miércoles, 1 de julio de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 8: ¡Hacia el norte!

E N    B U S C A    D E    L A   
A U R O R A






Capítulo 8





¡Hacia el norte!







 En los capítulos anteriores...


 Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan a la aventura una fría madrugada de primavera. 

 Después de pasar por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania y Dinamarca en las tres primeras jornadas, los viajeros atraviesan en ferry un trecho del Mar del Norte para al fin desembarcar en Oslo, donde serán detenidos y duramente interrogados por la policía fronteriza noruega. Una vez liberados, encontrarán alojamiento en una cabaña al pie de un fiordo y al día siguiente se dispondrán a visitar la ciudad. Tras ello, prepararán la marcha hacia el norte, aunque antes deberán de esperar la llegada del cuarto miembro de la expedición, que llegará en avión. 










 Día 6: 21/04/2011 (jueves)


  A la mañana siguiente, una vez bien desayunados, recogimos, limpiamos y nos despedimos del que había sido nuestro hogar por dos noches y que nunca volveríamos a visitar. Los ya familiares bosques y colinas que nos rodeaban estaban envueltos en una niebla sucia y baja mientras el Sol se elevaba perezosamente en el horizonte con claro ánimo de disiparla. En aquella jornada contábamos con dos objetivos a completar. El primero era obtener alojamiento barato para aquella noche. El segundo era recoger a Marcos en el aeropuerto de Oslo, donde llegaría desde Madrid en algún momento de la tarde. Con él nuestra expedición estaría completa y podríamos proseguir hacia el círculo polar ártico.

  Fieles a nuestra nueva política de racanear todo lo posible a la hora de hospedarnos en donde pudiéramos, localizamos otro camping en las afueras de la urbe y tras mirar los precios escogimos la opción más barata que nos ofrecieron: una caseta. Se trataba de un único y reducido habitáculo con dos literas, un mini-sofá, una pequeña mesa, una rudimentaria cocina y ya. Era todo lo que necesitábamos y solo nos costó 450 Noks (≈ 50 €), casi la mitad que el anterior bungalow, que ahora se nos antojaba como todo un palacio. Una vez asegurado de este modo nuestro nuevo alojamiento y descargados todos nuestros bártulos en él, exploramos el lugar. En esta ocasión el camping también se encontraba rodeado de colinas boscosas y además cerca de las aguas del fiordo de Oslo. Mientras Lucas se quedaban descansando en la caseta (privilegios del conductor), Pablo y yo nos dedicamos a explorar primero a través de un tupido bosque y luego a lo largo de la orilla del fiordo una vez que llegamos hasta ella. Al otro lado se extendían más bosques y más colinas. El agua estaba tan tranquila que solo cuando comprobé que era salada pude convencerme de que no se trataba de un lago (de todos modos no tenía tanta sal como uno esperaría del mar, lo cual indicaba que debía de desembocar un gran río cerca de allí). Pronto nos llamaron la atención las playas de piedras repletas de conchas de mejillones y algas que nos encontramos regadas por doquier, señal inequívoca de que el lugar había sufrido un violento oleaje hacía poco, algo que en ese momento parecía difícil de imaginar. Como no había mucho más que hacer allí, una vez que nos cansamos de hacer saltar guijarros sobre el agua, regresamos a la caseta. El resto de la tarde transcurrió lenta y plácidamente. Logré ganarle in extremis una partida de ajedrez a Pablo, empatando en nuestro torneo particular. Recuerdo que tuve que concentrarme tanto en el tablero que casi me sangra la nariz por el esfuerzo. Con el fin de desengrasar las neuronas tras el desafío intelectual, a continuación leí la novela de "Choque de Reyes" de R. R. Martin, sentado cómodamente a la vera del bosque que nos flanqueaba por doquier y que me ayudó a meterme en la ambientación del libro (fantasía épica de inspiración medieval, los bosques y paisajes salvajes son protagonistas frecuentes). Finalmente llegó el momento de recoger a Marcos. 

