E N B U S C A D E L A A U R O R A
Capítulo 4
Objetivo Mierder City
Un grupo de jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual pertrechan el amplio maletero del coche familiar de uno de ellos con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan a la aventura una fría madrugada de primavera.
En la primera jornada de viaje recorren los 1.200 km que los separan de París, en donde llegan ya avanzada la noche y hechos una auténtica pena, sobre todo el heroico conductor. Allí hacen noche en un barato hotel de carretera y al día siguiente salen hacia Bruselas, haciendo un poco de turismo en dicha capital antes de proseguir viaje con el fin de pernoctar en un albergue la ciudad alemana de Bremen.
Día 3: 18/04/2011 (lunes)
Bremen
es una maravillosa ciudad del noroeste de Alemania cuyo casco viejo
ha sido declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco, sin
embargo para nosotros tan solo sería una parada de descanso
nocturno. Nos alojamos en un albergue juvenil cuya recepcionista, una
muchacha de bello rostro y cuerpo generoso en voluptuosas curvas, nos
avisó de la amenaza de robos de coches en la zona (¿donde estaba la
civilizada Alemania?). Ante esta situación, la chica nos comentó que a cambio de unos pocos euros nos daría la llave de un parking
cercano. Intercambiamos miradas de póquer y tácitamente decidimos
que a fin de cuentas realmente no conocíamos aquel lugar y que más nos
valía fiarnos de la atractiva muchacha antes de poner en peligro la
continuidad del viaje. Y dicho y hecho, pagamos un pequeño importe y
nuestra anfitriona nos puso en las manos el juego de llaves del
parking. El "parking" resultó ser una pequeña parcela de
terreno a la cual se podía acceder sin ni siquiera la molestia menor
de saltar una valla. Nuestro único consuelo fue que allí ninguna
grúa podría raptar nuestro coche al no haber manera de que pudiera
caber dentro del recinto y engancharlo (después del robo, las
desconocidas normas de aparcamiento del lugar eran nuestra siguiente
fuente de preocupación). En fin, tras no poder hacer menos que
reírnos de todo aquello, subimos a la habitación de nuestro
albergue. Era grande, limpia y cómoda, decorada de paredes blancas
con frisos de añil y dotada de un pequeño lavabo común. Tenía
además una especie de medio segundo piso con tres camas, con dos
literas en paralelo abajo y otras dos camas en línea contra la
pared, nueve lechos en total. Yo me hice fuerte en la litera de
arriba, sobre Pablo, y Lucas en la parte baja de la litera más
alejada de la puerta. Para nuestra comodidad solo compartíamos el
espacio con tres personas más, un compatriota español, y una pareja
asiática, gentes respetuosamente silenciosas. El español, un chico
joven, como era natural trató de darnos conversación interesándose
por nuestra procedencia y destino. Digo trató porque, tras
una elemental respuesta dada por simple cortesía, fue
indecorosamente ignorado. Luego nos dijimos que no le queríamos
molestar, pero realmente éramos nosotros quienes no queríamos
molestias, y es que a pesar de que estábamos muy cansados, realmente
tengo que admitir que como viajeros somos un poco antisociales
(aunque si en vez de compatriota español hubiéramos hablado de
compatriota española, tal vez nos las hubiéramos apañado para sacar energías mentales
de algún lado).
