E N B U S C A D E L A
A U R O R A
Capítulo 5
Bárbaros y peligrosos españoles
En los capítulos anteriores...
Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual pertrechan el amplio maletero del coche familiar de uno de ellos con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan a la aventura una fría madrugada de primavera.
En la primera jornada de viaje recorren los 1.200 km que los separan de París, donde llegan ya avanzada la noche y hechos una auténtica pena, sobre todo el heroico conductor. Allí hacen noche en un barato hotel de carretera y al día siguiente salen hacia Bruselas, haciendo un poco de turismo en la capital belga antes de proseguir viaje con el fin de pernoctar en un albergue de la ciudad alemana de Bremen. Al día siguiente partirán hacia el norte de Dinamarca, visitando en el camino la ciudad de Hamburgo. Llegados a su destino, un pueblo danés que bautizarán como Miercer City y en donde deberán de coger un ferry para Oslo al día siguiente, optan por instalarse en un camping cercano y pasar la noche al raso. El conductor dormirá en el coche, los otros dos miembros de la expedición en una tienda de campaña...
Día 4: 19/04/2011 (martes)
Fue una noche terrible, espantosa. El frío, un húmedo e
inmisericorde frío, penetró como si nada en la tienda, esquivó
fácilmente el edredón, se metió dentro de nuestros sacos y tras
ignorar nuestra ropa nos atacó sin clemencia. Aún así era tal mi
cansancio que logré dormirme a ratos. Cada vez que me despertaba
descubría aterrado que durante mi sueño la temperatura había
bajado aún más, y me desperté muchas veces, créanme, sobre todo
para intentar cerrarme un poco más la capucha de mi sudadera en la
absurda creencia de que eso podría protegerme. Pablo y yo, mientras luchábamos por el control del edredón, también tuvimos más
que sobrado tiempo de acordarnos del dueño del camping y de muchas
generaciones atrás de su familia, sobre todo cuando le recordábamos
comentar la buena temperatura que hacía allí para la época del año
que era. Paralelamente, según nos contó después, Lucas temblaba de frío tratando de dormirse en el amplio maletero de su coche, que durante la madrugada se había transformado en una especie de cámara criogénica como aquellas en las que hibernan los astronautas en las películas de viajes espaciales. De vuelta a nuestra tienda de campaña, cuando por fin sonó la alarma de uno de nuestros móviles la sola idea de salir y ponernos a recogerlo todo me
pareció ridícula, inconcebible. Y sin embargo eso era justo lo que
debíamos de hacer, así que, tras revolvernos unos minutos contra lo
inevitable, al fin Pablo y yo nos armamos de valor y emergimos al exterior, donde Lucas nos esperaba con la misma cara de circunstancias que supongo que tendríamos nosotros. A
pesar de no ser aún ni las ocho de la mañana hacía ya algún
tiempo que el sol había salido y de hecho había bastante luz, una luz que hacía brillar el suelo y los objetos a nuestro alrededor. Fue
escalofriante descubrir que el motivo de tal brillo era la escarcha
que lo cubría todo, incluso nuestra tienda. En esas condiciones nos
tocó recoger, cosa que hicimos lo más rápidamente posible con el
ánimo de escapar de semejante infierno helado cuanto antes. Una de
nuestras magníficas bolsas de rissoto con setas se había quedado
por descuido a la intemperie, con lo cual se había congelado y
echado a perder. Fue una dura pérdida, pues la
habíamos comprado con intención de reservarla para alguna ocasión
especial. Otro momento duro llegó cuando me tocó ir a fregar la
cacerola con la que habíamos cocinado la noche anterior (que ahora
se me antojaba extraordinariamente lejana) y en cuyo fondo se había
pegado la pasta mierder al hacerse, no habiendo ahora ni
dios que la despegase. Estropajo en mano, restregué y restregué
durante un buen rato la maldita perola del demonio, bendiciendo con
toda mi alma el agua caliente que salía del grifo de los fregaderos comunales del camping, pero maldiciendo
entre dientes a los restos rebeldes de pasta que se negaban a
desprenderse. Transcurridos cosa así de diez minutos me rendí;
durante todo el resto del viaje, cada vez que fuéramos a cocinar,
aquellos restos de pasta (o una especie de negativo suyo) nos
contemplarían desde el fondo de la cacerola recordándonos aquella
maravillosa noche y la aún más magnífica madrugada de frío
glacial. Para rematar la jugada, Pablo y Lucas, que se habían
dado una vuelta por los alrededores, descubrieron que todo el rato
habíamos estado sin saberlo a unos pocos metros del mar, lo cual
explicaba la espantosa y entumecedora humedad que habíamos padecido. Si
en ese momento nos hubiéramos encontrado al dueño del camping creo
que sin mediar palabra le hubiéramos agarrado y arrojado a las aguas.
Una vez
todo fregado y todo recogido pudimos al fin abandonar aquel lugar
maldito y encaminarnos al muelle en el cual deberíamos de coger el
ferry que nos conduciría a Oslo.
Cuando llegamos al lugar, que básicamente consistía en una explanada de asfalto que daba a un no muy sofisticado atracadero junto a algunos edificios de oficinas portuarias y una pasarela de cristal que pasaba por encima, había ya una fila de coches esperando su turno... y más allá nos esperaba un mar de un sucio color gris azulado, casi provocándonos. En aquellos momentos de espera solo la calefacción del coche de Lucas logró levantarnos un poco la moral. También fue Lucas quien se preocupó de obtener de manos de los trabajadores del muelle las necesarias tarjetas de embarque, sin las cuales no nos hubiera servido de nada haber llegado hasta allí.
Cuarta jornada de viaje, casi 400 km de travesía marina desde Mierder City (Frederikshavn) hasta Oslo. |
Cuando llegamos al lugar, que básicamente consistía en una explanada de asfalto que daba a un no muy sofisticado atracadero junto a algunos edificios de oficinas portuarias y una pasarela de cristal que pasaba por encima, había ya una fila de coches esperando su turno... y más allá nos esperaba un mar de un sucio color gris azulado, casi provocándonos. En aquellos momentos de espera solo la calefacción del coche de Lucas logró levantarnos un poco la moral. También fue Lucas quien se preocupó de obtener de manos de los trabajadores del muelle las necesarias tarjetas de embarque, sin las cuales no nos hubiera servido de nada haber llegado hasta allí.
