viernes, 12 de junio de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 7: Visitando Oslo.




E N    B U S C A    D E    L A   
A U R O R A





Capítulo 7



Visitando Oslo.







 En los capítulos anteriores...


 Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan a la aventura una fría madrugada de primavera. 

 Después de pasar por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y Dinamarca en las tres primeras jornadas de viaje, los viajeros atraviesan en ferry un trecho del Mar del Norte para al fin desembarcar en Oslo, donde serán detenidos y duramente interrogados por la policía fronteriza noruega. Una vez liberados, encontrarán alojamiento en una cabaña al pie de un fiordo y al día siguiente se dispondrán a visitar la ciudad. Se empezará por el Palacio Real, momento en el cual el autor abandona temporalmente el relato para lanzarse a una visita por el pasado vikingo de Noruega, antes de volver a poner los pies en el suelo en el presente capítulo.





 Día 5: 20/04/2011 (miércoles)



 Así que allí estábamos, delante del Palacio Real de Oslo, hogar de Harald V, un aristócrata vividor y aficionado a la vela olímpica, nada que ver con sus sangrientos y aventureros antepasados a quienes visitamos en el capítulo anterior. A semejanza del resto de palacios del mundo, estaba custodiado por varios soldados ataviados con sus estrafalarios uniformes de gala. En este caso dichos uniformes eran negros, igual que los extraños sombreros de ala pequeña que llevaban así como los penachos colgantes que los coronaban. Parecía que estaban de luto excepto por las hombreras verde oscuro y los guantes, perneras e insignia del sombrero blancas. En general, dado su aspecto, uno no se hubiera tomado en serio a semejantes personajes si no hubiera sido por los modernos rifles de asalto que portaban. Probablemente estuvieran descargados, pero esa era la típica pregunta cuya respuesta uno no tiene demasiadas ganas de averiguar. En cuando al edificio, solo la presencia de los extraños soldados negros indicaba que pudiera ser un palacio. La fachada era extremadamente poco llamativa, sin absolutamente ningún tipo de decoración y pintada de un insípido color crema claro. En cuanto a la entrada, estaba formada por unos arcos para el primer piso, seguidos en altura por unos capiteles jónicos que abarcaban el segundo y tercer piso hasta terminar en un friso triangular al estilo de los templos griegos. Con todos mis respetos por los noruegos que me puedan estar leyendo, en Madrid hubiera pasado por el edificio de algún ministerio cualquiera. 

Palacio Real, Oslo. Fotografía del autor.
Guardia Real noruego, dispuesto a dejarte como un colador si tratas de darle una colleja a su rey. Fotografía del autor.