Tras quitarnos de en medio al español sociable,
lo siguiente era cenar. Atacamos con fiereza nuestras reservas de
sándwiches de viaje y las dejamos en jaque, reservando el mate para
el día siguiente. Yo había cargado desde casa con un tupper repleto
de enormes y densas torrijas preparadas amorosamente por mi
madre para nosotros, pero tales eran sus niveles de azúcar y canela
que tras probar una cada uno Pablo y Lucas decidieron dejar el resto (no menos de media docena de aquellas bombas calóricas) en exclusiva
para mi. Encogiéndome de hombros le dije adiós a mi dieta y tras
comerme un par guardé las restantes para los sucesivos días, pero
no muchos, pues sin poder contar con una nevera debía de dar cuenta
de ellas lo antes posible. Otra cosa no, pero al menos azúcar en
sangre no me iba a faltar en aquel tramo del viaje. Rechazada
cualquier interacción social y bien alimentados, el siguiente punto
en el orden de la noche era ducharnos. Pablo y yo buscamos una ducha
comunal, primero mirando en aquellos lugares lógicos, y tras verlos
ocupados directamente al azar en cualquier otro sitio, y cuando al
final encontramos una libre resultó que en realidad pertenecía a la habitación privada de un orondo y semi-desnudo
alemán que salió a interceptarnos con no muy buena cara y peor
pinta. Pablo le explicó nuestra situación y gracias a sus artes
diplomáticas consiguió que pasáramos de ser intrusos a invitados
circunstanciales, aunque el jocoso “be my guest” del obeso alemán
no me terminó de gustar demasiado. Sin embargo nos pudimos duchar
por turnos, vigilando eso sí nuestra retaguardia en todo momento, y
al fin en paz, alimentados y limpios pudimos pasar a cumplimentar la
última tarea del día: intentar ligarnos a la recepcionista maciza que nos había timado con el parking.
Juntamos el poder de nuestras mentes y nos volcamos de lleno a tratar
de elaborar un plan de ataque (para eso no estábamos cansados).
Apenas diez minutos más tarde habíamos aceptado de antemano nuestro
fracaso y cada uno se abrazaba a su almohada y se atrincheraba entre
sus sábanas intentando caer lo antes posible en brazos de Morfeo. Yo
dirigí una plegaria silenciosa a los dioses nocturnos que
habitualmente pueblan hoteles, albergues y sitios similares,
pidiéndoles que el nivel de ronquidos del lugar estuviera dentro de
unos niveles razonables. En general tales entes sobrenaturales no
suelen atender a este tipo de súplicas, pero aquella noche
decidieron hacer una excepción conmigo y me permitieron dormir en
silencio y a pierna suelta (el truco que debieron de emplear fue
hacer que Pablo, un auténtico ogro cuando duerme, tardara un poco
más de lo habitual en conciliar el sueño).
A la mañana siguiente nos despertamos
pronto y bien descansados. Lucas se duchó evitando coincidir con el
alemán gordo y salimos pitando una vez hubimos recogido todo y
desayunado hasta donde nuestro racionamiento nos permitía (a
aquellas alturas me alimentaba de torrijas más por obligación que
porque realmente las desease, y es que creo que la canela ya empezaba
a crear cortocircuitos entre mis neuronas). Aprovechando la velocidad
de las autopistas alemanas, alcanzamos Hamburgo en un visto y no
visto, aparcando previo pago en un enorme parking elevado de varias
plantas.
Hamburgo es efectivamente el lugar de nacimiento de los
"Hamburg Steak", filetes de carne picada que se
convertirían llegado el S. XX en uno de los platos más consumidos,
primero en EEUU y luego en todo el mundo. En cuando a las
hamburguesas que caminan sobre dos patas, seguían o incluso
superaban el estándar de belleza alemán, que por ser tan distinto
al mediterráneo se nos antojaba más atractivo y atrapaba
ocasionalmente nuestras miradas. En cuanto a la ciudad propiamente
dicha, resultó ser ordenada, no demasiado bulliciosa y bella de un modo
elegante pero no muy espectacular, con un casco histórico lleno de
edificios de fachada clásica ricos en tonos pastel junto con decoradas
cornisas y balcones. Uno de los lugares que captaron nuestra
atención fueron los restos de una iglesia que había sido arrasada
por los bombardeos aliados durante la segunda guerra mundial y que se
había decidido dejar sin reparar como recuerdo y lección de hasta
donde puede llegar la barbarie humana. De lo poco que quedaba en pie
destacaba el campanario, medio destruido pero aún en su sitio
gracias a alguna que otra ayuda por parte de uno o dos andamios
modernos.
