jueves, 6 de agosto de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 10: Å



E  N    B  U  S  C  A    D  E    L  A 
A  U  R  O  R  A



Capítulo 10

Å



 En capítulos anteriores...


 Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan hacia lo desconocido una fría madrugada de primavera. 

 Llegados hasta Oslo tras correr diversas aventuras y desventuras (como ser detenidos por la policía), recogen al cuarto miembro de la expedición, que llega en avión hasta allí, y ya reunido todo el equipo emprenden el viaje hacia el norte. En un esfuerzo por dotarse de una pseudo-democracia dentro del itinerante vehículo, se establece un sencillo sistema de votaciones y mayorías así como cuatro "carteras": Comisario de la Locura (Marcos), Comisario de la Cordura (Lucas), Comisario de la Miseria (el autor) y Policía Moral (Pablo). Gracias a ello se contará con un eficaz, divertido y equilibrado mecanismo para estudiar y tomar las decisiones más difíciles.

  Tras rebasar Trondheim y hacer noche en una cabaña a la orilla de un enorme lago helado repleto de gansos, se decide proseguir hacia el norte, siempre hacia el norte. Cruzado el Círculo Polar Ártico y superada una nevada e inhóspita altiplanicie poblada de renos, se avanza hacia el punto de inflexión del viaje: 
Å.







Día 9: 24/04/2011 (domingo)


 Una mañana más tronó un despertador y todos nos desperezamos mientras recordábamos que efectivamente nos encontramos en una cabaña en mitad de Noruega. Cumplimos por enésima vez con el ritual de recoger todas nuestras pertenencias y cuando nos quisimos dar cuenta volvíamos a estar metidos en el coche de Lucas como si nunca hubiéramos llegado a salir de él. No obstante aquella jornada de viaje no se iba a parecer en nada a las anteriores. En realidad no se iba a parecer a nada que hubiéramos visto a lo largo de nuestra vida.




Camino hacia Å, 255 km, unas 5 horas.


 Llegados a Bognes, el pueblecillo que distaba no más que unos pocos kilómetros de nuestra cabaña, nos embarcamos en el ferry de la línea que cruzaba un ancho fiordo hasta Løndingen, otro poblado que se hallaba al norte, justo a tiro del Archipiélago Lofoten, el cual se extendía hacia el suroeste de su posición. Nuestro objetivo final estaba ya cerca, pero hasta que no llegáramos a él no podríamos cantar victoria, y es que a lo largo de tantos miles de kilómetros finalmente habíamos aprendido el don de la prudencia. 

 El ferry era de tamaño mediano, con capacidad para quizá 30 coches y algunos pocos camiones, que se apilaban pulcramente en su bodega de dos pisos.


Ferry de Løndingen abre sus fauces para escupir vehículos con el fin de poder devorar otros nuevos, entre ellos el nuestro. Fotografía del autor.


 Esta vez no nos sorprendió encontrar un interior lujoso, con cafetería, infinitas mesas y sillas, sofás, amplios ventanales para admirar el mar, pantallas informando de la ruta, etc. En la visita de rigor que debí de hacer al W.C. descubrí divertido que para vaciarse usaba un método con el que ya comenzábamos a habituarnos: la succión brutal. En efecto, durante unos segundos el aparentemente inocente inodoro se convertía en un diminuto pero furioso agujero negro que absorbía todo lo que encontraba a su alrededor y que por el sonido que hacía parecía querer también atrapar tu alma. Eso sí, el resultado era impecable y no gastaba agua, así que no puedo hacerle ninguna crítica al sistema. Inodoros a parte, la broma del ferry nos costó 300 noks (unos 33 €), pero eso es lo que tiene no disponer de un coche anfibio. Al menos el paisaje que pudimos divisar desde la cubierta compensaba con creces el desembolso económico: un sinfín de heladas montañas se apiñaban desordenadamente en la lejanía, más allá de varios kilómetros de un mar azul grisáceo. Sus cumbres, cubiertas casi totalmente de nieve, habían sido esculpidas por el viento creando una multitud de artísticos perfiles, algunos afilados, otros redondeados y muchos caóticamente irregulares.

Marcos posa para la cámara en la cubierta del ferry. Fotografía del autor.



