domingo, 12 de julio de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 9: Dentro del Círculo Polar Ártico.


E  N    B  U  S  C  A    D  E    L  A 
A  U  R  O  R  A



Capítulo 9

Dentro del Círculo Polar Ártico



 En capítulos anteriores...


 Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan a la aventura una fría madrugada de primavera. 

 Llegados hasta Oslo tras correr diversas aventuras y desventuras (como ser detenidos por la policía), recogen al cuarto miembro de la expedición, que llega en avión hasta allí, y ya reunido todo el equipo emprenden el viaje hacia el norte. En un esfuerzo por dotarse de una pseudo-democracia dentro del itinerante vehículo, se establece un sencillo sistema de votaciones y mayorías así como cuatro "carteras": Comisario de la Locura (Marcos), Comisario de la Cordura (Lucas), Comisario de la Miseria (el autor) y Policía Moral (Pablo). Gracias a ello se contará con un eficaz y equilibrado mecanismo para estudiar y tomar las decisiones más difíciles.

 Tras rebasar Trondheim y hacer noche en una cabaña a la orilla de un enorme lago helado repleto de gansos, se decide proseguir hacia el norte, siempre hacia el norte.



Día 8: 23/04/2011 (sábado)


 Tras desayunar con cierta calma, recoger y limpiar un poco la cabaña, retomamos el viaje, en esta ocasión en dirección a Narvik.


 La ciudad norteña de Narvik, a 740 km al norte de nuestra posición, representaba un punto de inflexión en el viaje. A partir de allí deberíamos de decidir si seguíamos aún más al norte (otros 700 km), en dirección a un lugar apropiadamente llamado Cabo Norte, la zona más septentrional del planeta a la que se puede llegar por carretera, o si por el contrario girábamos hacia el oeste para visitar el archipiélago Lofoten, maravilloso lugar de ensueño que de todas maneras queríamos visitar de un modo u otro. 


 Durante los primeros kilómetros mantuvimos un apasionante debate en el cual curiosamente todos cumplimos con nuestros roles. Marcos, Comisario de la Locura, abogaba por ir primero a Cabo Norte y a la vuelta pasar por las islas Lofoten. A fin de cuentas, argumentaba, cuanto más al norte fuéramos mayores garantías tendríamos de ver auroras boreales, y además, ¿cuando íbamos a volver a tener la oportunidad de pisar los confines del mundo y mirar más allá? Yo, Comisario de la Miseria, comenté con gesto adusto que el sobrecoste en gasolina de semejante proyecto era prohibitivo, por no hablar de un consumo no calculado de provisiones que nos obligaría a comprar en los caros supermercados noruegos, y ya bastantes excesos habíamos cometido hasta el momento. Lucas, conductor y Comisario de la Cordura, opinó que añadir 1.400 km más al viaje era un dolor en el trasero (literalmente) y que además en Cabo Norte, más allá del simbolismo del lugar, no había nada de interés aparte de acantilados rocosos, mar y frío, mucho frío. Por otra parte, una vez dentro del Circulo Polar Ártico nuestra probabilidad de ver auroras iba a depender del clima y de la actividad solar más que de unos cientos kilómetros más o menos al norte. En cuanto a Pablo (recordemos, nuestro Policía Moral), lo cierto es que se encontró dividido entre su instintivo sentimiento de aventura por un lado y su frío raciocinio por otro, más finalmente acabó poniéndose del lado de la miseria y la cordura (con todo, el voto cualificado de Lucas solo necesitaba de un apoyo para imponerse). La democracia había hablado, y cuando Marcos comprendió que no nos iba a convencer, muy a su pesar tuvo que aceptar el veredicto.

  A partir de ahí Lucas condujo inmisericordemente durante muchas horas y muchas decenas de kilómetros a través de estropeadas carreteras secundarias flanqueadas por pequeñas colinas arboladas principalmente a base de abetos y pinos. 