 Como no habíamos reservado una audiencia con Harald V y no había mucho más que ver, recorrimos los jardines reales, cuyos árboles aún no se habían siquiera empezado a recuperar del invierno. Pasados los jardines, acometimos el comienzo de nuestra caminata por la calle principal de Oslo, que recorre su centro de oeste a este y que se hallaba plagada de comercios así como de noruegos y noruegas que husmean en ellos o simplemente pasan raudos por la acera sumidos en sus quehaceres cotidianos. El porcentaje de rubios no era tan alto como en un principio habíamos podido suponer, pero con todo se notaba que uno no estaba en un país mediterráneo. Los edificios del centro histórico se caracterizan por esa pulcra y ordenada arquitectura neoclásica de finales del S.XIX y principios del S.XX, profusa en barrocos forjados en los balcones y rebuscadas decoraciones en cornisas y fachadas. Casi todas las casas están pintados de tonos cálidos entre los cuales por algún motivo destaca una especie de amarillo cremoso, algo así "color puré de patatas" (no, describir colores no es lo mío), aunque también se pueden encontrar casi infinitas combinaciones de rojos y marrones, todo ello junto con la necesaria moderación de blancos y grises más convencionales. En cualquier caso la sensación general con la que se queda uno es la de estar en una ciudad colorida, y por que no decirlo, también agradablemente bulliciosa. El porcentaje de banderas noruegas colgando de ventanas y balcones es llamativamente alto; algo así en España habría significado, o bien estar en pleno mundial de fútbol o bien entrando en zona nacional. Entremezclados con las casas más antiguas también hay por supuesto construcciones modernas, que como es habitual abundan en cristal y en formas que tienden a minimizar los detalles, dando los edificios un aspecto más compacto y elegante pero también más frío. Como ya descubriríamos, al este de la calle principal se accede a la zona financiera de la ciudad, con los típicos rascacielos acristalados que se alzan orgullosos dominando a manadas enteras de oficinistas y ejecutivos que pululan atareadamente de un lado a otro, todos obcecados en sus asuntos trivialmente importantes. Aún más hacia el este nos aguardaba la Ópera de Oslo, una estructura que parecía sacada de alguna película de ciencia ficción y que ya me ocuparé en describir más adelante. Pero de momento para nosotros todo eso pertenecía al futuro, pues aún nos hallábamos caminando por animada calle principal, que en un momento determinado nos condujo hasta el Parlamento Noruego. El Parlamento estaba (y está) construido con un estilo graciosamente medieval y pintado de un amarillo más o menos como el de las natillas. El cuerpo principal del edificio lo forma una estructura cilíndrica que de alguna manera recuerda al torreón de un castillo salvo que con ventanas en lugar de aspilleras, y en el centro ondeaba orgullosa la bandera noruega, o lo hubiera hecho si hubiera hecho más aire, pues en verdad colgaba mustia como casi todas las banderas de casi todos los edificios y monumentos públicos del mundo. Dos rampas simétricas conducían cada una desde un lado hasta la entrada del Parlamento, pero teníamos la sospecha de que no nos dejarían pasar dentro alegremente (y tras nuestro último desencuentro con las autoridades no era cuestión de forzar la jugada). Justo delante del edificio, un reducido grupo de manifestantes portaba banderas noruegas y palestinas. No entendíamos los eslóganes de sus pancartas y mucho menos lo que coreaban, pero era evidente que protestaban contra la última agresión militar perpetrada por Israel contra la franja de Gaza, ante la cual los países occidentales habían hecho convenientemente la vista gorda. Y aquí encontramos otra diferencia entre Noruega y España, pues allí un grupo de manifestantes delante del parlamento no habían conseguido que ni un solo policía se dignase a pasarse a ver que tripa se les había roto, en cambio en España a esas alturas hubieran estado interviniendo los "geos" (para los lectores no españoles: GEO; grupo especial de operaciones [policiales]). Visto lo visto, entre que no íbamos a colarnos en la sede del poder legislativo noruego y que la manifestación pro-palestina tristemente no parecía tener mucho futuro, decidimos seguir adelante.


Parlamento de Noruega. Fotografía del autor.
Manifestantes protestan en frente del Parlamento noruego con motivo de los crímenes cometidos por Israel contra Palestina. Fotografía del autor.