La tarjeta de embarque del coche indicando nuestro destino. Fotografía por cortesía de Lucas. |
Y en
esas estábamos cuando apareció de súbito un gigantesco edificio
flotante, que resultó ser nuestro ferry. Parecía increíble que
una cosa tan enorme pudiera aparecer allí de repente, pero así
era, y tras algunas maniobras en las que levantó un montón de
espuma y sus motores retumbaron con un zumbido grave y poderoso,
finalmente el gigantesco leviatán atracó con su popa encarada hacia
nosotros. Apenas pasaron unos segundos cuando dicha popa se abrió de
golpe con un inesperado estruendo metálico, dejando caer sobre el
muelle una oxidada rampa al modo del puente levadizo de un castillo,
aunque en realidad parecían más las fauces de una titánica bestia
de metal que se disponía a tragarnos. Y así era de hecho, debíamos
de ser engullidos por aquel descomunal monstruo.
Cuando
le llegó el turno Lucas aceleró y se dirigió sin miramientos a la
rampa, subiendo por ella y penetrando en el interior del barco,
interior que en aquel nivel consistía en un alargado parquing en el
cual los distintos coches se iban apelotonando en ordenadas hileras. Una vez aparcado nuestro coche, unos operarios aseguraron sus
ruedas con unos pernos metálicos mientras nosotros nos bajábamos y
pensábamos en lo que teníamos que dejar y llevarnos. En aquel
momento yo, que me moría de hambre, eché mano de mi tuppers de
torrijas y devoré una en el acto, mientras su jugo me resbalaba por
la incipiente barba y los civilizados nórdicos de alrededor me
miraban como si fuera un bárbaro. Reconozco que me sentí un poco
avergonzado por aquel incivilizado comportamiento, aunque sin saberlo
acababa de hacer realizar una acción que se revelaría realmente
importante en un futuro muy próximo. La cuestión es que después de
coger del coche todo lo que juzgamos necesario, subimos por un
ascensor a los niveles superiores del ferry.
Había en
total siete niveles; en primer lugar los inferiores, en donde todos
los coches y camiones se apilaban aprovechando al máximo el espacio como
bloques de un insensato Tetris, luego los intermedios, ocupados por
los camarotes de aquellos acomodados pasajeros que habían podido
pagarlos, y finalmente los dos superiores, que consistían en las
zonas comunes y que fue a donde nos condujo el ascensor. Los así
llamados niveles comunes rezumaban de lujo y ostentación. Paseando
por sus enmoquetados suelos uno tenía la sensación de estar en un hotel de lujo,
y como pudimos comprobar, los precios del bar y del restaurante que nos encontramos estaban claramente a la altura de las
circunstancias. También había un pequeño casino, una sala de
recreativos, cómodos sofás donde tumbarse, así como muchísimas sillas y
mesas donde numerosos nórdicos se sentaban a hablar de sus cosas o a
tomar algún tentenpié. Aquí y allá algunas pantallas de TV daban información
sobre el viaje, y a babor y estribor de cada estancia o pasillo pequeñas ventanas dejaban atisbar un sobrio mar que aún no había terminado de despegarse de los colores turbios y apagados propios de la madrugada. En cuanto
nos hicimos con un tosco mapa mental de aquella zona, subimos a la
borda, que también constaba de dos niveles, el más elevado de los
cuales contaba con varias hileras de bancos donde sentarse a
contemplar el infinito horizonte azul que aún nos aguardaba. Fue más
o menos en aquel momento, después de tan extensa exploración,
cuando nos entró hambre. Debían de ser las diez de
la mañana y nadie excepto yo había desayunado (recuérdese nuestra
apresurada huida del camping del frío infernal). El único problema
era que nos habíamos dejado la comida en el coche. Nos
daba una pereza infinita tener que bajar hasta él, pero
nuestros estómagos rugían y no quedaba otra, así que allá nos
dirigimos. Llegados al ascensor un amable trabajador del ferry nos
interceptó informándonos cordialmente de que acababan de cerrar los
niveles inferiores donde se almacenaban los coches (y en uno de ellos
nuestra comida) y no los volverían a abrir hasta que no llegáramos
a nuestro destino, el puerto de Oslo. Para que el lector se haga una
idea de las caras que se nos quedaron le diré que en ese momento aún
nos faltaban unas ocho horas para llegar a Oslo. Aún sin terminar de
creernos del todo lo que nos estaba pasando, regresamos hasta el
bar-restaurante, en donde comprendimos que con nuestro exiguo
presupuesto nunca podríamos pagar los disparatados precios que allí
pedían por hasta el más insignificante snack. "Antes el canibalismo", comentamos.
Así que
finalmente asumimos nuestra situación y nos resignamos a las
siguientes horas de hambre y pesado cansancio tras la toledana noche
que habíamos pasado. Sentados en uno de los cómodos y lujosos sofás
de la zona común, pudimos al menos afrontar las circunstancias con
humor y reírnos un buen rato al reparar en la ridícula y lamentable
imagen que presentábamos en medio de aquel lugar. Entre el ir y
venir de numerosos grupos de sofisticados nórdicos de clase
media-alta que charlaban distendidamente de sus oportunas
trivialidades de turno mientras sorbían de su humeante taza de café
o mordisqueaban desapasionadamente algún sándwich de prohibitivo
precio, de repente uno hallaba sentados en un impoluto y elegante
sofá a tres españoles de demacrado rostro y barba de varios días,
sucios, vestidos con deslucidas ropas de entretiempo y que
contemplaban con una no muy calurosa mirada todo el derroche de
medios que se desarrollaba a su alrededor. En mi caso recuerdo
perfectamente que era el que más cantaba de los tres, pues llevaba
puesta una sudadera muy vieja que además me quedaba grande
y cuyas mangas habían empezado ya a deshilacharse tras algunos años
de uso.