  Esporádicamente pasábamos cerca de pequeños pueblos o de verdes praderas. Algún solitario lago también ayudada a romper la monotonía. En contra de lo que se pueda pensar, distábamos de ir solos por aquellos parajes; a fin de cuentas era la única ruta para subir o bajar por toda aquella zona de la geografía noruega. Los otros turismos no eran un problema, con más o menos paciencia se los podía ir adelantando. Los camiones por contra, sobre todos aquellos que transportaban madera de las numerosas explotaciones forestales, eran harina de otro costal. Los abruptos cambios de rasante y los continuos zigzagueos de la carretera conseguían que adelantar a uno solo de aquellos gigantes con ruedas se convirtiera en todo un desafío capaz de poner en un aprieto al más avezado conductor. En una ocasión Lucas tardó casi media hora en quitarse a uno de aquellos colosos motorizados de en medio. Además, el lamentable estado de la carretera, pródiga en baches y acumulaciones de tierra o gravilla, limitaba considerablemente la velocidad a la que podíamos circular y que debía de mantenerse en todo momento en una desesperante media de unos 80-90 km/h. Al menos el paisaje indómitamente natural ayudaba a amenizar aquello. No escaparon a nuestra atención las paradas de autobús que íbamos encontrando cada ciertos kilómetros por el camino. No me imagino quién diablos ni cómo ni porque iba a querer tomar un autobús en aquellos bosques apartados de la civilización, pero lo cierto es que el aguerrido viajero debía de estar dispuesto a armarse de una gran paciencia, y también a soportar estoicamente los rigores del clima. Es por esa razón que las paradas de autobús de las carreteras perdidas de Noruega se asemejan a pequeñas garitas de guardia hechas de madera, con su puntiagudo tejado a dos aguas y un banco protegido de la intemperie en su interior. Por desgracia no tuvimos la oportunidad de ver a nadie esperando en ninguna de ellas, lo cual fue una lástima porque no solo hubiera sido una magnífica foto, sino además una potencialmente interesante entrevista ("¿realmente cree que algún día un pasará un autobús? ¡No hemos visto ninguno en los últimos 200 kilómetros! Por cierto, por aquí no hay nada... ¿así que de donde santos demonios ha salido usted?").


Caseta-parada de autobús. El símbolo del letrero azul no deja lugar a dudas. Fotografía del autor.

  Otro momento curioso llegó cuando nos tocó atravesar un túnel. Noruega es un país con una geografía muy accidentada, así que allí los túneles son algo habitual. Sin embargo aquel en el que nos metimos medía nada menos que 8 km. Era tan grande que en su interior se había formado una especie de niebla que mojaba los cristales. Para acentuar la épica, la mayor parte de las paredes estaban escavadas en roca viva. Nunca me he considerado una persona especialmente claustrofóbica, pero reconozco que pasados los tres primeros kilómetros uno empezaba a querer salir de allí. Aquel no sería ni de lejos el túnel más largo que nos tocaría cruzar durante nuestra estancia en Noruega, pero mejor dejemos cada historia para su momento. Por lo pronto le obsequio al lector con un vídeo especial que hicimos con motivo de tal experiencia:






  Llevaríamos unos 300 km de todo aquello cuando Marcos nos comentó que tenía hambre. Nadie en el coche se inmutó; el hambre, al igual que el cansancio, era una sensación común en un viaje como aquel. No obstante Marcos es una persona muy delgada que no dispone de un "depósito de emergencia", así que cuando gasta su energía se viene totalmente abajo. Por desgracia para él también es una persona muy educada, y tras hablarnos de su estado pensó que no era necesario ponerse pesado e insistirnos más sobre el tema. 50 kilómetros después empezó a darse cuenta de que realmente nadie le había hecho caso ni pensaba hacérselo; simplemente habíamos tomado nota de su afirmación de estar hambriento, pensado "ya sí, yo también", y seguido con nuestras cosas (conducir, dormitar, hacer fotos, contemplar el paisaje... etc). Un poco mareado, Marcos al fin se puso serio con nosotros, quienes de repente nos dimos cuenta de que no estaba simplemente quejándose o bromeando. Paramos en una cuneta y Lucas le pidió perdón como conductor y le aseguró que de aquel momento en adelante atendería inmediatamente nuestras peticiones de parar cuando lo consideráramos necesario. Ya más calmado, Marcos se lanzó a devorar latas de alimentos como si no hubiera mañana mientras una vez más yo le miraba con ojos melindrosos pensando en la merma que debería de realizar durante la noche (eso antes de flaquear en mis funciones y caer yo también en el pecado de la gula). De todos modos comer al lado de un bosque espeso y salvaje, envueltos en un vivificador olor a tierra húmeda y resina de pino, con una banda sonora compuesta del alegre canto de numerosas e invisibles aves mezclado con el crepitar de las ramas al son del fluctuante susurro del viento, le hacía a uno sentir esa profunda paz con la cual de vez en cuando la naturaleza obsequia a los seres humanos que se aventuran a buscarla. 