Mientras contemplábamos aquella estructura desde el interior a cielo
abierto de lo que un día fuera un resguardado e íntimo lugar de
culto, Pablo me habló de su terrible vértigo. Instantes después
los dos carraspeábamos nerviosos dentro del ascensor de
cristal que el mismo ingeniero que había conseguido mantener en pie
el campanario había instalado en su interior para que los turistas
más aguerridos pudieran subir. Nosotros no éramos para
nada aguerridos, pero mientras Lucas se dedicaba a hacer fotos por
ahí, las puertas del ascensor se cerraron y no había vuelta atrás.
A pesar de que por aquel entonces yo no tenía vértigo, lo cierto es
que no pude evitar asirme fuertemente a la barandilla del ascensor y
rechinar los dientes mientras ascendíamos por dentro de la roída y
elevada estructura, profusamente horadada por los boquetes de los
proyectiles que la habían castigado duramente y a través de los
cuales uno podía ver el perfil de la ciudad quedando cada vez más
abajo. Llegado un momento me encontré deseando fervientemente que
por favor aquel ascensor dejara de subir ya. Casi pareció que íbamos
a salirnos por la cúspide de la torre cuando al fin se paró y yo no
pude evitar un suspiro de alivio. Cuando me giré para mirar a Pablo vi que estaba blanco como la cera, pero heroicamente consiguió salir del
ascensor y acompañarme en la visita por lo que quedaba de la cúspide
del campanario. Desde allí las vistas de la ciudad eran soberbias, y
aprovechamos la oportunidad para ubicar espacialmente los edificios
que querríamos visitar después, principalmente el ayuntamiento y la
catedral. Al este se divisan en la lejanía las grandes grúas del puerto de Hamburgo, situado en la ancha desembocadura
del río Elva.
Panorámica de Hamburgo, puede divisarse el río Elba y el puerto en la lejanía. Fotografía del autor. |
Una gárgola contempla el ayuntamiento de Hamburgo, el edificio de la torre y los tejados verdes. El río Elba discurre en la lejanía. Fotografía del autor. |
Junto a las ventanas uno podía encontrar un montón de
fotos y explicaciones acerca de la intensa destrucción a la cual
los aliados habían sometido a la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943. Durante la "operación Gomorra" se decidió lanzar una serie de bombardeos de castigo contra las principales ciudades alemanas. En Hamburgo las cifras ponen los pelos de punta: 35.000 civiles muertos, entre ellos 5.000 niños. 120.000 heridos. 255.691 edificios destruidos y 902.000 personas dejadas sin hogar... Los libros de historia siempre nos han vendido a los
aliados como los buenos frente a los indiscutiblemente malvados
nazis, sin embargo la venganza a la que sometieron a Alemania hacia
el final de la guerra se aleja bastante lo que uno podría entender
como "el bien". Otro caso terrible que explicaban en lo alto de aquella torre ruinosa era el de la ciudad de Dresde: fue bombardeada con
fósforo y en una sola noche perecieron hasta cuarenta mil civiles,
algunos de ellos cocidos en el agua del río de la ciudad cuando
intentaban refugiarse de las abrasadoras llamas. Todo ello en nombre
de los elevados ideales de la libertad y la democracia. Contemplar
las fotos y las descripciones que aquel lugar nos ofrecía no solo
nos distrajo de pensar en lo lejos que estábamos del suelo, sino que
nos recordó que pocas cosas en el mundo en el que vivimos son
blancas o negras, y que nunca hay que dejar de prevenirse contra los primitivos pero bien enraizados instintos de territorialidad, violencia así como la capacidad para el fanatismo y el autoengaño que aún carga el ser
humano como un pesado equipaje en su peculiar viaje evolutivo.
Estatua del ayuntamiento de Dresde contempla la ciudad, arrasada por el bombardeo aliado.