Las horas a
bordo del Ferry se arrastraron lentamente. Dormitamos en el sofá del
cual nos habíamos apoderado, perdí una partida de ajedrez frente a
Pablo, y finalmente, harto de todo, decidí subir a la borda superior
a contemplar el mar y a leer el libro que tenía entre manos por
entonces: Choque de Reyes, de George R. R. Martin. Lo cierto es que
la saga de Canción de Hielo y Fuego (conocida por el público en
general por el título del primer libro, Juego de Tronos) rebosa de calidad: personajes carismáticos y con empaque que
evolucionan al ritmo de una trama absorbente, todo ello enmarcado en la densa atmósfera de los diferentes lugares y situaciones que son
ricamente descritos hasta lograr envolverte completamente con su magia. Además, los capítulos tienen la longitud justa para llenarte sin cansarte y van saltando entre los numerosos personajes, dejándote siempre en vilo. Si le
hago publicidad de esta descarada manera a George R. R. Martin es porque logró
hacer que mínimo un par de horas de viaje se me pasaban volando
mientras el viento marino incordiaba de vez en cuando intentando pasar las
hojas de mi libro y sacudiéndome el pelo y la ropa. A mi alrededor se
extendida el Mar del Norte que milla náutica a milla náutica íbamos
atravesando y que lucía tranquilo, pachorro, con una rugosa y
fluctuante superficie de moderadas olas que lo engalanaban, sin ningún
afán de llamar la atención, con un uniforme color gris azulado. En
el cielo el sol había tratado de desbaratar en vano a unas
deshilachadas nubes que moderaban su luz como si de un colosal
parasol se tratase, haciendo que estar en el exterior fuera soportable. De vez en cuando levantaba la vista de
las páginas de mi libro y me entretenía en contemplar las tenues
siluetas de la costa que se dibujaba borrosamente en el horizonte,
sin dejar entrever detalles por mucho que uno aguzase la vista,
aunque se podía distinguir algunas islas costeras y el continente.
Si hay algo que me gusta de los viajes en barco es la atemporalidad que se adueña de todo cuando uno se deja llevar por ellos. En el mar no hay prisa ni puede haberla, y los relojes se convierten de repente en objetos vanos y ridículos al lado de su inmensidad. Por ello no sabría decir exactamente en que momento descubrimos que estábamos llegando a nuestro destino y los tres amigos nos congregamos en la cubierta para disfrutar de nuestro paso por el fiordo de Oslo. La costa, hasta hacía poco una vaga promesa en el horizonte, se aproximó simultáneamente por babor y estribor revelando una compleja geografía formada a base de colinas rebosantes de pinos que prácticamente apuraban el terreno hasta coquetear con la orilla del mar. También había zonas abruptas, con rocosos cortados enfrentándose a las aguas. Según nos aproximábamos a la civilización empezaron a hacerse más comunes diversos grupos de casas de madera con puntiagudos tejados y vivos colores, así como otros enormes barcos como el nuestro junto a pequeñas lanchas y embarcaciones pesqueras.
Si hay algo que me gusta de los viajes en barco es la atemporalidad que se adueña de todo cuando uno se deja llevar por ellos. En el mar no hay prisa ni puede haberla, y los relojes se convierten de repente en objetos vanos y ridículos al lado de su inmensidad. Por ello no sabría decir exactamente en que momento descubrimos que estábamos llegando a nuestro destino y los tres amigos nos congregamos en la cubierta para disfrutar de nuestro paso por el fiordo de Oslo. La costa, hasta hacía poco una vaga promesa en el horizonte, se aproximó simultáneamente por babor y estribor revelando una compleja geografía formada a base de colinas rebosantes de pinos que prácticamente apuraban el terreno hasta coquetear con la orilla del mar. También había zonas abruptas, con rocosos cortados enfrentándose a las aguas. Según nos aproximábamos a la civilización empezaron a hacerse más comunes diversos grupos de casas de madera con puntiagudos tejados y vivos colores, así como otros enormes barcos como el nuestro junto a pequeñas lanchas y embarcaciones pesqueras.
La costa del fiordo de Oslo. Fotografía del autor. |
El autor posa para la cámara. Ataques de narcisismo aparte, puede distinguirse la estela del ferry zigzagueando a través del fiordo. |
A la vez que sorteaba el tráfico fluvial nuestro ferry
comenzó a tener que esmerarse por esquivar las numerosas y boscosas
islas que comenzaron a plantarse en nuestro camino. Una de ellas nos
sorprendió al estar ocupada por una fortaleza costera que
antaño debió de proteger a la capital de Noruega de cualquier
ataque por mar. Ahora sus muros y cañones no eran más que una reliquia preservada para los turistas, sin embargo en sus
días de gloria no me hubiera gustado para nada tener que pasar por
allí sin su permiso.
Fortaleza costera en el fiordo de Oslo. Fotografía del autor. |
Primer plano en el cual se aprecian mejor los cañones. Fotografía del autor. |
Siguiendo con nuestra aproximación, en algunos
momentos el barco llegó a pasar tan cerca de la costa que uno no
podía dejar de preguntarse si el capitán no se habría
pasado de la raya con el mueble bar. Casi daban ganas de arrojarse al
mar y alcanzar en unas pocas brazadas las rocas y pinos de la orilla
(lo peor hubiera sido la caía de más de diez metros desde la borda hasta el agua).
Y
finalmente llegamos a Oslo. El reloj debía de pasar ya de las seis y
con una luz cada vez menos intensa la tarde empezaba a insinuar que
su final se hallaba cada vez más cerca.