 Delante de nosotros un calmado oleaje rompía contra la proa del barco mientras navegábamos velozmente hasta nuestro destino. En el caso de haber dependido de remeros o de velas es posible que hubiéramos debido de echar todo el día en la travesía, pero gracias a los rugientes motores del moderno buque, y a cambio de soportar el pestazo del gasoil quemándose, apenas tardamos un par de horas en alcanzar el muelle de Løndingen. 
 Tras el desembarco, que por una vez no implicó ser detenidos por las autoridades, pusimos al fin rumbo hacia Reine, donde confiábamos en poder encontrar alojamiento. 

 Las Islas Lofoten se extienden desde el continente hacia el oeste, formando una suerte de afilado espolón que se curva ligeramente hacia el sur. Pues bien, Reine se encuentra muy cerca del extremo del espolón y nosotros aún teníamos un pie, o mejor dicho una rueda en el continente. El trayecto que nos esperaba, de no más de 200 kilómetros, tal vez sea el más impresionante que jamás haya realizado a lo largo de mi vida. Empezamos recorriendo una sinuosa carretera secundaria que serpenteaba por entre montañas cubiertas de blanco y moteadas con el marrón oscuro de las rocas que sobresalían aquí y allá por entre la nieve. Los escasos bosques que se extendían por sus laderas estaban aún desnudos de hojas, a la espera de un poco más de calor que les diese fuerzas para despertar un año más de su letargo (aunque un examen más detallado de los mismos nos mostró que empezaban a emerger los primeros brotes). Cruzamos varios pequeños poblados en los cuales abundaban las casas de madera pintadas de rojo. Accedimos a la primera isla mediante un túnel de algo más de un kilómetro que caía vertiginosamente debajo de las aguas y que tan pronto como había descendido comenzaba de nuevo a ascender hasta ir a dar al otro lado. Lo cierto es que era una sensación muy extraña la de circular por debajo del mar, casi podías sentir el peso de toda esa inmensidad de agua salada gravitando sobre ti.

Detenidos en la cuneta de un túnel submarino.
Fotografía por cortesía de Lucas.



 Una vez en la isla, el paisaje no cambió significativamente hasta que nos tocó saltar a la siguiente. En esta ocasión la distancia era mayor, así que la carretera trepó por un largo puente que se arqueaba por encima de otro ancho brazo de mar encajonado entre varias enormes montañas. Llegados a la nueva isla, hicimos un alto para contemplar el espectáculo antes de proseguir. Caminamos por una pradera cubierta de una hierba amarillenta y enredada hasta alcanzar una playa pedregosa lamida por el sosegado oleaje de aquel puesto avanzado del Mar de Noruega. Justo detrás del puente que acabábamos de cruzar y que quedaba a nuestra derecha se erguía una enorme mole de roca amenzadoramente oscura a la que parecía como si le hubiesen espolvoreado nieve por encima. A nuestra izquierda el brazo de mar se abría mostrando una orilla opuesta en la cual desembocaban las abruptas faldas de una larga sucesión de montañas, también oscuras y salpicadas de nieve, que se iban perdiendo en la lejanía. Nada de aquello parecía real, y si no hubiera escuchado tan claramente el chapoteo del agua contra las rocas y no hubiera sentido el viento frío y salado del norte estrellándose contra mi cara creo que habría pensado que estaba soñando. 


Puente cruzando de una isla a otra. Fotografía del autor.


Pablo camina entre las algas y rocas de la orilla.
Fotografía por cortesía de Lucas.

 Continuamos el viaje y esta vez la carretera, tras regatear algunas montañas semi-nevadas más, se encontró nuevamente con el mar y esta vez decidió correr a su lado. El paisaje que se desplegaba delante de nosotros en aquel radiante día de primavera estaba enteramente dominado por el mar y las montañas, con solo algunas pocas zonas neutrales entre ellos, en general colinas bajas y alguna breve pradera en la que los habitantes de la zona habían aprovechado para construir sus pequeños poblados. Muchas de las montañas parecían haber surgido directamente de entre las aguas creando aquella geografía maravillosamente delirante, fruto de una fiera batalla entre el mar y la tierra que ninguno de los dos había conseguido ganar. En general toda aquella región parecía haber sido esculpida por un dios rematadamente loco pero genial.

Algunas montañas parecían simplemente brotar del mar. Fotografía del autor.

Otras montañas parecían haber "caído" aquí y allá sin orden ni concierto. Fotografía del autor.