 Nuestro siguiente hito fue el museo de historia de Oslo, el “Historisk Museum”. Sería muy sencillo para mí no complicarme la vida y escribir que simplemente entramos en él, vimos tal y cual cosa que nos llamó más o menos la atención y luego seguimos con la visita de la ciudad, pero entonces estaría faltando a mis deberes de narrador en primera persona y estaría omitiendo cual fue MI experiencia personal en el museo. Para contarla, primero debo de meterme en terrenos un poco escatológicos y comentar, así como de pasada, que la mayoría de las veces que salgo de viaje mis intestinos se declaran en huelga y las necesariamente regulares visitas al W.C. se convierten en algo bastante problemático (seguro que habrá algún lector que secretamente se sienta identificado con ello). Para viajes cortos, me aguanto y espero a regresar a la normalidad con la vuelta al hogar, pero este, un viaje de más de 20 días, no era el caso. Frente a este problema, había decidido simplemente abandonarme a la suerte y rezar para que en algún momento mis tripas entrasen en razón. Pero jugármela solo a esa carta no dejaba de inquietarme un poco, así que pocos días antes de partir decidí elaborar un plan B. Dicho plan B se basaba en unas misteriosas hierbas de aún más misterioso origen. Según mi madre, las había adquirido en un herbolario, pero siempre he pensado que en realidad se las vendió alguna bruja servidora de satanás. El caso es que, llegado el momento de recurrir a tales hierbas del averno, su modo de empleo consistía en mascar media cucharadita de las mismas durante un rato, luego tragarse aquello y esperar 12 horas, el tiempo que tardaban en hacer su perverso efecto. La noche anterior a la visita a Oslo que estoy describiendo, consideré que había llegado el momento de echar mano de las hierbas. Sin embargo media cucharada me pareció poco, así que me metí una cucharada entera en la boca, y tras rumiar un rato como una vaca, engullí los maléficos y secos hierbajos tratando de no pensar mucho en lo que estaba haciendo. El caso es que no sabían mal, algo así como una mezcla muy fuerte de hierba buena y tomillo. Por la mañana me levanté normalmente, sin notar nada extraño, y me desenvolví sin problemas en la visita de la ciudad que he estado narrando en las anteriores líneas. Y entonces entramos en el “Historisk Museum”. El museo debía de tener algo maligno en su atmósfera, probablemente una magia vikinga ancestral que desató de golpe el poder demoníaco de las hierbas. A ojos de mis amigos simplemente desaparecí. Cuando volví a reunirme con ellos, había transformado uno de los baños del museo en un lugar de blasfemia y condenación. Yo me imagino que, antes de que los empleados decidieran acordonar el lugar y decretar una zona de exclusión sobre el mismo (lo cual espero y deseo que hicieran), alguien tuvo que pasar después de mí. Es muy improbable que dicha persona me esté leyendo ahora, pero si lo está haciendo... ¡le imploro perdón! En serio, lo siento mucho por haberle hecho pasar por... por eso. El caso es que tras mi terrible e ignominioso acto continué viendo con mis amigos el museo, que dicho sea de paso estaba muy bien. Las plantas de abajo mostraban una curiosa miscelánea de vestigios arqueológicos neolíticos hallados por aquella zona, con puntas de flecha de piedra y hueso, restos de lanzas, primitiva alfarería, etc. Incluso habían reconstruido una especie de iglú que hizo que Pablo, con la experiencia del camping danés aún fresca en la memoria, soltase un “tenían pelotas los Inuit, desde luego”. A partir de allí los expositores iban viajando hacia la edad del hierro y hacia toda una panoplia de diferentes tesoros arqueológicos vikingos, tales como decorados escudos, cascos, hachas, espadas y otras herramientas de hacer o evitar daño. También había restos y maquetas de drakkars, los famosos barcos de guerra vikingos. Viendo las pequeñas reconstrucciones de los drakkars, con sus mástiles en forma de cabezas de dragón, sus bordas pobladas de remos y guarnecidas de escudos y sus velas a base de franjas rojas y blancas, costaba imaginar el pavor que dichas embarcaciones debieron de causar en los europeos medievales que las vieran aparecer de repente en el horizonte como presagio de fuego, muerte y destrucción. En las plantas de arriba el museo decidía ir un poco más por libre e incluía varias exposiciones sobre Asia. Solo recuerdo algunos flashes, como una decorada y reluciente armadura samurai o una estatua dorada de buda con una esvástica tallada en el pecho (como el lector sabrá, la esvástica, junto con la sauvástica, su opuesto, es un símbolo muy común en muchas culturas de la antigüedad, pero para una mente moderna no deja de sorprender encontrarla en contextos distintos de aquellos en los cuales todos pensamos). También recuerdo muy bien que, fuera lo que fuera lo que estuviera viendo en cada momento, siempre tenía contados los pasos que me separaban del W.C. más cercano. Creo que los visité y mancillé todos. Incluso en alguna ocasión fingí quedarme mirando detenidamente alguna vitrina cuando en realidad lo que ocurría es que me hallaba bajo el azote de un terrible retortijón que requería de toda mi fuerza y concentración para ser reprimido y no me permitía mover ni un solo músculo. Que hubiera sido de mí si todo aquello me hubiera pasado en medio de las calles de Oslo es algo en lo que evito pensar, pero siempre estaré agradecido al “Historisk Museum” por distraerme con sus exposiciones y soportar las consecuencias de las hierbas infernales.

 Emergiendo de nuevo al soleado exterior (y agotados al fin los efectos de las hierbas), nos dirigimos al que quizá sea el museo de arte más famoso de Noruega, el Museo Munch. Allí Pablo esperaba con ansia encontrarse entre otras cosas frente a frente con el “El Grito”, el famoso y perturbador cuadro del pintor noruego que da nombre al museo, Edvard Munch. 