«Fotothek df ps 0000010 Blick vom Rathausturm» de Deutsche Fotothek. Disponible bajo la licencia CC BY-SA 3.0 de vía Wikimedia Commons - http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Fotothek_df_ps_0000010_Blick_vom_Rathausturm.jpg#/media/File:Fotothek_df_ps_0000010_Blick_vom_Rathausturm.jpg
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Hamburgo tras los bombardeos de la Operación Gomorra. «Hamburg after the 1943 bombing» de Desconocido - picture scanned by en:User:Ian Dunster from The Battle Of Hamburg by Martin Middlebrook - Cassell - 2000 - ISBN 0-304-35345-0. Disponible bajo la licencia Dominio público vía Wikimedia Commons - http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Hamburg_after_the_1943_bombing.jpg#/media/File:Hamburg_after_the_1943_bombing.jpg |
De
regreso a tierra firme, terminamos de explorar las ruinas,
cripta-museo de la guerra incluida, y seguimos hacia el Rathaus, el
espectacular ayuntamiento de la ciudad y que ya habíamos situado
desde nuestra particular atalaya de observación. Por una de esas
absurdas casualidades de la vida, yo ya conocía bien el Rathaus de
Hamburgo desde hacía tiempo, pues una espectacular foto de
calendario del mismo llevaba años (y lleva aún) colgada de la pared
de mi habitación. Me había quedado con dicha foto porque me había
encantado la perspectiva área y crepuscular con la que se había
tomado, y ahora de un modo totalmente inverosímil me había plantado
allí en coche, con lo cual pueden hacerse una idea de la sensación
de irrealidad que se apoderó de mí mientras caminábamos por la
amplia plaza que se extendía en frente del ayuntamiento, y entre
cuyas espaciadas y muy decoradas farolas pululaban de un lado a otro
turistas y ciudadanos casi a partes iguales. El edificio que teníamos
delante destacaba, como yo bien recordaba, por un escarpado tejado de
tejas verdes, en medio del cual se elevaba una torre. En ella, de
menor a mayor altura acaparaban tu atención primero el escudo de la
ciudad, luego un gran reloj elegantemente decorado y finalmente un
puntiagudo tejado compuesto del mismo material verde de las tejas y
engalanado con las estatuas de varios piqueros (soldados medievales
armados con largas picas) así como con tres pináculos, el más alto
de los cuales, en el centro, coronaba el edificio con una bola dorada
y una especie de veleta con forma de estrella de muchas puntas. La
fachada no se quedaba atrás en decoración, cruzada por un balcón
dominado por lujosos ventanales y nuevas estatuas (véase al final la nota única), con una parte
inferior cimentada por
grandes bloques de piedra marrón al estilo de gigantescas fichas
de lego, que
transmitían una curiosa sensación de solidez a todo el resto de la
construcción.
"Rathaus" de Hamburgo. Fotografía del autor. |
Alrededor de la plaza numerosos establecimientos
bullían de vida y en seguida distrajeron nuestra atención,
llevándonos a proseguir el callejeo por el barrio más céntrico y
bullicioso de la ciudad, con un aire a medio camino entre el
renacimiento y la modernidad. La catedral que también habíamos
podido divisar desde las alturas, no la llegamos a encontrar, el
tiempo se nos acababa y debíamos de regresar corriendo al coche para
proseguir nuestro viaje. Esa noche no tendríamos ningún albergue ni
hotel esperándonos, sino que deberíamos de viajar hasta el norte de
Dinamarca con el objetivo de encontrar un camping donde poder
pernoctar y que además estuviera cercano a la ciudad de la cual salía
nuestro Ferry hacia Oslo. Dicha ciudad, un pueblucho más bien, había
sido bautizado por nosotros como "Mierder City" por no
tener absolutamente nada de interés a parte del puerto y estar
además justo en mitad de ningún maldito sitio. Y Mierder City
quedaba aún a algo más de 500 km mientras la tarde empezaba a
echársenos encima, así que nuestras prisas estaban más que
justificadas.