Si el lector se fija, comprobará como la carretera continúa a través del centro de la imagen hacia las montañas del fondo a la derecha.
Fotografía por cortesía de Lucas.



 Y así continuamos, aturdidos y maravillados por la belleza y la magnitud de lo que íbamos descubriendo a cada requiebro de la carretera. En ocasiones el mar seducía a la carretera y circulábamos a la vera de su reluciente oleaje, en otras las montañas la ganaban para su causa y debíamos de pasar casi con temor reverencial entre enormes colosos pétreos. Llamaba la atención que la nieve siempre estuviera presente en cada lugar mínimamente alto, de hecho si había algo que nos dejaba auténticamente embelesados era como en aquellos lugares "playa", "nieve" y "montaña" formaban parte de la misma e inverosímil ecuación. 

 Aún nos tocó cruzar algunos puentes más y me parece que al menos otro túnel, que nos indicaban el paso de una isla a otra. También pudimos ver extrañas estructuras en el agua, pequeñas y circulares, que entendimos que eran piscifactorías.


"De puente en puente y tiro porque me lleva la corriente". Fotografía del autor.

¿Gélidas piscifactorías? Fotografía del autor.

 Y finalmente llegamos a Reine, casi en el extremo del Archipiélago.



Aproximándonos a Reine. Fotografía del autor.


 Reine es uno de esos rincones fabulosos del planeta Tierra cuya existencia uno jamás se habría imaginado, e incluso dudaría si se lo contasen, pero que de algún modo están ahí, bastando con su mera existencia para dejar sin palabras a todos aquellos que lo descubren. A pesar de todo, deberé de hacer un esfuerzo por encontrar el modo de acercar al lector a aquel lugar (fotografías aparte).

 Casi llegados a la punta del espolón que forma el Archipiélago Lofoten, este se estrecha hasta el punto de que sobre su superficie ya solo caben las escarpadas montañas que se apretujan unas al lado de otras, en aquella época siempre manchadas de nieve. Los únicos lugares donde la civilización puede seguir construyendo sus pequeños pueblos de pescadores son en un puñado de islas y desgarradas penínsulas que se adentran en el mar por el sur, siempre vigiladas de cerca por las omnipresentes montañas que se alzan con altivez sobre las frías aguas del Mar de Noruega. Así que durante el tramo final la carretera va saltando de un pedregoso islote a otro por medio de varios puentes. Las cabañas de pescadores, todas ellas construidas de resistente madera y muchas pintadas de rojo, se arraciman allí donde la desquiciada geografía del lugar se lo permite.

 Reine es un pueblo no demasiado extenso cuyas viviendas se apelotonan en una pequeña península apenas unida por un hilo de tierra con la abrupta masa de tierra principal. Allí nos detuvimos, no ya por admirar la insospechada belleza de aquellos parajes, que también, sino para buscar un techo bajo el cual cobijarnos, pues ya empezaba a aproximarse la hora del pánico que marcaba el principio del fin del día. Mientras caminábamos por las polvorientas calles del pueblo, nuestra mirada se distraía contemplando el hipnótico bamboleo de los barcos pesqueros que flotaban en medio del brazo de mar que parecía dividir la ciudad y que había sido aprovechado como puerto. En tierra firme se agolpaban un cierto número de casas de madera de tejados puntiagudos y fachadas pintadas mayoritariamente de rojo aunque también de amarillos tipo pastel, grises o blancos, con pelados árboles y aún más pelados postes de la luz sobresaliendo aquí y allá. En general los colores del pueblo eran animados, conjuntando muy bien con la amarillenta hierba que crecía en todo lugar libre de tierra apisonada o asfalto, y contrastando vivamente con el oscuro gris azulado del mar que rodeaba casi todas las zonas habitadas, así como con los oscuros tonos de los acantilados de roca de las montañas, engalanados con las níveas franjas que el invierno les había regalado y de las cuales aún no se habían desprendido. Al otro lado del horizonte dominado por las elevaciones rocosas, el océano Atlántico se extendía hacia el sur y el oeste, con rebaños enteros de algodonosas y lejanas nubes navegando sobre su infinito horizonte azul. El cielo se había cubierto de nubes y refulgía en acerados pero luminosos tonos grises. Caminando delante de todo aquel sobrecogedor espectáculo, eramos azotados intermitentemente por un viento frío y húmedo cargado hasta los topes de olor a algas putrefactas, a sal y a madera mojada (algunas zonas habían sido tomadas prestadas al mar mediante plataformas sostenidas por numerosos pilones de madera).