El Grito, de Edvard Munch. Más o menos esa es la cara que puso Pablo cuando se enteró que el museo estaba cerrado y no podría verlo.
 Fuente: http://pendientedemigracion.ucm.es/info/echi1/imagen/pint/gritomunch.htm


  Hubiera sido un gran momento del viaje, sino fuera porque el museo estaba cerrado por reformas. Piénsenlo; ser un amante del arte, recorrer un par de miles de kilómetros en coche, tener una oportunidad probablemente irrepetible de visitar una de las obras de arte más famosas del mundo y que además siempre has querido ver, y que precisamente esos días el museo este cerrado por reformas... por la cara que puso Pablo parecía que de un momento a otro se iba a transformar en el Increíble Hulk y a entrar a la fuerza en el museo, derribando puertas, muros y guardas jurados a su paso. Pero no, en lugar de eso Pablo suspiró, compuso su mejor sonrisa de resignación y decidió hacer lo único que en realidad podía hacer: fastidiarse y seguir visitando la ciudad.



Una plaza cualquiera en Oslo. Invito al lector a encontrar en la foto una famosa empresa española. 
Fotografía del autor.


 Nuestra siguiente parada fue la Ópera de Oslo (Operahuset, Opera House en inglés), que se alzaba en el puerto, justo a la orilla del agua. Lo cierto es que, como la mayoría de los edificios modernos de ópera del mundo, parecía de todo menos un edificio de ópera. En realidad se asemejaba a una especie de laboratorio-fortaleza futurista, por decir algo. Invito al lector a que juzgue por si mismo observando su imagen, pero aún así, fotografías a parte, se lo describiré tal y como es mi deber: se trata de un enorme edificio de cristal azul con forma de caja que parece haber sido encajado en una gran rampa blanca que nace casi a ras de la sucia agua portuaria y se eleva hasta cubrir la parte posterior de la construcción permitiendo acceder y pasear por su azotea. Ambos flancos de la rampa también lo forman ventanales de cristal azul, y se apoyan igualmente en sendas rampas, mucho menos pronunciadas y que se extienden hacia los lados. Visto con imaginación, parece el cuartel general de una malvada y poderosa corporación que planea la conquista del mundo usando algún tipo de terrible armamento de alta tecnología (probablemente robots ninja). 

 Efectivamente, más vale una imagen que las 110 palabras que he invertido en describir este edificio: la Ópera de Oslo. Fotografía del autor.


 Como era nuestra obligación, subimos por una de las rampas, cuya superficie blanca reflejaba dolorosamente la luz del sol casi como si fuese nieve. Una vez arriba, contemplamos un rato el maremágnum de tejados de la ciudad de Oslo, igual de variopinto y azaroso que en todas las ciudades del mundo. Desde allí se divisa buena parte de la capital y del fiordo al sur, diferenciándose claramente las zonas nuevas del este, en donde bosques de grúas trabajaban por crear nuevos colosos de cristal así como la parte vieja del oeste con su arquitectura tradicional. A las afueras las casitas bajas y coloreadas de las zonas residenciales se extendían indefinidamente a través de las boscosas colinas que rodean a la ciudad. Cumplido con el ritual se subir a un sitio alto y admirar las vistas, descendimos por la otra rampa y seguimos explorando la ciudad.


Pablo y Lucas (respectivamente) descienden por una de las dolorosamente blancas rampas de la Ópera de Oslo. 
Fotografía del autor. 


 En todo momento Pablo intentaba bromear y darnos conversación, pero dada su turbia mirada se notaba que en su fuero interno seguía deseando cometer un crimen contra el arte y prenderle fuego al Museo de Munch. Además, las punzadas del hambre empezaban a hacernos mella (recuérdese que nos habíamos olvidado cargar con comida), pero por consenso se decidió que Oslo era después de todo una ciudad muy cara y que nos esperaríamos hasta reencontrarnos con nuestras provisiones por la noche.


Ni idea de qué es esta cosa, pero estaba en medio del puerto de Oslo. Tal vez simplemente cayó del espacio y por miedo decidieron dejarla ahí y no tocarla. Fotografía del autor.