 Llenadas nuestras panzas, retomamos la larga jornada de viaje. Otra peculiaridad de aquellas carreteras, que al principio nos resultó un tanto inquietante, fue la recurrente aparición de carteles con la fotografía de una niña pequeña cuya mitad del rostro aparecía espectralmente desdibujada, como si no fuera del todo de este mundo. 


Cartel con una espeluznante niña medio fantasma. Si saben noruego pueden adivinar lo que pone, aunque tirando del inglés se sacan algunas pistas. Solución en las siguientes líneas. Fotografía del autor.


 Si de día aquellas fotografías resultaban perturbadoras, no quiero pensar el sobresalto que debían de causar por la noche, sobre todo si uno no las esperaba. Debajo de la niña fantasmal aparecía un letrero en indescifrable noruego. La primera teoría que formulamos defendía que se trataba de una muchacha desaparecida, y que el rostro medio difuminado pretendía simular la visión que tendría de ella un conductor que se la encontrara circulando deprisa como nosotros. Sin embargo parecía absurda la idea de emborronar un rostro para facilitar su reconocimiento, así que nos buscamos otra teoría que resultó ser la correcta, aunque no menos inquietante. Como se demostró posteriormente, los carteles formaban parte de una campaña de control de la velocidad. Rezaban "¿más allá del límite de velocidad?", dando a entender que una niña pequeña podía aparecer de repente en el arcén cual ultra terrenal chica de la curva, dispuesta a provocar un paro cardíaco a los conductores, los cuales tendrían como última visión ese distorsionado rostro demoniacamente angelical antes de estrellarse contra los árboles. Resignándonos al hecho de que aquellos carteles siniestros nos acompañarían durante buena parte del viaje (como así fue) proseguimos hacia el norte.

 Cuando llevábamos recorridos cosa así de unos 350 kilómetros, Lucas nos avisó de que nos aproximábamos al Circulo Polar Ártico, y como si de una profecía se tratase, a partir de ese punto los bosques fueron tornándose menos espesos y a clarear cada vez más al tiempo que aparecía la nieve, al principio poca, luego abundantemente y finalmente en cantidades tan masivas que empezó a volverse dominante y a desplazar a los árboles.


Esta casa medio enterrada en la nieve nos avisaba de nuestra proximidad al Círculo Polar Ártico. Fotografía del autor.

 A cada kilómetro que recorríamos la nieve aumentaba y la vegetación desaparecía poco a poco; todo apuntaba a que estábamos subiendo a otra inhóspita y elevada meseta. Cuando un manto blanco lo cubrió todo a excepción de las copas peladas de algunos árboles dispersos, pensamos que habíamos llegado a la cima. Y entonces seguimos subiendo. Finalmente no quedó nada de vegetación. En aquel lugar la nieve había ganado la batalla de modo total y aplastante, solo las cimas rocosas de algunas colinas sobresalían de entre sus contornos suavizados por el viento. Si aún seguíamos circulando en nuestro coche y no en un vehículo oruga era gracias a la labor de los quitanieves que frecuentemente debían de pasar por allí, horadando su camino trabajosamente a través de un denso colchón níveo que en algunos puntos rebasaba con creces el metro y medio de grosor. Lo cierto es que los muros de nieve que flanqueaban la carretera en todo momento y el paisaje salvajemente ártico que nos rodeaba nos impresionaron tanto que en los primeros kilómetros en el interior del coche se mantuvo una especie de silencio reverencial. Luego alguien comentó que igual no deberíamos de habernos reído tanto del policía de la frontera. Pero como bien dijo Lucas, mientras hubiese asfalto él circularía, sin importar que nuestras ruedas fueran de verano. No habíamos llegado tan lejos solo para asustarnos ante la visión de una inhóspita llanura que no parecía haber salido nunca de la última glaciación. Y así llegamos a la frontera que nos adentraba en el Círculo Polar Ártico. Era un lugar de referencia en las guías y nos detuvimos para buscar la oficina de turismo que debía de haber allí y en la cual podíamos adquirir un certificado "oficial" de que realmente habíamos cruzado aquella helada frontera, por si las fotos y nuestra palabra no eran suficientes.

