó furiosamente el acelerador llevando al Mondeo al borde mismo de sus posibilidades, que resultó estar en torno a los 220 km/h. Pablo y yo, que en ese momento tratábamos de jugar una partida de ajedrez en mi tablero magnético de viaje, nos quedamos petrificados mientras nos cruzábamos una mirada de alarma y contemplábamos incrédulos como señales de tráfico, árboles y otros vehículos desfilaban a un ritmo frenético a nuestro alrededor. Por las expresiones de nuestras caras podía deducirse que manteníamos los glúteos prietos y tensos como la piel de un tambor, como así era. Lo cierto es que contemplar la carretera a través de la cual nos desplazábamos a tan loca velocidad era una experiencia hipnótica a la par de aterradora: uno quería dejar de mirar pero no había modo de hacerlo. Por fortuna Lucas tuvo en cuenta la necesidad de poder regresar a España sin tener que cambiar de coche y, decelerando, regresó a la seguridad del carril derecho (el más derecho, pues contábamos en general con una media de entre tres y cuatro carriles). Si aquellas temerarias experiencias resultaban factibles era entre otras cosas porque los conductores alemanes respetan escrupulosamente la distancia de seguridad. Cuando te incorporas a la izquierda el coche que llevas por detrás en ese momento frena automáticamente, manteniéndose a unos 10-20 metros de tu trasero y dándote la oportunidad de adecuar tu velocidad, y sí quiere adelantarte entonces espera pacientemente a que te apartes antes de acelerar como un salvaje y pasar como un cohete por tu izquierda.


De tal guisa no nos costó demasiado tiempo llegar a la ciudad de Bremen, nuestro siguiente check point, donde por desgracia no contábamos con un Formula 1 pero sí con una habitación de albergue a compartir con a saber qué personas. Más eso, gentil lector, mejor lo dejamos para el siguiente capítulo.


Atardece en una carretera alemana cercana a Bremen. Curiosamente esta solo tenía dos carriles. Fotografía del autor.


* Una paradoja de nuestro universo similar a la de la luz de la nevera, que en teoría se apaga al cerrar, pero... ¿cómo estar seguro? De todos modos, quien quiera que probara en directo el funcionamiento del auto-limpiado del baño del Formula 1 tuvo que hacerlo con chanclas, bañador, gafas de nadar y mucho sentido del humor.



** Hablar de la tienda Leónidas no es tampoco hacer publicidad, es hablar de una leyenda, de la Meca de todos los amantes del chocolate. Es más, voy a plantar aquí su logo y todo, ¡ea!








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