Recorrido de la tercera jornada de viaje, 627 kilómetros en total, repartidos en casi 6 horas. |
Con la mayor celeridad que pudimos,
regresamos a nuestro vehículo y nos pusimos en camino hacia la
frontera de Dinamarca, que cruzamos sin mayores problemas. Contemplar
el letrero anunciando que entrábamos en aquel país fue sin duda una
experiencia extraña; nunca había estado en él, y jamás habría
apostado nada a que si alguna vez lo visitaba sería en coche. En
aquel momento una excitante sensación de aventura se apoderó de mí,
junto con la impresión de que podría despertar en cualquier momento
de aquel sueño extraño. De vuelta a la realidad, con el fin de
alcanzar Mierder City debíamos de cruzar de sur a norte toda la
península de Jutlandia, que constituye la parte continental de
Dinamarca (Copenage, la capital, se haya en medio de una isla justo
al este de la que era nuestra posición en aquel momento). Aquello no
era moco de pavo, la verdad, así que nos dispusimos a echarle
paciencia.
A un kilómetro del cruce de la frontera danesa. La fotografía de la frontera me salió muy movida, así que confórmese el lector con esta. |
La península de Jutlandia recibe su
nombre de la nación de los Jutos, una de las tribus germanas que
habitaban allí antes de decidir invadir Britania (la moderna isla de
Gran Bretaña, por entonces habitada por celtas y romanos) junto con
los Anglos y los Sajones. Paradójicamente hoy tan solo recordamos a
estos dos últimos pueblos, cuyos nombres siguen vivos cada vez que
hablamos de los "anglosajones". De los Anglos además
proviene el término "Angla Terra", la tierra de los
Anglos, de donde deriva la moderna palabra "Inglaterra".
Todo ocurrió, cuenta la leyenda, cuando en el S. VI el papa Gregorio I se
encontró paseando por Roma a un muchacho rubio y con un bello rostro
dominado por dos resplandecientes ojos azules. Cuando el papa
preguntó de donde había salido semejante ángel sus acompañantes
le corrigieron diciéndole "ángel no, anglo", y le
hablaron de la tierra de la cual procedía, que a partir de ese
momento empezó a llamarse la Tierra de los Anglos y a la cual el propio papa envió numerosos misioneros con el fin de ganarla para la cristiandad. Una
bonita historia que probablemente nunca ocurriera y que desde la
perspectiva actual nos huele además un poco a pederastia. Los
Sajones por su parte también perviven en nuestra lengua, como bien
sabe todo el estudiante de inglés que se haya peleado con el
"genitivo sajón", un resto atávico del llamado inglés
antiguo o anglosajón. Los condados de Essex o Sussex en Inglaterra
provienen a su vez de los vocablos "sajones del este" y
"sajones del sur", dos de las regiones en las cuales se
asentaron dichos sajones. Pero... ¿que queda hoy en día de los
Jutos? Al invadir Gran Bretaña ellos establecieron
el Reino de Kent, uno de los famosos 7 Reinos anglosajones en el
periodo conocido como la Heptarquía en plena Alta Edad Media. Entre
los años 590-673 el Reino de Kent alcanzó su apogeo dominando a los
demás reinos, pero luego se derrumbó y los Jutos cayeron en el
olvido, y fuera de los círculos académicos o de las aulas danesas
solo a veces alguien se acuerda de ellos cuando atraviesa la que
fuera su tierra natal.
Historia a
parte, la península de Jutlandia es insultántemente verde e
insufriblemente plana y monótona. Se trata de una sucesión
aparentemente interminable de llanuras y diminutas colinas tapizadas
de fresca hierba a través de las cuales la carretera discurre dando
la sensación de no avanzar hacia ningún lado, repitiéndose una y
otra vez el mismo paisaje como en los video juegos de coches antiguos
en los que no había recursos ni presupuesto para nada más
elaborado. Aquí y allá uno divisaba desparramados grupos de
árboles, algunos molinos de viento siempre con sus franjas rojas en
las hélices, y de propina algún que otro pueblecillo, pero nada
más. De hecho lo único que cambiaba era el cielo, que pronto empezó
a anunciar las últimas etapas del atardecer con los habituales rayos
naranjas del Sol y ese color gris sucio que adquieren las nubes como
preludio al crepúsculo. Por fortuna para ese momento llegábamos al
fin a nuestro destino: las proximidades de Mierder City, cuyo nombre
real, por si el amable lector desea buscarlo, es Frederikswan.