 Al bajar del coche, que Lucas estacionó en lo que parecía ser un improvisado y medio inundado parking, localizamos un edificio que supusimos sería la esperada oficina ártica y nos dirigimos hacia él. Una cosa me sorprendió profundamente, algo que debería de haber esperado pero para lo cual no estaba preparado. El silencio. Era un silencio denso, espeso... incluso opresivo. No se oía el cantar de los pájaros, ni el zumbar de los insectos, ni el murmurar de las ramas de los árboles, ni el crujir de las hojas arrastradas por el viento, ni el chapoteo de un arroyo en la lejanía, ni mucho menos el caluroso rumor de la cháchara de otros seres humanos. No se oía nada salvo el grave ulular del viento barriendo la nieve y el imperceptible reverberar de tu propio cuerpo. Aquel lugar no pertenecía a la humanidad, ni a la flora, ni a la fauna salvaje. Aquel lugar pertenecía a la nieve y al viento, quienes reinaban sin discusión. El Sol brillaba implacable en el cielo y el cegador reflejo de la nieve requirió del uso de las gafas de sol. Apenas habíamos comenzado a andar hacia la oficina cuando de repente divisamos en el horizonte, a la vera de unas redondeadas y blancas colinas, algo que ninguno esperábamos ver: un tren. La locomotora y sus numerosos vagones se asemejaban a un negro gusano que se deslizaba velozmente por encima de la nieve, casi como si levitase sobre ella. Por supuesto que era lógico que si alguien se encargaba de mantener despejada la carretera hiciera lo propio con las vías del tren, y aquel lugar debía de ser un paso obligado para cruzar la inhóspita planicie ártica. Pero la lógica no le quitó ni un ápice de magia al espectáculo de poder ver aquel tren circulando justo por en medio del níveo e inmaculado manto que todo envolvía.


Tren y carretera árticos. Fotografía por cortesía de Lucas.
Marcos (blanco) y el autor (negro) en mitad de la nieve. Desde la lejanía no se aprecia muy bien, pero Marcos iba andando despreocupadamente calzado solo con unas zapatillas viejas. Fotografía por cortesía de Lucas. 


  Hallamos la oficina turística parcialmente sepultada por la nieve y obviamente desocupada. Parecía que, fuese cual fuese el organismo que controlase aquello, no se planteaba la presencia de visitantes en aquellas fechas. Nos encogimos de hombros, deseando que a la vuelta tuviéramos más suerte, y tras contemplar un rato más aquella blanca, helada y sobretodo silenciosa desolación, retomamos el camino.



Oficina de bienvenida al Círculo Polar Ártico. Parece que el invierno no la había tratado muy bien. Fotografía del autor.


 Sí, el parking del lugar estaba un poco mojado. Cosas del deshielo primaveral. Fotografía por cortesía de Lucas (lo crean o no la hizo desde el interior del coche, doy fe de ello). 