  Durante el camino hacia el aeropuerto, que nos obligó a cruzar por enésima vez los alrededores de Oslo, pasamos por debajo de unas cámaras de vigilancia que nos habíamos topado con frecuencia, siempre suspendidas sobre carreteras y autopistas. Lucas nos informó de que, según sus últimas investigaciones, en toda Noruega había un sistema de tele-peaje que se aplicaba a gran parte de su red vial. Las cámaras registraban tu matrícula y si no estabas dado de alta en el sistema, es decir, si no habías pagado el impuesto o tasa correspondiente, te multaban. ¿Y cómo pagar? Pues al parecer debías de registrarte en alguna página web del equivalente a su Ministerio del Interior, dar un número de cuenta y pagar un importe que se nos antojó ridículamente fuera de nuestro presupuesto. Ante esta circunstancia decidimos simplemente ignorar las cámaras, como de hecho habíamos venido haciendo hasta el momento. Es más, dichas cámaras se convirtieron en objeto de mofa cada vez que pasábamos delante de ellas, sobre todo si nos imaginábamos al policía indio-paquistaní de la frontera siendo alertado de que un misterioso coche de matrícula española y cargado hasta los topes de cacharros andaba paseándose impunemente por ahí sin pagar peaje y encima haciendo burla de la autoridad vial. Y así, entre risas, llegamos al Aeropuerto, en donde paramos frente a un parquímetro en el cual ni nos planteamos echar moneda alguna. Noruega ya nos parecía un país suficientemente rico como para andar regalándole nuestro escaso dinero.

  Fue extraño ver surgir a nuestro amigo de la terminal de llegadas del aeropuerto. Apenas dos horas y media de vuelo y había cubierto la misma distancia para la cual nosotros habíamos necesitado cuatro días. Creíamos estar muy lejos, pero hoy en día el mundo ya no es tan grande como solía ser. De todos modos llegaría el momento en el que llegaríamos a estar definitivamente lejos de todo lo conocido, y Marcos nos acompañaría a partir de ahora en tal aventura.

  Y así, al fin toda la expedición reunida al completo, regresamos a nuestra caseta mientras íbamos poniendo al día a nuestro recién incorporado compañero acerca de todo lo que nos había ido ocurriendo durante esos días, detenciones policiales incluidas. También tuvimos que explicarle porque nos reíamos y hacíamos muecas al pasar debajo de lo que le indicamos que eran cámaras de tele-peaje.

  Aquella noche cenamos por primera vez los cuatro miembros del equipo juntos y nos regodeamos en nuestra mutua compañía protegidos de la intemperie en nuestro habitáculo misérrimo. 

 El menú de la cena consistió en raviolis con cous cous más tortilla a la plancha, todo ello seguido por deliciosa piña en almíbar. La conversación de sobremesa duró hasta bien entrada la noche, que en Noruega en esas fechas nunca es total, pues el Sol se niega a hacer mutis por el foro del todo.

Caótico interior de nuestra caseta. No, el orden no era una de nuestras virtudes. God bless this mess. Fotografía del autor desde lo alto de su litera.


Marcos y Pablo durante la sobremesa. Fotografía del autor desde lo alto de su litera, Lucas debía de estar sentado al lado.


Día 7: 22/04/2011 (viernes)


  Al día siguiente, el veintidós de abril de 2011, séptima jornada de nuestro periplo (para Marcos la primera), comenzó nuestra verdadera epopeya: el largo viaje hacia el norte. Nuestro primer destino era la ciudad de Trondheim, en cuyos alrededores buscaríamos otro lugar donde alojarnos. 


Itinerario de la séptima jornada de viaje, de Oslo a Snåsa, en total unos 687 kilómetros,
que hicimos en aproximadamente 9 horas de terribles carreteras y espectaculares paisajes.