 El siguiente destino fue menos pos-moderno y mucho más interesante: la Fortaleza de Akershus. Ubicada estratégicamente al pie del fiordo, empezó siendo un castillo medieval propiedad del rey, pero en el siglo XVII fue remodelada al estilo renacentista y rodeada de fosos, murallas, bastiones y poderosos cañones. La fortaleza, pese a haber sido atacada varias veces en su historia por rebeldes noruegos, suecos y daneses consecutivamente, nunca llegó a ser conquistada. Aún sigue en pie, y es la sede del ministerio noruego de Defensa así como del de Medio Ambiente, acogiendo también varios museos. Lo cierto es que si el lector está pensando en una fortaleza renacentista, este edificio cumple con sus expectativas: inclinados tejados de pizarra negra, sólidos muros de color ocre poblados de pequeñas ventanas, un sistema de grises murallas levantadas a base de grandes y pesados bloques de piedra, torreones circulares terminados en puntiagudos pináculos color verde... ¡Y por supuesto un montón de cañones! Apoyados sobre enormes ruedas de madera pintadas de naranja y oxidados en tonos verdosos (serían supongo de bronce), uno podía ponerse a su lado simulando ser un habilidoso artillero volcado en la defensa de su ciudad. 


Fortaleza de Arkesus. Fuente: http://www.elmundoatuspies.es/2011/08/en-la-tierra-de-los-vikingos-ii.html


Uno de los guardias reales patrulla el puente con su rifle de asalto al hombro, listo para repeler cualquier amenaza. Fotografía del autor.


El autor no pudo resistirse a hacerse la típica foto con uno de los cañones.


 El reloj, y sobre todo los comentarios de mis amigos, me devolvieron al presente y también a la realidad, así que dejé el renacimiento y los asedios imaginarios y me apresuré a seguirlos para terminar con la exploración de la ciudad, pues el sol empezaba ya a caer hacia el horizonte.

 Nuestro último objetivo del día era el Parque Vigeland, hogar de lo bizarro. De camino atravesamos una zona bastante pudiente, algo así como el equivalente al barrio de Salamanca en Madrid pero en Oslo y con edificios un poco más bajos aunque no menos ostentosos. 


Barrio "de gente bien" en Oslo. La farola colgando del cable es todo un detalle. Fotografía del autor.


 Al pasar cerca de una frutería estuve a punto de birlar una manzana escasamente vigilada que relucía deliciosa en uno de sus tenderetes, pero Pablo, auto-constituido en policía moral del viaje, me lo impidió, así que a regañadientes tuve que reprimir el hambre unas cuantas horas más (el precio de la fruta ni nos molestamos en mirarlo). Y así llegamos al Parque Vigeland, hogar de lo bizarro.