 Apenas 500 metros después un cartel de carretera nos dio la bienvenida oficial al Círculo Polar Ártico. Para nosotros aquella visión fue mejor que el más pomposo de los certificados. A los pocos kilómetros nos encontramos con un grupo de renos que trotaban alegremente por encima de la nieve justo a nuestra izquierda. Fue un espectáculo precioso que yo hasta el momento solo había visto en los documentales de naturaleza y que además nos hacía tomarnos un poco más en serio las señales de tráfico de "precaución renos". También nos hizo adquirir plena consciencia de que realmente habíamos llegado al Ártico, señales y oficinas sepultadas en la nieve a parte. Algo que nos parecía lejano e irreal cuando lo planeábamos sobre el mapa nos estaba ocurriendo justo en ese momento. Tome nota el lector, hasta las más locas fantasías pueden hacerse realidad si uno pone el suficiente empeño en ello.

  Siguieron pasando los kilómetros y los pelados árboles reaparecieron, cada vez en mayor número y luego incluso con hojas, hasta que todo el proceso que habíamos vivido antes pareció rebobinarse: se fue la nieve y volvieron los verdes bosques. Al poco tiempo nos pareció como si nuestra experiencia ártica hubiese sido tan solo una especie de extraño sueño, renos incluidos. Pero no, una investigación ulterior nos reveló que habíamos pasado por un Parque Nacional llamado "Saltfjellet" (¿cómo diablos se puede pronunciar algo así?) que efectivamente se sitúa en una elevada altiplanicie que es cruzada por la línea del Circulo Polar.

   Lo que siguió fue un camino de ensueño, casi irreal. Lucas condujo cruzando por las orillas de fiordos a través de cuyas abruptas pero arboladas laderas el deshielo hacía chorrear mil y un brillantes arroyos, que competían por colarse por los rincones más insospechados. De vez en cuando una cascada bramaba sordamente, desplomándose pendiente abajo rodeándose de agua pulverizada y escupiendo espuma. 


Una de las mil y una cascadas que nos cruzamos, fotografía del autor.

 El paisaje que no estaba dominado por el mar y los fiordos era territorio de las montañas, algunas de rocosas cimas afiladas y abruptas, otras más redondeadas por efecto de la nieve, pero todas ellas rodeadas por un desaliñado e impetuoso bosque. De alguna manera nuestra carretera iba consiguiendo colarse como una escurridiza serpiente en medio de todo aquel escenario fruto de una naturaleza desatada y colosal. Tal y como estaba escrito, el Sol se precipitaba lentamente sobre el horizonte y todos los colores se iban apagando poco a poco, mientras las nubes brillaban en un bonito tono plateado y el azul del cielo se tornaba más oscuro y profundo. 

 Tras parar brevemente a repostar en una gasolinera autoservicio (sin ningún operador humano), llegamos al final hasta nuestro siguiente refugio: otro camping provisto de cabañas en las cuales hospedarnos. Para aquel momento nos hallábamos cerca de un pueblecillo llamado Bognes (véase mapa). Habíamos desestimado la idea de alcanzar la ciudad de Narvik aquel día, pues ya era muy tarde y aún nos quedaban más de 80 km para llegar hasta ella, de la cual nos separaba además un fiordo que deberíamos de cruzar en ferry. Afortunadamente el camping al que acabábamos de llegar estaba abierto y para nuestro alivio el dueño nos dijo que tenían cabañas libres. Mientras yo observaba con una mezcla de curiosidad y aversión el oso disecado que presidía amenazadoramente la recepción, enseñamos nuestros documentos de identidad, dimos nuestros datos y cuando Lucas fue a pagar la señal que nos pedían... descubrió que no encontraba su cartera. Nuestro amigo se puso a buscarla nerviosamente, pues en ella era en donde se encontraba la tarjeta de crédito comunal que habíamos venido usando durante todo el viaje, así como una cierta cantidad de noks y de euros, por no hablar de todos los carnets de Lucas, principalmente el de conducir y el de identidad. Tras rebuscar desesperadamente por sus bolsillos fuimos al coche. Lo pusimos patas arriba y ni aún así logramos nada; la cartera no estaba tampoco allí. Fue entonces cuando Lucas se percató súbitamente de lo que había ocurrido. Al pagar en la gasolinera autoservicio de hacía unos kilómetros había debido de dejar la cartera sobre el coche... y luego al arrancar se había olvidado de cogerla. Si su suposición era correcta, y él estaba casi seguro de que así era, la cartera aún debía de seguir allí, tirada en algún lugar. Puesto que el futuro de nuestro viaje dependía del contenido de aquella cosa, todos nos apresuramos a subir de vuelta al coche y a acompañar a Lucas en el nervioso y apresurado camino de regreso hasta la gasolinera. Previamente habíamos hablado con el dueño del camping, el cual después de oír nuestra historia nos dio una hora de margen antes de cerrar.