  Nos despertamos temprano, recogimos y emprendimos la marcha. Ya no habría más autopistas, a partir de ahí las carreteras secundarias serían nuestras amigas en general y enemigas en alguna ocasión. Los primeros kilómetros del camino fueron normales y circulamos zigzagueando entre amables colinas boscosas, con casas y praderas aquí o allá. Las afirmaciones del policía fronterizo acerca de lo poco que podríamos hacer en el norte con nuestras "ruedas de verano" nos parecían ahora ridículas -simplemente se había estado riendo de nosotros- comentamos. Entonces los bosques y las casas poco a poco empezaron a desaparecer, y pasados unos kilómetros incluso la hierba empezó a ser sustituida por unos hierbajos de aspecto reseco al tiempo que hacía su aparición la nieve, primero esporádicamente y más tarde como indiscutible protagonista. Los únicos árboles que sobrevivían allí eran pequeños, raquíticos y desprovistos de hojas, lo cual acentuaba todavía más el aspecto inhóspito del paisaje. De repente las palabras del policía ya no parecían tan gratuitas; si la desolación y sobre todo la nieve aumentaban regularmente a ese ritmo pronto nos veríamos en apuros. La carretera en sí misma también se unió al juego y empeoró sensiblemente, haciéndonos botar en nuestros asientos cada vez más e imponiéndonos tediosas velocidades de unos 70-80 km/h. Al pasar junto a un lago helado decidimos parar, ya que estábamos allí en medio al menos queríamos disfrutar de aquel desangelado pero bello lugar. Al acercarnos al agua, que en algunos puntos de la orilla se encontraba libre de hielo, observamos que tenía un llamativo color marrón rojizo. 

De izquierda a derecha: Marcos, Pablo y el autor, posando delante del lago ferroso helado. Fotografía por cortesía de Lucas.


El autor es fotografiado fotografiando el agua con alto contenido en hierro
(presuntamente, debo de confesar que no llegamos a consultar a ningún geólogo). Fotografía por cortesía de Lucas.


  Mientras contemplábamos aquel insólito fenómeno Pablo nos contó como los vikingos trataban grandes cantidades de barro y de musgo de zonas como aquella para introducirlos en altos hornos y extraer hierro, elemento muy abundante y ampliamente distribuido por la zona y que hacía que a aquellas gentes no le faltase nunca la capacidad de forjar armas con las que venir a saquear y masacrarnos a las latitudes sureñas. Desvelado el misterio del lago ferroso, decidimos que ya estaba bien de ser azotados por el viento en aquel páramo, y tras lanzar algunas piedras contra el hielo como es tradición en estos casos (sin romperlo, por cierto), decidimos proseguir.


 Cómo aún nos quedaban muchos kilómetros de desolación por delante, decidimos entretenernos discutiendo sobre el modo en que nos organizaríamos los cuatro para tomar decisiones en un viaje que prometía ser bastante complejo. Tras un largo debate finalmente adoptamos las siguientes decisiones:



  1) Todas las decisiones deberían de ser tomadas de forma democrática, sin embargo el voto de Lucas valdría por dos y además sería cualificado, es decir, tendría la capacidad de decidir en el caso de empate. Por ejemplo: si Lucas vota por X, Pablo se abstiene y Marcos y yo votamos por Y, en tal caso se aprobaría X. Tales poderes a favor de Lucas eran lógicos teniendo en cuenta que íbamos en su coche e iba a ser él quién condujera a lo largo de los siguientes miles de kilómetros. Solo juntando todos nuestros votos podíamos de hecho oponernos a cualquier decisión que él pudiera adoptar.


 2) Se decide nombrar las siguientes "carteras", cuyos nombramientos o ceses se votarían entre todos nosotros (en este caso todos los votos contarían lo mismo).