 El Parque Vigeland, hogar de lo bizarro, se halla ubicado dentro de otro parque más grande, el Frogner, el cual constituye el pulmón verde de Oslo y que situado más o menos en un punto céntrico de la ciudad sería el equivalente a Central Park en Nueva York o El Retiro en Madrid. Lo cierto es que el Vigeland podría haber sido un parque normal, con sus árboles, sus bancos y sus praderitas de cesped para tumbarse. Pero alguien del ayuntamiento decidió que no fuera así y le encargó a cierto escultor llamado Adolf Gustav Vigeland (sí, de hay el nombre) que hiciera algo para transformar el lugar en un sitio como mínimo inquietante por el día y directamente espeluznante por la noche. Entre 1907 y 1942 nuestro escultor fue llenando el parque con estatuas a tamaño real de una especie de seres humanoides que benevolamente podríamos identificar como personas. Solo en el puente que cruza un pequeño lago y llega a la parte central del parque ya hay 57 esculturas de bronce representando a "personas" en diversas actitudes y posturas, cada una más perturbadora que la anterior. Podemos encontrar a un hombre que le retuerce el brazo a otro con una mano mientras que con la otra amenaza con pegarle un puñetazo en la cabeza. Otro tipo parece que le ha hecho una llave de yudo a su rival y se dispone a arrojarlo violentamente contra el suelo. Una mujer corre tirándose de los pelos. Una madre abraza a un niño que se tapa los ojos. Otros dos niños corren uno al lado del otro con los brazos levantados y expresiones aterradoras en el rostro. Hay parejas que se abrazan, pero otras han tenido menos suerte y se contorsionan horriblemene en el interior de una "O" gigante. Otras figuras, con los brazos caídos, simplemente miran inexpresivamente al suelo o a la nada. Todas las estatuas están por supuesto desnudas. Mi favorita, toda una oda a lo grotesco, es un hombre que esta siendo atacado por niños pequeños, entendemos que caníbales dada la actitud del sujeto en cuestión, que trata de desembarazarse de ellos por todos los medios posibles, sacudiendo la pierna derecha y los dos brazos en el aire, en los cuales se hallan como "adheridos" un total de cuatro niños (uno debajo del pie, dos en el brazo derecho y uno en el izquierdo). Todo parece indicar que, de cobrar vida el bronce, el hombre sería devorado por los abyectos niños, hambrientos de carne humana (al menos podría aplastar al que tiene pegado bajo el pie, pero los otros acabarían sin duda con él). Al parecer la escultura más famosa de todas se llama "La Rabieta". Esta es una de las pocas que podríamos entender como mas o menos normales, pero no por ello menos desagradable, pues como su nombre indica representa a un niño en plena rabieta, con cara de querer sembrar el fuego y la destrucción entre sus enemigos. Cruzamos el puente flanqueados por todo ese espanto y nos dirigimos hacia el centro del parque, donde en lo alto de una loma se elevaba un monolito o columnata de piedra blanca. O al menos eso era lo que nosotros nos pensábamos, pues al acercarnos pudimos comprobar que en realidad se trataba de un enorme apilamiento de seres humanos esculpidos en piedra. 17 metros de altura, 121 figuras humanas desnudas y amontonadas. Debo de reconocer que si bien me había tomado a las extravagantes estatuas de bronce con humor, aquello directamente me puso mal cuerpo. Me recordaba a las infames imágenes de los campos de concentración nazis, con aquellas horribles montoneras de cuerpos apilados como si fueran despojos. De camino al monolito atroz, aún nos quedaban más esculturas que ver. Las primeras, rodeando una fuente, eran de bronce como las del puente y representaban árboles con personas entre sus ramas. De uno de los árboles pendían críos pequeños como si fueran frutos; estaban adheridos a las ramas del mismo modo que los otros de antes se adherían a los brazos y piernas de su víctima... acabábamos de descubrir como se reproducían los niños caníbales (al menos en la perturbada mente del artista, ya que por fortuna semejantes monstruos no existen en el mundo real; ya nos basta con lo que tenemos en verdad). Flanqueando el impactante monolito había otros grupos de humanoides entrelazados, esculpidos igualmente en piedra blanca. Algunos, en clara actitud sodomita, relajaban un poco el cargado ambiente con una chispa de desenfado lujurioso. Detrás del monolito y también elevada en una pequeña loma, se alzaba el último conjunto escultórico, la rueda de la vida. De todo lo visto, podría decir que fue la que menos me desagradó, pues representaba a 5 personas entrelazadas formando una rueda. Podía entenderse como una especie de ejemplo de colaboración entre varias figuras humanas, con el objeto de unir sus destinos y "rodar" en alguna dirección. En cualquier caso a mi juicio las estatuas, lejos de realzar la vitalidad de la humanidad, parecían cosificar el cuerpo humano. Las figuras se asemejaban a fichas tiradas por ahí sin orden ni concierto, piezas sueltas de engranajes, objetos despersonalizados y fríos, eso cuando no eran activamente grotescos. Incluso cuando mostraban una actitud más humana, esta parecía aleatoria y descontextualizada. Por su puesto es muy posible que el lector, en el caso de pasear alguna vez por el parque o ver las fotografías de las estatuas, tenga otra opinión y extraiga otras sensaciones, quizá positivas. Desde luego que no hay nada tan subjetivo como el arte. Las reacciones de mis dos compañeros no fueron tan enconadas como la mía, Pablo pareció sentir una cierta dosis de interés y admiración por aquello, mientras que Lucas se limitó a expresar en reiteradas ocasiones su más pura perplejidad. 

 A continuación le dejo al lector un breve recorrido por algunas de las esculturas más asombrosas del Parque Vigeland. Solo mire y disfrute.




 Parece que ambos personajes han tenido un ligero desencuentro y han decidido resolverlo como seres humanos: con violencia. 



                         
                En esta ocasión el desencuentro ha ido un poco más lejos.
Fuente: 
http://arquitecturadegaudi.blogspot.com.es/2011_12_01_archive.html




No sé qué es más aterrador, si la cara de los muchachos o pensar en aquello de lo que huyen. Tal vez de los niños caníbales que crecen de los árboles.


Esta mujer, visto el panorama, ha caído de lleno en el delirio.


El infortunado hombre lucha con desesperación contra los niños caníbales. Imagen de origen incierto.