Marcos vuelve a posar para la cámara, en esta ocasión mostrándonos la magnífica ciudad de Reine a su espalda. Fotografía del autor.


 Al preguntar por un techo y una cama al dueño de los principales alojamientos de la zona, este nos ofreció una ex-cabaña de pescadores por el delirante precio de 2.000 noks (unos 222 €). Naturalmente declinamos la oferta intentando ocultar nuestra estupefacción e indignación. En un rápido consejo de sabios decidimos por unanimidad que mejor dormir en el coche antes de ser vilmente apuñalados de un modo tan rastrero (como Comisario de la Miseria no tuve ni que hacer mi trabajo). Nuestra siguiente opción fue un albergue de aspecto misérrimo al que nos encaminamos Pablo y yo. El dueño, de aspecto claramente perroflaútico, nos ofreció literas y baño/cocina comunal por 800 noks (88 € aprox.), lo cual nos hizo quedarnos pensativos. Era un robo, pero al lado del anterior intento de apuñalamiento casi que no sonaba tan mal. Cuando le comentamos al hombre nuestra intención de buscar una rourber (una cabaña de pescadores) nos habló de un pueblo llamado Å. Tal lugar se pronuncia como si de repente te asaltase una nausea y Pablo y yo tuvimos que apelar a toda nuestra fuerza de voluntad para no reírnos en la cara del noruego perroflautista todas y cada una de las veces que lo pronunció, y más cuando sus desarrapadas pintas ya invitaban a la mofa. A la vista de aquello, dado que no estábamos dispuestos a dar marcha atrás y el tiempo se nos agotaba, se decidió continuar hasta el legendario Å, que dicho sea marcaba el punto en el cual la carretera terminaba y era imposible seguir conduciendo sin caerse al mar o chocarse contra las montañas. Un sitio con nombre de arcada reprimida y que constituía literalmente un callejón sin salida no provoca mucha confianza, pero era lo único que nos quedaba. O eso, o el albergue caro y probablemente piojoso de Reine.

 Y así continuamos rodando por una carretera que se abría paso allí por donde el océano y las montañas se lo permitían, saltando de islote en islote y de cacho de tierra en cacho de tierra, hasta que finalmente el camino se acabó y llegamos a Å. Probablemente el lector no me perdonaría jamás si no le mostrara una foto del cartel de entrada al con el nombre más corto del mundo, y como se nos olvidó fotografiarlo le enseñaré una foto de una foto del mismo que nos encontramos en un momento posterior (mucho mejor que buscar una apresuradamente en Internet, de todos modos véase nota 1).


Sí, también se nos olvidó fotografiarlo a la vuelta. Ciertamente somos merecedores de una buena ración de collejas. Fotografía por cortesía de Lucas.


 Å es un pueblo de pescadores algo más pequeño que Reine y parece encontrarse en el mismísimo confín del mundo, y en cierto modo para nosotros casi que era así. Ya no podíamos seguir más, así que era el punto más alejado de Madrid al que llegaríamos en aquel viaje. Pero mejor seguiré describiendo Å (por favor, no olvide el lector el modo correcto de pronunciarlo cada vez que lo lea, es un sonido similar al que uno emitiría si abriera la nevera tras estar fuera de casa varios días y descubriera que se ha ido la luz y todos los alimentos llevan ya bastante tiempo pudriéndose). 

 Å se encuentra enclavado en una de las escuetas pensínsulas que tanto abundan en la región y a través de la cual cruza un pequeño brazo de mar que se ensancha en el interior formando una especie de lago marítimo que queda justo encajonado en medio de los dos enormes macizos rocosos que controlan de cerca toda esa zona. Para no romper con la costumbre regional, todas las casas son de madera, mayoritariamente pintadas de rojo y con techos especialmente inclinados pensando en la nieve. Como en Reine, algunas se encaraman temerariamente sobre el mar apoyándose en pilones de madera que de alguna manera parecen haber resistido numerosos años cumpliendo con su función. Luego, cuando aparcas en alguna explanada de tierra y desciendes del vehículo, descubres la característica realmente predominante en el lugar: el pestazo a bacalao seco. Efectivamente, a lo largo de todo pedregoso litoral de Å se extiende una multitud de tenderetes de madera con decenas, cientos, miles de bacalaos secándose lentamente a la intemperie y llenando el aire con su hediondo aroma.