  •  Comisario de la Locura: El objetivo principal del Comisario de la locura era, como su nombre bien indica, intentar conducirnos a los objetivos más alocados posibles y con frecuencia situarnos muy cerca de la perdición. Marcos, que desde el principio había decidido que intentáramos llegar a Cabo Norte, el punto más septentrional del planeta al que puede accederse mediante carretera, fue votado como Comisario de la Locura por aclamación y debo de decir que durante el tiempo que ostentó el cargo lo desempeñó con absoluta entrega y dedicación, totalmente a despecho de nuestra integridad física.
  •  Comisario de la Cordura: Como se estarán imaginando, su objetivo era oponerse en todo al Comisario de la Locura, priorizando nuestra vuelta a España sanos y salvos y optando siempre por las alternativas más prudentes y conservadoras. Lucas, persona templada y sensata por naturaleza, y que además no quería permitir que su coche terminara convertido en chatarra, fue votado por aclamación como Comisario de la Cordura, incluso por su rival.
  •   Comisario de la Miseria: La definición del cargo no podía ser más clara: conseguir que primara la miseria y hacer sentir miserable a todo aquel que se opusiera a ello. En este caso se me votó a mí para tan poco encomiable tarea, también de modo unánime. Lo cierto es que me lo había ganado cuando, durante nuestra rápida comida del día en una cuneta de la carretera (sentados malamente entre unas rocas y el maletero del coche) Marcos abrió y se zampó nada menos que tres latas de comida. Alarmado por tan desenfrenado ritmo de consumo, le reprendí por ello mientras él devoraba con evidente satisfacción la lata de albóndigas de la que acababa de apoderarse (por supuesto, ya que estaba abierta, aproveché para ventilarme también algunas albóndigas, estaban buenas). Además, era yo quien a final del día debía de realizar la terrible merma tachando de nuestro inventario todos los alimentos consumidos en el día.
  •   Policía Moral: Su dificil papel sería el de evitar actos de pillaje y demás conductas reprochables mientras durase el viaje, aparte de poner orden entre nosotros. Pablo era el más cualificado para ocupar semejante rol puesto que había tenido que juguetear con los resbaladizos conceptos del bien y del mal durante su estancia en la Facultad de Filosofía. Además, ya me había disuadido de robar una manzana de un puesto callejero de Oslo, con lo cual tampoco hubo ningún desacuerdo en su nombramiento.


  Y así nos dotamos de un sistema de gobierno y como añadido conseguimos que entre los debates y las risas aquella jornada de viaje se nos hiciera mucho más amena.

  La nieve siguió aumentando su presencia por unos kilómetros más hasta que, llegado a su climax (junto con nuestro temor), volvió a ceder terreno en favor de paisajes más verdes. 

Aproximarnos hacia semejante paisaje ártico sin ruedas de invierno nos hizo apretar el culo, por fortuna al acercarnos a Trondheim regresaron los verdes bosques y el paisaje se volvió más tranquilizador. Fotografía del autor.


  Para cuando nos aproximamos a Trondheim, tras 500 agotadores kilómetros de zigzaguear y ser sacudidos por la endiablada carretera, el entorno había vuelto a parecerse al que habíamos dejado al salir de Oslo. Debíamos de haber atravesado un altiplano especialmente expuesto a los rigores del clima. Ahora los bosques de pinos eran una vez más los indiscutibles reyes del mambo, y subían y bajaban por doquier al capricho de las colinas que cubrían. Trondheim parecía ser una ciudad grande e incluso bonita, pero eso era algo que averiguaríamos a la vuelta, pues en ese momento la frenética carrera en pos de la aurora boreal dominaba completamente nuestra agenda. Y de este modo llegamos al momento que más temíamos, más incluso que al hielo y la nieve: encontrar un techo antes de que cayera la noche. Para cuando iniciamos la búsqueda eran las siete de la tarde, lo cual en un país como Noruega se traduce como "un poco tarde". De todos modos Lucas, a la par que se encaminaba al primer camping que había localizado gracias a su móvil con Internet, nos tranquilizó comentando que hasta que no fueran las 20:00 no empezaríamos a estar especialmente jodidos.