 Una vez más circulamos por aquellas carreteras a través de un paisaje de ensueño que se veía cada vez más envuelto en el mágico y dorado atardecer, pero esta vez nadie podía admirar aquella belleza, de hecho apenas hablábamos, a pesar de que yo traté de romper el hielo infructuosamente en varias ocasiones. Después de lo que nos pareció una eternidad, llegamos al fin a la gasolinera. Allí no había nada, ni encima de los surtidores ni sobre el asfalto de las proximidades. Antes de que cundiera el pánico, Pablo, siempre con la cabeza fría, sugirió un peculiar experimento para averiguar donde había podido caer la maldita cartera. Era en verdad un plan muy simple: solo teníamos que colocar sobre el coche un objeto de peso y tamaño similares a los de la cartera perdida, luego Lucas arrancaría tal y como lo había hecho en su momento y alguien observaría desde tierra hacia donde caía. Probamos con una piedra primero y con un trozo de madera a continuación. En ambos casos los localizamos después de que cayeran en diferentes puntos de la cuneta, pero al lado suyo no hallamos nada. La piedra en particular quedó muy cerca de un cortado que daba directamente al mar. Era posible que la cartera de Lucas formara ahora parte del reino de los peces, o más probablemente que alguien la hubiera cogido, no en vano debían de haber repostado allí más coches antes de que regresáramos. Pero una cosa estaba clara: la cartera, los carnets y permisos de Lucas, sus euros y noks, la tarjeta de crédito comunal... todo ello pertenecía ya al pasado. Para nuestro inmenso alivio Lucas resultó ser un hombre de recursos, e incluso en tan críticas circunstancias, mientras la noche se nos echaba encima en medio de aquella carretera perdida entre fiordos, montañas, bosques y lagos, salió adelante con un plan de emergencia. Dicho plan lo había preparado de antemano en Madrid para el caso de que nos viéramos en alguna situación puñetera como aquella. Resulta que contaba con una tarjeta de crédito de reserva, no suya, sino de su padre, y solo se la había llevado para el caso de que nos encontrásemos en serios apuros. Y como efectivamente nos encontrábamos en serios apuros recurrimos a ella, quedando en que le devolveríamos todo el dinero que le sustrajésemos al padre de Lucas en cuanto estuviéramos de vuelta en España. Respecto al DNI y el carné de conducir de Lucas... si nos paraba la policía y nos lo pedían estábamos acabados. Yo era la única otra persona con carné de conducir, pero llevaba más de un año sin hacerlo y ni nadie ni yo mismo se fiaba de mí, y menos por aquellas carreteras que tonteaban una y otra vez con la perdición gracias a acantilados, curvas imposibles, grava o hielo en el asfalto, por no mencionar los cambios de rasante estilo montaña rusa, adelantamientos extremos, árboles pegados al arcén, grietas, renos, etc. Si yo terminaba en algún momento al volante (pensamiento que lograba que un sudor frío me recorriera la espalda), entonces eso significaba que nuestra situación habría pasado de ser pésima a ser absolutamente desesperada. Eso si no terminábamos en un calabozo noruego (otra vez). En definitiva, a partir de ese instante confiaríamos en la suerte para ir siguiendo adelante, una canción que en cualquier caso ya nos sonaba. Y de este modo nos pusimos en marcha de vuelta hacia el camping y sus cabañas, deseando que el dueño aún estuviera en su puesto, pues habíamos perdido la cuenta del tiempo. Pudimos ver como un Sol pequeño y anaranjado, casi intimidado por la salvaje magnitud del paisaje, se ocultaba lentamente detrás de un denso enjambre de montañas que se habían ido tornado amenazadoramente oscuras. La raya del horizonte, coloreada de tonos amarillos y dorados, hacía brillar los lagos y fiordos con destellos áureos que parecían imbuidos con la esencia de los millones de atardeceres que debían de haber vivido antes de que nosotros pasáramos por allí, y que sin duda seguirían viviendo durante varias eras. Las copas de los árboles más cercanos se recortaban sobre el fantástico escenario a modo de frágiles siluetas elaboradas a partir de quebradizas formas fractales que casi parecían diseñadas por un caprichoso ordenador. Todo lo que nos rodeaba era magia y naturaleza puras, pero nuestro ánimo aún seguía tenso y sombrío, sobre todo el de Lucas, que no dejaba de castigarse a si mismo por el descuido cometido, aunque todos le repetíamos una y otra vez que aquello nos podía haber pasado a cualquiera, y más cuando él llevaba tantos cientos de kilómetros de carreteras noruegas a sus espaldas. Nos dábamos por contentos de haber llegado hasta allí sin percances más serios que perder aquella dichosa cartera.