Los bacalaos secos nos saludan. Fotografía del autor.


 Lo único que consigue que uno se olvide de esa afrenta contra el olfato son las sobrecogedoras vistas que te golpean mires donde mires: las adustas y oscuras montañas perladas de nieve alzándose hacia el encapotado cielo a apenas unos pocos cientos de metros de distancia, el basto océano con su inalcanzable horizonte azul, la abrupta costa rocosa, la multitud de gaviotas poblando el aire con sus chillidos y revoloteos, el encantador y pequeño pueblo de pescadores reconvertidos en hosteleros a tiempo parcial... hasta que uno se topa de nuevo con la espantosa visión de varias legiones de bacalaos colgando como longanizas y recuerda que después de todo aún continúa disfrutando de su enriquecedora fragancia. No obstante la tarde se nos iba de las manos y no teníamos tiempo de detenernos a disfrutar de las vistas y del olor de Å. Con esa calmada tensión que te da el jugártelo todo a una sola carta, preguntamos a los lugareños si había allí algún lugar para nosotros y rápidamente fuimos dirigidos a una casa bajita de madera que se alzaba a apenas dos metros del mar y en la cual nos atendió una amable señora de unos cincuenta años. La señora se mostró encantada de conducirnos al que sería nuestro nuevo hogar a cambio de 800 módicos noks la noche. A aquellas alturas la dignidad de nuestro bolsillo se había desplomado y habríamos vendido un riñón si nos lo hubiera pedido, así que tratamos de ocultar nuestra ansiosa alegría al aceptar la oferta mientras le hacíamos un corte de manga telepático al tipo del albergue.



Lucas estacionado cerca de nuestra futura cabaña (la roja del fondo a la derecha). Nótese el edredón que Lucas usaba como argamasa para mantener estable el batiburrillo de trastos del amplio maletero. Fotografía del autor.


 Nuestra cabaña de aquella noche no solo fue la más alejada de Madrid, sino también la más entrañable de todas cuantas pudimos disfrutar (y algunas sufrir) a lo largo del viaje. Era auténticamente una rourber, es decir, una vieja casa de pescadores, lo que significa que contenía mucho más que el indispensable y sobrio mobiliario para alojar a los turistas, sino que estaba decorada como una vivienda de verdad, es decir, como una persona que fuera a vivir permanentemente allí realmente la decoraría, con fotos, macetas, velas y manteles sobre las mesas, cuadros en las paredes, alfombras más o menos bonitas, lámparas... en definitiva todos esos pequeños detalles daban calidez al lugar y le hacían a uno sentirse confortable y seguro. Por si el lector quiere tele-transportarse mentalmente allí, se lo describo brevemente. Según entras, después de haber conseguido no resbalar y caerte a las gélidas aguas del atlántico que hay al lado, te encuentras con un generoso salón dominado por una amplia cocina empotrada en la pared de la derecha, enfrente de la cual, justo tu izquierda, se alza una mesa alta, redonda y con sillas, la típica que solo está para decorar y que con el paso del tiempo se va cubriendo de todos los trastos que no sabes donde poner. Al fondo y también a la izquierda destacaba un sofá de aspecto mullido y rico en cojines artesanales. Entre el sofá y la mesa alta, había una mesa bajita en donde cenaríamos, y justo en medio de la estancia se ubicada el puesto de honor: una cómoda mecedora de vieja pero robusta madera, sentado en la cual te dan ganas de ponerte a hacer ganchillo mientras cuentas viejas anécdotas de juventud (o solo lo segundo si no sabes coser). Luego, avanzando por el pasillo que se abría a la vera del sofá había un W.C. a la derecha y en frente a la misma altura un baño con ducha argentina (véase nota 2). El pasillo finalizaba con una puerta en la izquierda que daba a una habitación de amplia cama y calurosa decoración, con biblioteca y todo, y finalmente desembocaba en un pequeño cuarto con Litera y una diminuta mesilla de noche con una silla, en el cual dormiríamos Marcos y yo. Lucas dormiría en la habitación grande con su biblioteca privada en noruego y Pablo roncaría estruendosamente en el sofá con sus cojines artesanales que supongo que abrazaría simulando estar con una mujer. Todas las paredes estaban construidas a base de tablones de madera y el techo, no demasiado alto, estaba por supuesto inclinado a dos aguas. De vuelta en la estancia principal de la casa desde la ventana se podía admirar el mar lamiendo con sus olas las piedras de la costa, así como... ¿lo adivina el lector? En efecto: todo un completo grupo tenderetes con todas sus hileras de bacalaos colgantes. Por fortuna la puerta y la ventana cerraban a la perfección y nos mantuvieron a salvo de sus fétidos efluvios así como del frío que empezó a arreciar apenas comenzó el largo anochecer. Para el caso de que uno se cansara de mirar por la ventana, había una televisión colgada al lado de entrada, justo encima de la cocina. Como siempre hacíamos, la encendimos para que creara ambiente, aunque no entendiéramos absolutamente nada de lo que se decía en los canales que tanteamos al azar. 