  El primer camping que visitamos tenía buena pinta, pero lo que no tenía eran casetas libres, así que haciendo de nuestra capa un sayo nos dirigimos hacia el siguiente que aparecía en la lista del móvil de Lucas. Cuando llegamos nos lo encontramos aparentemente cerrado; nadie nos recibe y no parece haber señales de vida en ningún sitio, a pesar de que nos encontramos pequeñas casetas en perfectas condiciones, listas para ser ocupadas. Un poco con ánimo de sembrar polémica especulo acerca la posibilidad de allanar una de las casetas en el supuesto de que se pudiera hacer sin dañar la cerradura y dejándolo todo impoluto al irnos. Pablo y Lucas dicen que es inmoral por el mero hecho de que la propiedad privada es algo que cada uno querríamos que se nos respetase. Sin embargo Pablo, como buen filósofo además de Policía Moral, se desmarcó de afirmar que un hecho ilegal deba de ser necesariamente inmoral. Mi postura fue la de tratar de rebatir el hecho de que realmente exista una “inmoralidad en el vacío” o abstracta, y que si no hay ningún tipo de perjuicio fáctico asociado a una tercera persona no se puede decir que un comportamiento es inmoral, al no asociarse a ningún daño efectivo ni haber dolo (intención de causar mal). No obstante todos coincidimos en que el caso es de laboratorio (entrar sin causar daño, que no te pillen, dejarlo todo exactamente igual...) y que por ello cae en una zona gris en la que caben múltiples enfoques, siendo la realidad que el comportamiento moralmente reprochable según las normas de una sociedad suele siempre terminar causando algún daño a la misma, y que por eso mismo es reprochable. Sí, la discusión puede parecer bastante tonta, pero nos hizo olvidar nuestra precaria situación durante unos minutos.

 La cuestión es que, mientras debatíamos sobre la moralidad de nuestro allanamiento imaginario, Lucas sabiamente nos había alejado ya varios kilómetros del camping en cuestión. Nos dirigíamos hacia nuestro tercer intento, y cuando miré el reloj me di cuenta de era ya un intento desesperado, pues las 20:00 habían pasado hacía un rato. Y entonces esa suerte caprichosa que en ocasiones acompaña a los viajeros nos bendijo de nuevo y a la tercera fue la vencida.

   El camping que nos acogió (a cambio de los 600 Noks (~70 €) que pagamos sin reparos) se hallaba situado en las orillas de un gran lado helado, que se extendía al menos 10 kilómetros hasta el horizonte, en el cual se vislumbraba difusamente el pueblecillo de Snåsa que le daba su nombre (Snåsavatnet). A ambos lados del lago y detrás de nosotros el paisaje estaba dominado cómo no por boscosas colinas. Rápidamente cumplimos con el ritual de dejar nuestras señas y un DNI como rehén y obtener las llaves de la que sería nuestra próxima casa. Al llegar hasta ella descubrimos con agrado que era una cabaña de madera con todas las de la ley, no muy grande pero con un aspecto mucho más acogedor que el cubículo en el cual nos habíamos guarecido la noche anterior. Mientras descargábamos nuestros bártulos del coche nos percatamos de un sordo estruendo que reverberaba por toda la zona. Al investigarlo resulto estar formado por el graznido de cientos y cientos de gansos que migraban y que pasaron primero a nuestro lado y luego sobre nosotros para ir a posarse finalmente en algún lugar del centro del lago, aunque volaron y se posaron varias veces hasta encontrar el lugar idóneo (sea lo que sea lo que un ganso considere como tal). El dueño del camping, un hombre regordete y muy simpático, nos relató como el día anterior le había despertado el griterío de una bandada de al menos 4.000 gansos asentados en el hielo muy cerca de allí, y que al ir a investigar había sorprendido a un enorme águila cazando a uno de ellos. Por si con ello no nos hubiera dado ya la suficiente envidia, nos contó que hacía unas semanas habían disfrutado de unas maravillosas auroras boreales. Si no le escupimos en la cara antes de arrojarle a las heladas aguas del lago fue porque después de todo le estábamos agradecidos por habernos alojado a pesar de ser tan tarde (ya rondaban las nueve). Una vez descargado todo nuestro bagaje en la cabaña, bajamos a examinar de cerca el extenso lago. Arrojamos varias piedras sobre su superficie helada, algunas muy grandes, pero no logramos hacerle mella. Varadas en la orilla (que por unos escasos metros estaba libre de hielo) y cubiertas por una mezcla de hierbas, lodo y piedras, yacían rudimentarias balsas hechas de tablas y bidones vacíos, que seguro que en verano resultan muy interesantes pero que en aquel momento fueron motivo de mofa. Y así un tranquilo y sobrio atardecer cayó sobre nosotros, coloreando las nubes de un tímido y pálido rosa mientras bañaba la escena con una luminosidad ambigua. En medio del lago, a una distancia que se nos antojaba absurdamente lejana, aún graznaban los más de mil gansos, tan solo una borrosa y masiva concentración de diminutas manchas sobre el hielo, y aún más lejos, difuminados en la lejanía, los edificios del pueblecillo de Snåsa comenzaban poco a poco a encender sus luces. Aquel inverosímil paisaje era hipnótico, contemplarlo proporcionaba a la vez una fuerte sensación de lejanía del hogar, de sobrecogimiento frente a la bastedad inhóspita que nos rodeaba y también de admiración ante las maravillas que de vez en cuando nos regala este planeta. Al cabo de un rato el rugir de nuestras tripas y el creciente frío nos hizo llegar a la conclusión de que tal vez sería mejor refugiarnos en nuestra nueva cabaña y prepararnos algo de cena caliente.