Atardece entre las montañas a la orilla de un fiordo en el camino de vuelta. Fotografía del autor.



El Sol resplandece segundos antes de ser devorado por las distantes montañas. Proseguía el frenético regreso. Fotografía del autor.



Era una lástima que no pudiéramos disfrutar como hubiéramos querido de aquel soberbio paisaje. Fotografía por cortesía de Lucas. 

  Ya era casi de noche cuando llegamos al camping. El dueño cumplió con su palabra y nos estaba esperando cuando hicimos aparición, y eso que habíamos tardado más de una hora. Lucas pagó con la tarjeta de su padre, confirmamos todos nuestros datos mientras nos sentíamos observados por los malvados ojos de cristal del oso disecado y al fin acudimos a instalarnos en nuestra nueva cabaña. No era de las más baratas, costando 650 noks (72 euros), pero al menos era bastante grande y cómoda. Constaba de una única estancia, con un diminuto baño y una igualmente mínima cocina uno frente al otro justo en la entrada. El techo a dos aguas era sorprendentemente alto y cobijaba en una de sus alas una buhardilla, encajonada sobre el baño y la cocina. Pablo y yo dormiríamos allí arriba. La escalera que conducía a dicha buhardilla era inquietantemente larga y no especialmente cómoda, con estrechos travesaños de madera que se te clavaban en la planta del pie (subir las maletas no fue tarea fácil). No obstante el espacio estaba bien aprovechado, contando con un pequeño ventanuco, un cómodo sillón y una cama doble (cama con cama nido). Mediante una barandilla con barrotes de madera uno podía observar allá abajo a Marcos y a Lucas afanándose en desempaquetar sus numerosos bultos. Dominando la estancia principal desde una mesita había una televisión. Se la puso de fondo, pues aunque no entendiéramos nada de lo que decían al menos creaba cierta atmósfera hogareña. Se cenó crema, pasta, se abrieron unas latas y se concluyó con fruta en almíbar mientras comentábamos los sucesos del día y yo actualizaba ceñudo la merma del inventario. Nos parecía como si hubiera pasado un año desde que nos habíamos levantado aquella mañana en el camping del lago helado. Tantos eventos y tal diversidad de insólitos paisajes había dejado nuestros cuerpos y mentes exhaustos, con lo cual apenas pasadas las doce de la noche todos nos dejamos caer en nuestras respectivas camas para rendirnos sin condiciones ante el mundo de los sueños. Justo antes de entregarme al reino de Morfeo eché un vistazo a través del ventanuco del dormitorio-buhardilla: dispersas luces brillaban aquí allá en medio de una oscuridad crepuscular, con un cielo que aún brillaba en un peculiar azul eléctrico hacia el oeste. Solo pensar en el frío que haría allí fuera hizo que me apresurara a arrebujarme en mi cama y a partir de ahí no recuerdo más, así que debí de dormirme.  

Continuará...




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