Apenas tuvimos tiempo de
vislumbrar el acercamiento de nuestro monstruoso barco a un horizonte
de coloreadas casas bajas y estructuras portuarias, pues en cuanto
anunciaron por megafonía que se podía bajar a los coches nos
precipitamos como locos hacia el ascensor. Nuestros estómagos gruñían
furiosos y lo cierto es que tampoco íbamos muy bien de tiempo de cara a
encontrar un lugar donde dormir aquella noche, y más si queríamos
que esta vez contara con un techo. Según llegamos al coche de Lucas yo
devoré en el acto dos torrijas sin importarme ni lo más mínimo lo
que pudiera pensar la gente que pudiera estar mirándome en aquel momento. Mis compañeros hicieron lo propio con todas las
galletas a las que pudieron echar mano y una vez aplacada nuestra
hambre más urgente decidimos unánimemente que era el momento
adecuado de regalarnos una buena ronda de leónidas. Disfrutamos
intensamente de aquellos bombones, yo incluso cerré los ojos como si estuviera experimentando el nirvana para
recrearme a fondo en aquel momento de éxtasis chocolateado.
Recuperada nuestra moral y aprovisionados de azúcar ya podíamos
desembarcar del ferry y efectuar nuestra entrada triunfal en Oslo.
Todos estábamos eufóricos al vernos al fin en tierra firme noruega. Lo que semanas atrás había empezado como una alocada conversación de sobremesa ahora estaba de alguna manera teniendo lugar.
Tras la horrible noche de frío y el agotador viaje ya casi podíamos
empezar a saborear las mieles del éxito; solo nos quedaba localizar
un buen lugar para dormir y lo habríamos conseguido.
Cargados de vitalismo nos dispusimos a salir del puerto y cumplir con el
objetivo final del día. Pero la policía de aduanas tenía otros
planes para nosotros. En el control de acceso un agente
nos paró, claramente alucinado por la visión de un coche con matrícula española cargado a más no poder de cacharros, y nos desvió hacia un siniestro garaje, donde no nos
quedó más remedio que entrar. Allí varios policías nos rodearon y
nos hicieron salir del coche. Nos preguntaron no muy amablemente que santos demonios hacíamos allí, tan lejos de nuestro país y conduciendo un vehículo
cargado hasta los topes de trastos varios. Admito que aquella
era una muy buena pregunta, sin duda, y Lucas trató de responderla
lo mejor que pudo. “Somos turistas y queremos viajar en coche por
todo el país”, dijo. Sin embargo aquella explicación no pareció
convencer a los policías, que tras las palabras de Lucas nos miraron
con aún más suspicacia. Lo primero que nos pidieron fue que
depositáramos nuestros teléfonos móviles y pasaportes encima de
una mesa, de donde no los podríamos recuperar hasta que no hubieran
terminado de registrar nuestro coche y a nosotros mismos.
Naturalmente protestamos por aquel atropello, así que nuestros anfitriones
tuvieron que recordarnos que después de todo no estábamos en la
Unión Europea y que teníamos que someternos a todos los controles
que consideraran oportunos para la seguridad de su país. Estábamos
en manos de aquella gente, comprendimos mientras nos cruzábamos
miradas de resignación. Sin embargo cuando nos impidieron estar
presentes durante el registro del coche, Lucas no pudo evitar poner el
grito en el cielo. Nuestro amigo era y es muy celoso de sus cosas y
no podía simplemente permanecer impasible ante la idea de tener a un
montón de polis poniendo patas arriba su coche y manipulando a su
antojo los objetos guardados en su interior. En realidad a ninguno
nos hacía ninguna gracia aquello, pero llegados ante este punto los
policías ni siquiera se molestaron en discutir con nosotros, era su
país, eran sus reglas y eso era todo, simplemente no teníamos
ninguna otra opción, tan sencillo como eso. Así que agachamos la
cabeza y seguimos a un par de policías hasta un pequeño cuarto con
una sobria mesilla y varias sillas. Nos sentamos y aguardamos a la
espera de los acontecimientos, fueran cuales fueran. Mientras, un
policía grandote y rubio nos ofreció café y para su sorpresa yo
fui el único que acepté. El brebaje que me ofrecieron, oscuro y
humeante como el infierno, no sabía tan mal como me esperaba, o
quizá simplemente se trataba de que necesitaba desesperadamente
aquella dosis de ardiente cafeína. Fueron unos minutos tensos los
que pasamos sentados en aquella sala. Como todos pensábamos prácticamente lo mismo
ante aquella porquería de situación, apenas intercambiamos unas
pocas palabras. Por fortuna o por desgracia, los acontecimientos no nos hicieron esperar mucho más. Otro policía
apareció ante nosotros, éste representando la viva antítesis de los
rasgos nórdicos: pelo rizado negro y tez delgada y oscura dominada
por dos inquisitivos ojos negros. Debía de tener probablemente
origen paquistaní o indio, pero parecía dispuesto a proteger las
fronteras noruegas de gentuza como nosotros al precio que fuera. Con un inglés correcto pero
desapasionado nos comunicó que seríamos interrogados y registrados
por separado, cada uno en distintas habitaciones. Apenas dijo esto se
llevó con él a Pablo y a Lucas. Yo me quedé solo, o eso me hubiera gustado,
pues a los pocos segundos entró de nuevo el robusto policía rubio del café y
me ordenó amablemente que me vaciara los bolsillos en la
mesilla que presidía uno de los lados de la habitación y que justo
se encontraba entre él y yo. Con parsimonia, me palpé los
bolsillos y fui dejando sobre la mesilla mis objetos personales: las
llaves, la cartera, algunos papeles... y en ese instante realicé un
descubrimiento abyecto, atroz. En uno de mis bolsillos portaba una
navaja automática. Mientras sentía su frío tacto recordé
vívidamente como la había cogido al salir de casa pensando
absurdamente en que podría serme útil en alguna excursión por el
campo o en cualquier otra situación similar. Y allí estaba, delante de un
desconfiado policía con una navaja automática en la mano. Con la
mayor calma posible y el mejor inglés del que fui capaz, puse aquel
chisme sobre la mesa y le explique al policía lo que era y que
únicamente lo llevaba como una herramienta, no como un arma.