==> Acerca del lugar y la casa, aquí os dejo un nuevo episodio de la serie "hola amiguitos" protagonizada por el incombustible Pablo:



  Antes de que la oscuridad nos lo impidiera, salimos un rato a explorar los alrededores. La curiosidad fue mayor que la repugnancia y les echamos un vistazo de cerca a los tenderetes de bacalaos. Solo las gaviotas más hambrientas logran resistir el indescriptible olor y se posan a picotearlos, aunque parecen hacerlo con desgana como si sintieran vergüenza por rebajarse a algo así. Luego están las cabezas de los bacalaos, que por algún misterioso motivo se cuelgan a parte y cuyo aspecto y aroma van directamente más allá de lo blasfemo. Bromeamos comentando que ni el más desesperado de los carroñeros osaría acercarse por mucho tiempo a aquello, y que esa es la clave de la conservación del pescado en la zona. También nos quedó claro el origen del nombre del lugar: los primeros visitantes que llegaran allí y se toparan con las ristras de restos pútridos de lo que una vez fueran pescados colgando por doquier no podrían evitar sufrir una terrible nausea, cuyo desagradable sonido recordemos que se escribe así: "Å" (si el lector aún no domina por completo la pronunciación de esta letra, siempre puede recurrir a meterse los dedos en la garganta, a menos que tenga un pescado medio podrido al alcance de su nariz). Cuando nuestro sentido del olfato nos pidió una tregua, seguimos caminando por el pueblo, que en realidad se podía recorrer en apenas unos pocos pasos. Resultaba extraño pensar en la gente que había optado por vivir allí, subsistiendo a medias del turismo y de los frutos del mar. No se puede negar que aquel era un lugar tan apartado que costaba creer que los problemas serios de la vida y del mundo pudieran alcanzarlo fácilmente. Además, solo contemplar las bastas montañas, o el susurrante mar, o ambas cosas a la vez, bastaba para imbuirte el alma de una profunda paz. Aún así eramos gente con la mentalidad propia de los habitantes de una gran ciudad y, aunque no lo quisiéramos reconocer, en el fondo nos alegrábamos de estar solo de paso por allí. Sin prisa, regresamos a la cabaña de pescadores, mientras trataba de grabar en mi memoria todos los detalles: el chillar de las gaviotas, el crujir de la grava del camino bajo las botas, el revoltoso viento marino con su olor a sal y putrefacción, la hierba amarilla e hirsuta que crecía aquí y allá, los delgados árboles agitando sus ramas sin hojas, el constante rumor del mar, el sosegado ir y venir de los pocos habitantes de Å, la vida domestica que se intuía tras las ventanas de las casitas rojas de madera, la solemnidad de las montañas, la bastedad del océano, las nubes que cubrían el cielo con un gris cada vez más oscuro... toda esa magia tan dificil de describir pero que envuelve por completo a ciertos lugares del planeta.


Å. Fotografía del autor.