El autor posa para la cámara, indolente ante la cruel y desesperada lucha.

"La rabieta". Probablemente el niño (casi con seguridad también caníbal como sus congéneres) este tramando su sanguinaria venganza.
Fuente: 
https://oskita.wordpress.com/author/oskita/page/15/ 


Los niños caníbales parecen criarse en los árboles.
Fuente: 
http://pilarlainphoto.blogspot.com.es/2011/09/parque-vigeland.html





Parque Vigeland, si se fijan a la derecha podrán ver un apilamiento de niños caníbales, lo cual nos muestra que estos seres son gregarios. El apilamiento de la izquierda parecen ser los despojos de las víctimas cuyo sabor no les gustó. Fotografía del autor.




 En verdad los niños del Parque Vigeland son criaturas malvadas, no solo crecen antinaturalmente de los árboles e intentan devorar a los adultos, sino que también los sojuzgan. Estos dos críos han llevado un paso más lejos aquello de subirse a la chepa de su madre, convertida ahora en un animal de tiro.Fuente: http://carmenescallon.blogspot.com.es/2013_01_01_archive.html


Vale la pena prestar atención a la expresión de pura maldad del niño. Al fondo parecemos asistir a otra escena caníbal.
Fuente: http://www.tour-smart.co.uk/destinations/norway/norway/




Un vampiro muerde despiadadamente el cuello de su víctima.
 Fotografía del autor.



Lucas observa con interés el acto de sodomía. Fotografía del autor. 


Apilamiento de cuerpos humanos. Fotografía del autor.




Pablo y Lucas (respectivamente) descansan bajo el apilamiento.
 Fotografía del autor.



"Rueda de la vida". Parece que no había un sitio mejor donde colocar la papelera. Fotografía del autor.




 Y así paseamos, entre desconcertados, interesados y aberrados, a través de las esculturas del Parque Vigeland mientras la tarde iba declinando calmadamente sobre Oslo. La verdad es que me tendrían que pagar mucho dinero por pasar una noche en aquel lugar, solo imaginarme la visión de aquella legión de figuras acechando en la oscuridad me pone los pelos de punta. Regresando a la ciudad nos encontramos a un grupo de adolescentes noruegos haraganeando en la hierba y escuchando música pachanguera noruega de un radiocasete. Todos vestían el mismo uniforme, una especie de mono con los colores de la bandera noruega: blanco, rojo y azul. Supusimos que era el uniforme de su instituto, aunque era ya tarde y por lo tanto un poco raro que no se hubiesen pasado antes por casa para cambiarse y ponerse ropa más normal. Pero estábamos demasiado cansados y teníamos demasiada hambre como para pensar demasiado en aquello, así que seguimos caminando y nos dirigimos al fin de vuelta hacia el coche, que por aquellos momentos se me antojaba infinitamente lejano (el misterio de los uniformes debería de esperar a otro momento para quedar revelado). Tras una pequeña caminata logramos llegar al vehículo y Lucas nos condujo de nuevo hacia nuestra querida cabaña, en donde nos esperaba la promesa de un merecido descanso y una copiosa cena. De nuevo atravesamos los ya familiares tupidos bosques y colinas, esta vez con la confortable seguridad de dirigirnos a un destino cierto. 


Vuelta "al hogar". Fotografía del autor.


  Tras una ansiosa merienda (el hambre había apretado durante todo el día) en la que terminamos con los últimos leónidas, nos dirigimos tal y como habíamos hecho la tarde anterior a la orilla del fiordo. Era nuestro último atardecer allí y no queríamos desperdiciarlo. Poco a poco las distintas bandas de nubes que se apelotonaban en el cielo fueron tiñéndose de tonos cada vez más rojizos hasta terminar brillando en un impactante tono sanguinolento que bañó toda la escena, dándole el aspecto de pertenecer más a un extraño sueño que a la realidad. Por unos momentos nadie habló, supongo que todos eramos conscientes de lo irrepetible de aquel instante y no queríamos contaminarlo con irrelevantes palabras. "Supongo que con esto puedo dar por amortizada mi existencia", recuerdo que pensé. Luego, como turistas que éramos, nos apresuramos a echar mano de nuestras cámaras de fotos / móviles y a inmortalizarnos junto a aquel espectáculo antes de que desapareciera. A fin de cuentas en el mundo moderno si no hay foto nunca ha existido. 