Tranquilo pero con una mirada decididamente hostil, el enorme noruego me
preguntó cómo pensaba usar exactamente una navaja automática al modo de una herramienta. Tragué saliva y respondí que por ejemplo me era
útil si quería pelar y comerme una manzana, ante lo cual el policía
respondió sarcásticamente que las manzanas en mi país debían de ser
muy peligrosas si necesitaba de aquellos medios para poder hacerles
frente. En aquella situación de mierda yo no hubiera sabido que
decir ni siquiera de haber podido hablar en castellano, así que
permanecí callado. Sobrevino un silencio estruendoso y mientras el
policía me observaba de arriba a abajo... el aire podía
cortarse con un cuchillo, o dado el caso con mi navaja, que estaba más a mano.
Entonces mi nórdico interrogador se levanto y hecho mano a su
cinturón sacando de él... ¡unos alicates! Ante mi cara de estupor los esgrimió delante de mí y me espetó con desprecio “mira, esto es una
herramienta”. Luego cogió mi navaja y añadió con voz dura y
glacial “y ésto es UN ARMA”. Ante aquellas palabras lo único que
acerté a decir fue “pero es que esto... esto es normal en España”.
Así es amigos, con tal de intentar salvar el culo pisoteé sin
pensármelo dos veces la imagen de nuestra flamante nación, pintándola como una tierra de
sucios y desaliñados bárbaros siempre prestos a sacar su navaja
automática para solucionar cualquier problema, desde pelar una
manzana hasta las habituales reyertas con la gente impresentable que puebla nuestras calles. Pero al policía le daba igual
cuales pudieran ser las incivilizadas costumbres de mi
subdesarrollada tierra natal. Se notaba que estaba a sus anchas en
aquella situación, controlándome y humillándome, así que cogió
mi navaja y la colocó sobre una silla justo en la otra punta de la
habitación. Disfrutando con mi extrañada mirada me preguntó “¿sabes porque
he colocado esa navaja ahí?”. “No”, respondí con un hilo de
voz. “Porque no te conozco y no me fío de ti”, fue la
contundente réplica. Claro, era evidente, si la hubiera tenido más cerca podría haberla agarrado de repente y habérsela clavado en un ojo... En ese momento le agradecí a todos los dioses
nórdicos el oportuno regreso del policía indio-paquistaní, quién puso fin a
la tensa situación interesándose por mi. “Si hay un policía malo
entonces debe de haber otro bueno” pensé ingenuamente, pero no,
como pronto iba a descubrir allí solo había un policía malo y otro
peor. Ambos agentes intercambiaron unas cuantas palabras en su
indescifrable idioma y el indio-paquistaní me pidió que le
acompañara a otra habitación, que resultó consistir en el habitual
cuarto de interrogatorios policial, con un par de sillas, una mesa y
ninguna buena pinta. Me senté en una de las sillas y el policía
hizo lo propio en la otra frente a mi. Mientras me observaba noté
como se crujía mentalmente los nudillos; su mirada daba a entender
que no parecía ir a tener ninguna clemencia conmigo, más aún después de enterarse de que había aparecido allí armado. Lo primero que hizo
fue revisarme la cartera. Cuando descubrió el escaso dinero que
tenía encima me preguntó con una mezcla de desprecio y desconfianza
si realmente pretendía vivir en Noruega durante más de una semana únicamente con aquello (solo le faltó añadir “a menos que pretendas
valerte del robo y la mendicidad”, aunque estoy seguro que lo
pensó). Le contesté que uno de mis amigos tenía una tarjeta de
crédito en cuya cuenta habíamos depositado un fondo común, aparte
de un pequeño bolso comunal con dinero en metálico del cual ir
tirando. Aquello pareció convencerle, aunque no por ello dejó de
hurgar en mi cartera hasta encontrar el habitual preservativo de emergencia
que casi todos los chicos llevamos escondido "por si acaso". Debo de
reconocer que me puse rojo como un pimiento morrón mientras aquel
policía indio-paquistaní noruego sujetaba el condón delante de mis
narices. Por fortuna logré recomponerme a tiempo de salvar mi
dignidad soltando un “nunca se sabe, hay que ser optimista”.
Observé atentamente la oscura y asiática cara del hombre y no movió
ni un solo músculo, el tipo debía de ser un magnífico jugador de póquer. Como al parecer aún no me había
humillado lo suficiente, me pidió que me desnudase. Reticente a
cumplir con aquella orden pero sin ninguna otra opción, fui
desprendiéndome poco a poco de mi ropa. Lo primero que me quité
fueron mis botas, y llegados a este punto debo de dedicarles algunas
palabras para que el lector entienda lo que sucedió a continuación.
Se trataba de unas botas negras que mi madre me había comprado poco
antes del viaje en una conocida cadena alemana de supermercados. Los
dos motivos por los cuales las escogió fueron los siguientes:
- Estaban de oferta, y es de sobra conocido que las madres con los productos rebajados son como las urracas con los objetos brillantes, no pueden resistirse a aprehenderlos entre sus garras.
- Mi madre había decidido que mis anteriores botas estaban viejas y no podía consentir que me las llevara de viaje. Y ya sabemos como son las madres con estas cosas, ya puedes tener más dotes dialécticas que Demóstenes y Cicerón juntos que no revocarás por nada del mundo su decisión.
En
resumidas cuentas mi madre prácticamente me había obligado a
llevarme al viaje esas pesadas botas negras que yo ahora me quitaba
delante del policía indio-paquistaní noruego y que reunían las
siguientes características que mi interrogador se apresuró a
descubrir en cuanto me las quitó de las manos y comenzó a
examinarlas detenidamente:
- Eran negras.
- Pesaban más que unas botas convencionales.
- A pesar del punto anterior eran cómodas (no se las probó, pero ese dato se lo proporcioné yo).
- Eran impermeables (también aceptó mi palabra sobre este punto).
- Eran unas botas específicamente diseñadas para realizar trabajos industriales pesados. Con este fin estaban provistas de una suela a base de una goma especial capaz de aislarte en el caso de hallarte en una zona llena de peligrosos aparatos eléctricos (en una pestañita de la suela descubrí que efectivamente se podía leer “antistatisch on resistant", en castellano algo así como "resistente a la electricidad estática"). Además, las botas contaban con punteras reforzadas con acero, supongo que con el fin de que no te lesionases al tropezarte con cualquier trasto o si algún objeto pesado te caía en el pie (en la mirada del policía también leí que de igual manera podías hacerle mucho daño a alguien propinándole una fuerte patada con aquellas punteras metálicas).