Los gansos invadieron el lago algo después. No hay fotos de ello, así que deberán de creer en mi palabra. Fotografía del autor.


 En el vídeo que os dejo a continuación Pablo nos retransmite desde el terreno los avatares de la jornada en este primer episodio de lo que terminó siendo conocido como la saga del "hola amiguitos". 




  
  La cabaña, que como debe de ser era de madera y tenía un techo inclinado a dos aguas para evitar la acumulación de nieve en invierno, era bastante espaciosa. Abajo contaba con una generosa estancia principal provista de un pequeño sofá, una mesa, algunas sillas y la imprescindible TV, así como con una sencilla cocina integrada en la pieza. Desde el recibidor, al fondo a la izquierda una puerta daba al baño y a la derecha otra puerta daba a un dormitorio con una litera. Justo en medio de ambas puertas una angosta escalera conducía a la buhardilla, que estaba protegida con barrotes de madera como si de una improvisada y descuidada prisión se tratase. Allí, bajo el techo inclinado, había el espacio suficiente como para que cupieran dos jergones con mantas en los cuales nos instalamos Pablo y yo. Marcos y Lucas optaron por el dormitorio.

  La copiosa y esperada cena consistió en arroz con atún y tomate, crema de setas (tan deliciosa que la recordamos con nostalgia durante las sucesivas noches), y un par de huevos en forma de tortilla a la plancha. ¿Porque a la plancha? Pues debido a que carecíamos de aceite, sustancia extremadamente pringosa que Lucas se había negado a transportar en su coche. Alguien (una mente brillante) pensó que podíamos utilizar el aceite de nuestras latas de atún para freír una tortilla como dios manda. Era un buen plan, sino fuera porque al elegir las latas de atún más baratas estas habían resultado estar envasadas en agua (lo barato sale caro). Con todo, pese a ser a la plancha, la tortilla nos supo a gloria junto con todo lo demás (solo yo fruncí ligeramente el ceño cuando tuve que hacer la merma y tachar bienes de nuestro inventario). Calientes en nuestra cabaña y con las panzas bien llenas, nos atrincheramos en el sofá y en las sillas a ver a trozos un documental que echaban en la TV mientras hablábamos del día y planificábamos el siguiente, aunque no había en realidad mucho que planificar: simplemente seguiríamos todo lo que Lucas pudiera conducir hacia el norte, llegando a ser posible hasta la ciudad de Narvik (véase un mapa), la más poblada de las zonas norteñas de Noruega. Aquel sería un punto de inflexión de nuestro viaje, pues tendríamos que tomar la peliaguda decisión de si seguir aún más hacia el norte (hasta Tronso) o si detenernos y visitar un precioso archipiélago de islas (las Lofoten) que se encontraba a aquella altura. Más todo eso pertenecía de momento al futuro, ya cruzaríamos ese puente cuando llegásemos, de momento el desafío era alcanzar Narvik.