En aquel momento ya estábamos a solo 52 kilómetros de Frederikshavn, es decir, de Mierder City. Fotografía del autor. |
En
aquel momento el GPS de Lucas entró en juego y por medio de lo que a
mi se me antojó magia, nos localizó el camping más cercano. Como
experiencia de anteriores viajes en coche buscando campings, no hay
nada más terrible que escuchar el sonido del GPS declarando con su
insensible voz metálica "ha llegado a su destino" cuando
uno en realidad se encuentra en mitad de un páramo en el que cuentan
que una vez existió un camping. Por fortuna este no fue el caso y el
"ha llegado a su destino" sonó delante de un camping real.
El sitio parecía acogedor, y cuando el dueño nos comentó que
disponía de algunas parcelas libres a un precio que se nos antojó
razonable, no cupimos en si de alivio y alegría. Para terminar de
dibujarnos una sonrisa en la cara, el hombre que nos atendía, un
nórdico fornido de pelo castaño y expresión cándida, nos comentó
que para ser aquella época del año hacía un tiempo magnífico.
Así las cosas aparcamos el coche en la parcela cuya hierba nos
pareció más verde y cuidada y, llenos de energía a pesar del
cansancio, corrimos a montar nuestro campamento. Contábamos con dos
colchones hinchables, y se decidió que Lucas colocaría el suyo en
el amplio maletero extendido de su coche y Pablo y yo el nuestro en
la única tienda de campaña que decidimos desplegar. Todo funcionó
bien y fue muy rápido: nos peleamos con telas y varillas para armar
la tienda de campaña e hinchamos el primer colchón en su interior
gracias a una bomba eléctrica conectada al coche; luego hicimos
lo propio con el segundo colchón en un maletero que habíamos
ampliado abatiendo los asientos de atrás, y finalmente colocamos una
mesa y sillas plegables en medio del campamento en donde poder cenar
cómodamente.
Campamento de campaña, en algún lugar cercano a Mierder City. Que Lucas me perdone por esta imagen. Fotografía del autor. |
Cuando al fin pudimos sentarnos y contemplar nuestra
obra nos sentimos en la mismísima cumbre de la creación, claro que si hubiéramos
tenido la más ligera idea de todo lo que nos aguardaba en las siguiente
veinticuatro horas tal vez hubiéramos torcido el gesto. Aunque mejor no adelantemos acontecimientos. Como decía, todo parecía
perfecto, excepto por un pequeño detalle: éramos la única tienda de
campaña en todo el camping. A nuestro alrededor se extendían
decenas de caravanas desde cuyo confortable y cómodo interior los
daneses de turno nos miraban algo así como con lástima. Más no nos
dejamos intimidar por tales minucias y nos pusimos a cocinar. Para
cuando montamos el camping gas y trajimos una olla llena de agua el
frío había dejado de ser una simple anécdota y empezaba a ponernos
la piel de gallina. La prueba era que el agua en la que teníamos que
calentar nuestra pasta mierder (recuérdese, modo en el que
denominábamos a la pasta deshidratada pre-cocinada) no terminaba de
coger temperatura por mucho que aumentábamos el fuego. Tapar la olla
ayudó y al final, tras casi media hora, tuvimos algo caliente que cenar. En el ínterin habíamos ido colocándonos
diversas prendas de ropa para protegernos de lo que ya era un frío
descarado y penetrante, hasta que agotadas sudaderas, guantes, bragas
y orejeras, ya no nos quedó nada más de lo que pudiéramos echar
mano (la ropa de más abrigo estaba en ese momento inaccesible,
empaquetada y sepultada en lo más profundo de nuestro equipaje). Tal
era la situación que cuando Lucas nos sirvió la pasta mierder en
unos platos de plástico, Pablo y yo nos los acercamos rápidamente a
nuestros cuerpos para que nos dieran calor. Por si el frío no fuera
suficiente, la oscuridad de la noche se presentó de pronto, como un
invitado indeseado, obligándonos a pelearnos para encender el