Tras
concluir su examen, el indio-paquistaní me preguntó, entre
sorprendido e irritado, porque diablos llevaba unas pesadas (aunque
cómodas e impermeables) botas industriales si en teoría solo estaba de turismo.
Supongo que pretendía que confesase al fin que planeaba un acto
terrorista en su país y que necesitaba esas botas para las tareas
preparatorias del mismo. Sin embargo en su lugar le respondí que
eran un regalo de mi madre y que pensaba que me serían útiles en el
campo. Si el indio-paquistaní se decepciono, desde luego que lo
ocultó muy bien detrás de su cetrina cara de póquer. Mientras
manteníamos esta breve charla yo ya me había quedado en
calzoncillos, y de ahí no estaba dispuesto a pasar bajo ningún
motivo, y mucho menos bajo la torva mirada de aquel hombre. Y sin
embargo mi captor seguía insatisfecho con su examen, así que... sí
amable lector, así es, el muy hijo de mil padres me miró debajo de
mi ropa interior y no, no guardaba droga, ni explosivos, ni nuevas armas blancas bajo ella (a menos que considerase... no, es broma). Llegado a este
punto empecé a preguntarme seriamente que demonios hacía yo allí.
Entiendan los lectores que en realidad soy una persona muy
hogareña, así que mi estado natural en aquel momento habría sido
estar leyendo un buen libro, probablemente de viajes, cómodamente
repantigado en el sillón de mi casa. Pero no, en lugar de ello me hallaba
semi-desnudo en la frontera de un lejano país siendo vejado por un
policía noruego indio-paquistaní de mirada inquietante. Así es la vida a veces, pensé
lacónicamente mientras me ponía de nuevo mi ropa, me calzaba las negras botas industriales y me cercioraba de que mi cartera estaba
entera, condón incluido. Plantado de pie delante de mí, se notaba que el asiático
policía se había quedado con ganas de hacerme un poco más la
puñeta, pero parecía que ya ni siquiera la ley de su país se lo
permitía, así que a su pesar no tuvo mas remedio que dejarme ir.
De vuelta a la sala de antes me encontré con mis amigos, que me
esperaban hablando entre ellos calmadamente. El policía rubio y
grandote apareció de nuevo ante mi, esta vez para devolverme la
navaja. Yo, que la daba por perdida, no pude evitar poner una vez más cara de
sorpresa. Al ver mi expresión, el policía se apresuro a apercibirme de
que si me metía en cualquier lío en su país y encima me pillaban
con aquel artefacto (arma, no una herramienta) encima, no dudase de que terminaría en un
calabozo. Ante tal perspectiva prometí no hacer el mal en su
territorio y por fin nos condujeron de nuevo al coche. Era todo un
espectáculo contemplar todas nuestras pertenencias esparcidas por el
suelo rodeando al vehículo. En un alarde de paciencia y tenacidad
Lucas se puso manos a la obra y, con nuestra ayuda,
pronto todo volvió a estar en su sitio, más o menos. Si el lector
se pregunta si los policías encontraron o no nuestras dos botellas
de ron miel, la respuesta es afirmativa (las habían sacado de la
bolsa en donde estaban), pero según nos informó Lucas, la ley nos
permitía entrar hasta tres litros en aquel país, así que no nos
las pudieron quitar. Finalmente, nos devolvieron nuestros teléfonos
móviles junto con nuestra documentación y nos liberaron.
Cuando
emergimos de nuevo al mundo exterior, el atardecer se hallaba ya en
una fase muy avanzada. Parecía que la noche iba a caer en seguida,
pero en realidad las noches noruegas en aquella época del año ya
empezaban a hacerse de rogar. Llegaría un día en pleno verano en el
cual directamente no llegarían, pero de momento simplemente el atardecer
se lo tomaba con calma. Aún así no había ni un momento que perder, el
tiempo se nos echaba encima y no teníamos reservado ningún sitio en
donde dormir. Nuestra idea era lograr encontrar un “Rorbu”, un
tipo especial de Bungalow que en realidad son antiguas casas de
pescadores rehabilitadas para alojar a los turistas. Suelen no ser
demasiado caros en comparación con un hotel y además tienen el
encanto de estar siempre cerca del mar, en muchas ocasiones
directamente al pie de la orilla. Tal era pues nuestro objetivo, y
Lucas localizó uno de ellos y trazó la ruta hacia él gracias al
poder tecnológico de su teléfono móvil así como de la tarjeta
pre-pago noruega que le proveía de Internet y una relativamente
tarifa barata tarifa de voz que revelaría ser muy útil.
Tras ser liberados por la policía, circulamos velozmente por las autopistas que circunvalaban Oslo. Fotografía del autor cuyo motivo fue el coche amarillo, que parecía de pinypon. |
Mientras
conducíamos en esa dirección, cruzando y circunvalando Oslo,
comentamos nuestras distintas historias durante la detención.