 Comentadas ya todas las jugadas y urdidos parcialmente nuestros planes, era sin duda momento de dormir. Sin embargo Pablo y yo decidimos salir a vagar en mitad de una pequeña llanura cercana cuando el reloj pasaba ya de las doce de la noche.


 Plantados allí en medio como dos idiotas, contemplamos absortos una bóveda celeste tachonada de estrellas, tantas que parecían apunto de caer sobre tu cabeza (o uno a caer hacia ellas, lo cual daba un poco de vértigo). Algunos satélites lucían débilmente al cruzar velozmente el cielo. Por su parte el Sol se insinuaba de modo desconcertante desde detrás de algún punto del horizonte oeste, a lo largo del cual iría moviéndose hasta volver a emerger a eso de las cuatro de la mañana, algo que me hizo comprender lo realmente al norte que estábamos sobre la superficie del planeta y lo cierto es que me impresionó bastante. La Vía Láctea podía seguirse con un poco de dificultad de un lado a otro del firmamento a modo de la habitual mancha lechosa que le da su nombre (según la vieja mitología griega era leche derramada de los senos de la diosa Hera, esposa de Zeus). Como posiblemente ya sabrá el lector, el así llamado espinazo de la noche es en realidad la visión que tenemos del canto de nuestra propia galaxia. Aquella lechosidad que vagamente se dejaba adivinar en el cielo estaba formada por un numero tan atrozmente alto de estrellas que carece absolutamente de significado para nuestras sencillas mentes: entre 200.000 millones y 400.000 millones. El centro de la galaxia, la región más densamente poblada de estrellas, se encuentra sin embargo oculto a nuestra vista por densas y oscuras nubes de polvo interestelar, de otro modo brillaría poderosamente en nuestro cielo a la altura de la constelación de Sagitario. Aguzando un poco la vista vislumbramos una pequeña nebulosa debajo del “asa del carro” de la Osa Mayor. Tal vez fuera la famosa North America Nebula (NGC 7000), la cual en las noches despejadas reluce sombriamente cerca del cenit del cielo boreal, dentro de la constelación del Cisne. También se divisaba una estrella muy brillante en la constelación de Lira y que probablemente fuese Vega. A "solo" 25 años luz de distancia, Vega es el astro más brillante de dicha constelación (también llamada Alfa de Lira) y posee en torno suyo un enorme disco de acreción, es decir, un gran cinturón de escombros que algún día podría convertirse en un sistema planetario (todas estas deducciones e investigaciones las hice por supuesto al regresar a Madrid y revisar mis notas, en aquel momento solo era un pobre ignorante contemplando manchurrones luminosos y bellos puntos de luz en el cielo).



Usando un simulador del cielo nocturno (Starry Night, no, no me pagan por la publicidad, pero es bueno),
puedo ofrecer al lector una visión aproximada del cielo que contemplamos aquella noche.


  Llegado un momento Pablo insistió en volver a causa del frío. Al principio le ignoré, extasiado como estaba contemplando el titilar de las estrellas, pero cuando comprobé que mi compañero llevaba todo el rato vestido solo con un pijama accedí a regresar rápidamente al confort y calor de nuestra buhardilla-prisión-dormitorio. Por lo visto debíamos de dar tanta lástima que ningún OVNI se digno en aparecer y abducirnos en aquella pradera nocturna (y eso que constituíamos un blanco perfecto), así que volvimos sin problemas a la cabaña y dormimos como auténticos leños.



Continuará...





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