camping luz con el que por fortuna también contábamos. Justo antes de que todo nuestro perímetro fuera devorado por las sombras, vimos aparecer un conejo. Meó desenfadadamente a unos metros de nosotros y se marchó. Visto ahora, creo que realmente debió de tratarse de algún espíritu del lugar maldiciéndonos por nuestra arrogancia. Para ese
momento la imagen que yo tenía de Pablo, sentado justo en frente
mío, era para no perdérsela. El hombre, un tío que había vivido
varios inviernos en Galicia, llevaba puesta una gruesa sudadera de
lana, unos guantes, una especie de pasamontañas que le rodeaba toda
la cara y unas enormes orejeras de llamativo color rojo, pero aún
así trataba por todos los medios que su cuerpo estuviera todo lo
cerca posible del humeante plato de pasta que iba mermando
alarmantemente a cada golpe de tenedor. Lo cierto es que su cómica
imagen, iluminada débilmente por el camping luz, me hizo reírme
durante un buen rato, gracias a lo cual olvidé por unos minutos el
frío que yo mismo sentía penetrar en mis huesos, sobre todo dado que
mi sudadera era mucho más fina y solo contaba con una triste braga
para protegerme la cabeza.
Cuando acabamos con la cena al fin
terminamos de asimilar el hecho de que realmente íbamos a tener que
pasar el resto de la noche en aquella pesadilla helada. Dejándonos
llevar por esa calmada determinación que le otorga a uno el resignarse a su suerte, recogimos los cacharros y nos dirigimos a nuestros
aposentos. Lucas contaba con la protección del interior del maletero
su coche, donde recordemos descansaba su colchón hinchable, pero
Pablo y yo debíamos de jugárnosla con la tienda de campaña. Yo
tenía todas las esperanzas puestas en mi saco de dormir. Era un saco
de invierno, en teoría preparado para soportar temperaturas de hasta
cero grados, y además me metí en él completamente vestido. En
cambio el saco de Pablo era, según sus propias palabras, de papel
cebolla, así que tendría que depositar toda su fe en su ropa de mejor
abrigo y en sus genes gallegos. Por fortuna contábamos con un
edredón de emergencia, y dado que evidentemente estábamos en una no dudamos ni un segundo en hacernos con él. Estábamos ya los dos
en el interior de la tienda, dentro de nuestros sacos y arropándonos
con el edredón mientras tratábamos de no pensar en lo que nos
esperaba, cuando de repente nuestras miradas se cruzaron. No hizo
falta hablar, los dos nos habíamos leído el pensamiento, así que
Pablo alargó la mano y buscó entre nuestros pertrechos hasta que
logró dar con una botella de ron miel. Primero uno y después otro
pegamos un par de generosos tragos de la botella y tras guardarla y
desearnos suerte nos refugiamos cada uno en nuestro saco tratando a
la vez de hacernos con la mayor parte posible de edredón.
Continuará...
Nota única: Hamburgo fue una de las ciudades principales del Sacro Imperio Romano Germánico, creado por los sucesores de Carlo Magno durante la alta edad media a modo de restauración del viejo Imperio Romano y que de algún modo prosperó en la guerra, la cultura y el comercio, dominando diversos territorios entre los cuales se incluyeron la moderna Alemania, Suiza, regiones de Italia así como de algunos países de centro Europa, hasta que en el S. XIX Napoleón lo conquistó y le puso fin. En el ayuntamiento de Hamburgo lucían las estatuas de todos los emperadores del Sacro Imperio. Hamburgo también fue uno de los núcleos fundamentales de la Liga Hanseática, una lucrativa confederación de comerciantes que amasó inmensas fortunas y mucho poder desde el S.XIII hasta el S. XVII, existiendo nominalmente hasta que Hitler abolió sus últimos vestigios en 1934. De todos modos hablaré más detenidamente de estos temas cuando llegue el momento.
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