Resultó que a Pablo le habían intentado quitar el papel con el improvisado
croquis en el cual habíamos garabateado toscamente nuestro
plan de viaje. Puesto que no entendía nada de lo que ponía, el
policía que le interrogó debía de haber pensado que bien podían
tratarse de los planes para asesinar a Harald II, su rey, así que
Pablo tuvo que esforzarse en explicarle lo mejor que pudo el viaje
que pretendíamos realizar a lo largo de su país y como ello estaba
reflejado chapuceramente sobre el arrugado papel. La parte buena es
que el policía le creyó, la mala es que desdeñosamente le hizo saber
que con nuestras “ruedas de verano” no íbamos a llegar muy
lejos. Como mucho seríamos capaces de viajar hasta unos 500
kilómetros al norte de Oslo, pero a partir de allí la nieve y el
hielo en la carretera no nos dejarían avanzar mucho más, no con nuestros neumáticos. A raíz de aquello nos enteramos de que
en Noruega existen dos tipos de neumáticos para los vehículos, en
primer lugar los de verano, aquellos que nosotros consideramos como los
únicos posibles, y luego los de invierno, un neumático especial
provisto de tacos que hace un peculiar sonido al rodar sobre el
asfalto, cosa que descubrimos rápidamente, pues la mayoría de los
coches que circulaban a nuestro alrededor iban equipados con ellos. En otras
palabras, el policía había desautorizado con la más calmada
indolencia todo nuestro plan de viaje, que pretendía llegar hasta
los confines del norte de Noruega, concretamente más de 1.000
kilómetros al norte de nuestra actual posición, el doble de lo que
en teoría se suponía que podíamos realmente hacer. Aquel oscuro
augurio era peor que el más vejatorio de los cacheos integrales o el
más desastroso de los registros de equipaje, pero resolvimos que
seguiríamos adelante, siempre hacia el norte tanto como la
carretera y el sentido común nos lo permitieran. Sin embargo en ese momento otro problema
más urgente acaparó nuestra atención: nos habíamos perdido. Según
el GPS del móvil de Lucas, nos movíamos velozmente campo a través,
cruzando mágicamente sobre bosques, campos y colinas a 120
kilómetros por hora. No obstante, la realidad era mucho más
ordinaria: realmente circulábamos por una autopista que habían
construido recientemente y que no figuraba en los mapas del GPS.
Mientras, la tarde seguía cayendo y el ocaso se hallaba poco a poco
cada vez más cerca. A pesar de la noche y del día que habíamos
sufrido, Lucas hizo un último y heroico esfuerzo y consiguió
orientarse en la dirección que se suponía debíamos de seguir hasta
que el GPS pudo encontrarse a si mismo y volver a proporcionarnos
información coherente. Aún así, dudamos de la cordura de nuestro
navegador cuando nos hizo internarnos por una zigzagueante carretera
que cruzaba a través de varias colinas boscosas. En el cielo
deshilachadas nubes empezaban a teñirse de tonos dorados y a través
de los árboles podía vislumbrarse una gran masa de agua a nuestra
izquierda, probablemente una manga del fiordo de Oslo. Era sin duda un momento
bonito, incluso a pesar de la incertidumbre que lo embargaba.
Maravilloso paisaje recorriendo una sinuosa carretera a la vera del fiordo de Oslo, fotografía del autor. |
Cuando uno de nosotros avisó de la aparición
de nieve en uno de los lados de la carretera las palabras
premonitorias del policía resonaron en nuestras cabezas (yo que no
las había escuchado me las imaginé). Pero la cosa no fue más allá de pequeños montones de nieve sucia aquí y allá y al poco el
bosque se aclaró y nos hallamos al fin en nuestro destino. El
fracaso no era una opción y no nos lo
planteábamos. Era muy tarde y ya iba a ser un éxito encontrar abierto
el camping al que llegamos. Con las prisas y el perdernos y el encontrarnos ni siquiera habíamos llamado. Aquello era o todo o
nada. Tiramos los dados de nuestro futuro y fuimos a preguntar a la
caseta de recepción frente a la cual Lucas paró el coche y se dirigió con veloces zancadas. Los dados cayeron, rodaron y... ¡El lugar
estaba abierto y tenían espacio para nosotros! Fue tal la alegría
que sentí que me dieron ganas de salir del coche y ponerme a saltar
y a gritar como poseído por los demonios, cosa que no hice para que
el recepcionista no me mirase como a un tarado y nos rechazase. Tras tomar nuestros datos y darnos un par de indicaciones, el
muchacho de la recepción levantó la barrera y dejó pasar a nuestro
coche al interior del recinto en el cual se hallaban las
reacondicionadas cabañas de pescadores, dispersadas en una amplia y
pedregosa explanada rodeada de bosque y nada más y nada menos que a
la mismísima orilla del fiordo de Oslo. ¡Nuestra suerte al fin cambiaba!
¡Tendríamos un sitio cubierto en el cual refugiarnos, una cocina en
la que guisar, una cama sobre la cual dormir! ¡Y encima en un lugar
de una belleza soberbia! Aquello era demasiado bueno como para
creérselo, pero no, no estábamos alucinando ¡era real!
Maravillosamente real. Una vez que localizamos la que durante los siguientes dos días sería nuestra cabaña, aparcamos el coche a su lado
y por aclamación popular se decidió echar mano de los últimos leónidas que
nos quedaban para celebrarlo. Aquellos leónidas de la victoria me
supieron mejor de lo que nunca me ha sabido ningún otro bombón
desde entonces, no se puede negar que nos los habíamos
ganado. Por dentro la cabaña resultó ser espaciosa y acogedora.