Atardecer rojo en el fiordo de Oslo. Fotografía del autor.


 Tuvimos escaso tiempo para tratar de capturar aquel momento, pues pronto los rojos se tornaron en apagados malvas y una incipiente oscuridad empezó a desdibujar los contornos del espacio que nos rodeaba. 


Isla en medio del fiordo de Oslo, al parecer habitada, me pregunto por quién. Fotografía del autor.


 Era claramente el momento de salir de escena y volver a refugiarnos entre los bastidores. Una vez de nuevo en el cálido y confortable interior de la cabaña volvimos a repetir nuestra combinación de cena más Pato-Aventuras. En esta ocasión tocó una generosa ración de pasta con albóndigas que devoramos como si no hubiera mañana, enganchados por supuesto a los dibujos animados en noruego. Tras ello Pablo y yo nos servimos medio vaso de ron miel y junto con Lucas afrontamos una dificil cuestión: a raíz de los últimos acontecimientos habíamos descubierto que la planificación económica del viaje estaba comenzado a hacer aguas. Para entender porqué, debemos de regresar a aquellas reuniones que habíamos realizado de Madrid en el calor y confort de nuestros hogares mientras devorábamos comida china. Allí se había decidido que a la hora de alojarnos en Noruega alternaríamos noches de tienda de campaña con noches en bungalows / casetas, en función de la latitud a la que estuviéramos, del clima y de nuestro cansancio. Incluso se había llegado a pensar en acampar directamente en medio del campo con el fin de reducir el coste a cero. Ahora en Noruega, golpeados directamente por la realidad, nos dábamos cuenta de lo ridículas que resultaban tales ideas. Nuestra experiencia en el camping danés de Mierder City casi acaba con nosotros, con lo cual dormir en tienda de campaña todavía más al norte equivalía directamente al suicidio. Así las cosas debíamos de asumir que no nos quedaba más remedio que rascarnos los bolsillos y pernoctar siempre bajo techo, algo que hacía que nuestro presupuesto se tambalease y desplomase. Solo aquellas dos noches nos habían costado un total de 1.600 Noks, es decir, unos 200 €. A ese ritmo nos arruinaríamos apenas alcanzáramos el ecuador de nuestro viaje. Para agravar las cosas, el precio de la gasolina noruega había resultado superar nuestras peores expectativas, alcanzando de media los 14,3 Noks el litro (1,8 €/l). Había que hacer algo si no queríamos tener que darnos la vuelta antes de tiempo (siempre y cuando las carreteras fueran transitables en el norte, recordemos que ese problema aún estaba pendiente). A modo de solución, aquella noche aprobamos las dos siguientes medidas:

  •  1) Realizar una aportación virtual de 200 € extras cada uno, pensando en que podríamos cubrir agujeros con esos 800 € de refuerzo (incluimos a Marcos en ello). Esos 200 € los cargaríamos a la cuenta de Lucas (que tenía liquidez para ello) y le serían devueltos una vez estuviéramos de vuelta en España.


  •  2) Ser miserables allí donde las condiciones lo permitieran. Por ejemplo, se acababa el dormir en lujosos bungalows de 800 Noks la noche, a partir de ese momento debíamos de apañarnos con alojamientos mucho más baratos, aunque se tratase de miserables casetas en el interior de las cuales apenas tuviéramos espacio para movernos. Mientras dispusiéramos de techo, podíamos irnos apañando.





 Cuando por fin pudimos zanjar el asunto, un vistazo a nuestros relojes nos descubrió que una noche más se nos había hecho muy tarde, así que nos apresuramos a dormir, y en el caso de Pablo y mío también a ducharnos (he aquí un ejemplo de una gran cuestión que tradicionalmente ha dividido a la humanidad en dos corrientes de pensamiento irreconciliables: ¿debe de ducharse uno antes o después de dormir? La primera corriente defiende la necesidad de acostarse limpio y hace hincapié en la pereza que da meterse por la mañana en la ducha, la segunda resalta el hecho de que uno probablemente va a sudar durmiendo y debe de afrontar limpio el día siguiente. El lector puede dejar su apasionada opinión en los comentarios). Al día siguiente nos aguardaba el reencuentro con Marcos, tras lo cual marcharíamos hacia el norte.


Continuará...

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