Según entrabas te encontrabas con un amplio salón con mesa y
sofá delante de la imprescindible TV (antigua, de tubo), con algunas
ventanas dando al exterior y una generosa cocina integrada en uno de
sus extremos (curiosamente en todo nuestro viaje no encontramos
ninguna cocina independiente, siempre estaban incluidas en el salón
por evidente economía de espacio). Saliendo del salón un angosto
pasillo conducía primero a un diminuto baño que se abría a la
derecha y después a dos pequeños dormitorios, situados uno enfrente
del otro y que contaban con una litera cada uno. Todo un derroche de
medios enteramente a nuestra disposición. Más no teníamos tiempo
de descansar aún. Tras repartir camas y descargar bultos, pusimos a
secar nuestra tienda de campaña en un tendedero que improvisamos
gracias a un pulpo y dos árboles (le recuerdo al lector que la
tienda había terminado totalmente cubierta de escarcha y en ningún
momento habíamos podido secarla). Más todavía no podíamos reposar
nuestros agotados traseros en el sofá de la cabaña: era nuestro
deber salir a explorar los alrededores antes de que la noche y la
oscuridad cayeran sobre nosotros. Apenas unos pocos pasos nos
condujeron desde la entrada de la cabaña hasta uno de los más
maravillosos espectáculos que jamás haya podido contemplar. El
bosque de altos y puntiagudos pinos que rodeaba a todo el camping se
abría para dejar despejados unos metros de la orilla del fiordo en
la cual habían construido un pequeño embarcadero que contaba con un
no muy extenso espigón a cuyo refugio flotaban algunas plataformas
de madera en las cuales en ese momento solo había atracada una
desvencijada lancha. Justo a la derecha del embarcadero uno podía
sentarse en unas rocas que se hallaban encajonadas entre las aguas
del fiordo, que las lamía y salpicaba con su sosegado oleaje, y el
apretado bosque de pinos que susurraba con el sonido del viento agitando sus ramas. Si uno conseguía ponerse cómodo sin caerse al agua en el
proceso, podía deleitarse dejando volar la mirada a través de las
rizadas aguas del fiordo, pintadas en un serio y oscuro azul que
empezaba a verse salpicado por los brillantes colores de un cielo en
donde un enjambre de nubes parecía haber sido desgarrado
salvajemente y cuyos deshilvanados jirones brillaban en tonos allá
dorados, allá plateados, destacando contra el fondo aún azul
celeste del firmamento e iluminadas por un Sol que se disponía a
ocultarse sin ningún tipo de prisa detrás de las islas boscosas que
dominaban el horizonte, algunas más cercanas, oscuras y definidas,
otras más lejanas, apagadas y difusas. El espectáculo nos absorbió
por completo, y por más fotos que hicimos sabíamos perfectamente
que ninguna imagen en la pantalla de un ordenador nos haría vivir de
nuevo lo que en ese momento sentíamos. Así que resistimos un poco
más las punzadas del hambre y asistimos embelesados a como el Sol se
quitaba al fin de escena, dejando que los grises y malvas empezaran
poco a poco a dominar el cielo.
El embarcadero. Fotografía por cortesía de Lucas. |
Maravillosa puesta de sol en el fiordo de Oslo. Fotografía por cortesía de Lucas |
Si tuviera que elegir solo dos
palabras para describir ese momento escogería “belleza” e
“irrealidad”; una belleza salvaje, desatada, acompañada de una
sensación de irrealidad como si aquel instante fuera tan solo una
exótica burbuja de espacio y tiempo que fuera a pincharse en
cualquier momento. Y se pinchó, concretamente cuando comprendimos
que no podíamos hacer esperar más a nuestros rugientes estómagos y que además las sombras de la noche empezaban a rodearnos de modo
alarmante. De vuelta en la cabaña nos pusimos todos manos a la obra
con el fin de preparar una suculenta cena en el menor tiempo posible.
Nos decantamos por todo un clásico: macarrones con tomate frito y
salchichas. Mientras se hacían los macarrones examinamos el bote de
salchichas que íbamos a abrir. Tenía las letras principales en
árabe, motivo por el cual Pablo las había bautizado como “las
salchichas del moro malvado”, aludiendo a los nocivos efectos que
podían tener en nuestro organismo, sobre todo teniendo en cuenta lo
poco que nos habían costado. Pero había hambre, así que después
de probar una y comprobar que sabían a lo que tenían que saber, se
las echamos alegremente a los macarrones junto con una generosa
ración de tomate frito. Aquella cena, acompañada por un poco de
zumo (no demasiado, pues había que racionarlo), es de las mejores
que he tenido en toda mi vida.
La cena de la victoria. Fotografía del hambriento autor. |
Por si no bastara con un buen plato de
comida caliente, al encender la TV Lucas logró sintonizar un canal
en el que estaban echando un episodio de “Pato-Aventuras”. Estaba
doblado en noruego, pero daba igual, lo bueno de los dibujos
animados es que se entienden sea cual sea el idioma en que los emitan. Además, como no los veía desde que era un crío de repente me
transportaron a una época que ya creía olvidada, reavivando mis
recuerdos de una despreocupada y alegre infancia en la que el mundo
todavía no parecía tan grande ni tan amenazador. Y de este modo me
encontré inesperadamente con la felicidad, con mis macarrones con
tomate y salchichas del moro malvado humeando apetitosamente delante
de mí y un buen episodio de pato-aventuras en la TV. La siguiente
serie que emitieron fue “Alfred J. Kwak”. Si el lector es de mi
quinta seguramente recuerde aquellos dibujos protagonizados por un
pato que había sido adoptado por un topo y que se embarcada en todo
tipo de extravagantes aventuras a lo largo y ancho del mundo. Al ver
aquello el “flahback” que me sacudió fue incluso más fuerte y
todavía más recuerdos de mi más remota infancia, que hasta el
momento habían estado sepultados por el paso del tiempo, quedaron de
repente al descubierto. No pude menos que esbozar una sonrisa mental
de complicidad e indulgencia hacia los recuerdos de mi inocente e
ingenuo “yo” del pasado. Mis compañeros también habían
rememorado sus respectivos momentos felices de la niñez y aquello
nos proporcionó un buen tema de conversación.
Llegado un cierto momento Lucas contempló el reloj con rostro serio, supongo que igual que estará haciendo el lector ahora, y
expresó en voz alta lo que todos ya sabíamos y que la oscuridad del
exterior anunciaba a gritos: era tarde y había que irse ya a dormir
si queríamos aprovechar el día siguiente. Sin embargo hice como que
no me daba por enterado y fui a por la botella de ron miel que
habíamos abierto la noche anterior (noche que ahora se me antojaba
extrañamente lejana). Esta vez podíamos beber de una manera
civilizada, así lleve también un par de vasos y le serví primero a
Pablo y luego a mi mismo tres dedos de aquel delicioso elixir y ni
una gota más; las dos botellas con las que contábamos debían de
durarnos al menos hasta que estuviéramos regresando a España. Debo
de comentar que Lucas es abstemio, lo cual en aquellas circunstancias
era toda una ventaja, la verdad. Con el alma ligeramente caldeada por
el ron, esperé mi turno para ducharme y una vez bien aseado fui a
dormirme a la litera que había escogido. Compartí cuarto con Lucas; Pablo y sus ronquidos de orco fueron puestos en cuarentena. Debo de
reconocer que fue toda una gozada poder dormirme bien arropado y sin
padecer hambre, suciedad y frío.
Continuará...
Continuará...
Mis botas industriales de viaje y mi navaja automática, que aún conservo con cariño. |
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