  Del día ya solo quedaba un leve brillo amarillento en el nublado horizonte de poniente. Y eso nos llevaba a una importantísima cuestión, tan importante que había motivado el viaje (al menos en teoría) y de hecho da nombre a este relato. La esquiva y traidora aurora boreal. Sentados de nuevo en la cabaña, Lucas contempló su ordenador portátil y nos comunicó esa información que realmente nadie quería saber: aquella noche las probabilidades de que se produjeran auroras boreales eran razonablemente elevadas. Tras oír aquello hice que la mecedora crujiese y me bambolease con fuerza mientras expresaba en voz alta lo mismo que todos debíamos de estar pensando: o soplábamos todos juntos hacia el cielo con la fuerza de Superman o las nubes no nos iban a dejar ver ni un carajo, y más cuando la previsión meteorológica era cruel y despiadada: durante toda la noche el maldito cielo no tenía ni la más mínima intención de clarear aunque solo fuera un poco. Resignados a nuestra suerte nos consolamos pensando en que aún nos quedaba una última noche restante en el norte y que después de todo habíamos conseguido llegar a un lugar maravilloso a 3.540 km en carretera de todos los problemas que habíamos dejado aparcados en Madrid. Así que decidimos celebrar aquello y obsequiarnos con una opípara cena de la victoria. Sintonizamos un canal musical en la TV y nos dispusimos a revolver un poco en la cocina para preparar unos humeantes y deliciosos cuencos de ramen. Puede que haya lectores que no sepan de que extraño alimento estoy hablando, así que diré que el ramen es un plato típico de Japón y otros países de la zona consistente en una masa de fideos de arroz que se sirven flotando en un caldo en general fuertemente especiado y acompañados de carne, mariscos, ciertas verduras, etc (hay muchos tipos de ramen según lo que le eches). Naturalmente, por motivos tanto presupuestarios como logísticos, nosotros no disponíamos de nada parecido, pero si de una especie de "sucedáneo pre-cocinado de ramen", solo que para que nuestra moral no flaquease lo tratábamos como si realmente fuera ramen. Como muchos adolescentes recién independizados saben, no hay nada más fácil que calentar agua, echarle una compacta tableta de fideos, añadir un sobre con las especias (unos polvos de color radioactivo) y otro con algas o verduras deshidratadas, dejar que borboté un rato y servirlo humeante en un cuenco. Lo suyo habría sido comerlo con palillos, pero agarramos tenedores y cucharas y durante unos minutos en el interior de la cabaña la animada conversación fue sustituida por el sonido de sorber fideos y también los propios mocos producidos por el fuerte sabor picante de las especias. Con nuestras tripas llenas y el alma reconfortada tras una buena comida caliente, nos repantigamos en sofás, sillas y mecedoras y nos tomamos la sobremesa con calma.


 Como bien saben los que me conocen, cuando estoy en un sitio nuevo no puedo evitar toquetearlo todo, y de este modo encontré el "guest book" (el libro de visitas). Por supuesto que escribimos en él, relatando brevemente nuestra aventura e incluso dibujando mapas con nuestro loco itinerario. Hojeando las páginas descubrimos que algunos españoles ya habían llegado antes allí, aunque el hacerlo en coche desde España les hubiera parecido una broma. También había una familia china que había escrito un texto en sus incomprensibles caracteres y luego lo había traducido pulcramente al inglés, dibujando incluso la bandera china con sus cinco estrellas (véase nota 3). También había textos hebreos, tailandeses y japoneses. Algunas personas habían hecho además bellos dibujos, y otros eran obra de inocentes niños. En general, era un guest book multicultural y multiétnico, pero con independencia de credo, raza o idioma, casi todos los visitantes anteriores de la casa hablaban de los genuinos waffles (bollos) que la dueña les había cocinado y no paraban de agradecerlos y de comentar lo buenos que estaban. A nosotros nadie nos había ofrecido nada de eso, pero lo cierto es que tanto leer acerca de esa pieza maestra de la repostería noruega nos había dado ganas de probarla. Y entonces llamaron a la puerta. "¡Llegan los waffles!" Pensamos todos, pero no, lo que había llegado había sido "el monstruo de Å". Al abrir la puerta descubrimos que el monstruo de Å consistía en una criatura humanoide, probablemente producto de varias generaciones de endogamia. Nos fue presentado por la dueña de la casa, quien lo acompañaba, como su vástago, y simplemente entró rápidamente a coger unas pertenencias que había dejado olvidadas. A pesar de que la presencia del horrible ser no se demoró más de unos segundos, bastó para dejarnos mudos de horror. Creo que se nos debió de reflejar en el rostro, pues la dueña no nos miró demasiado bien. Hoy en día todavía continúa el debate sobre si el monstruo de Å es macho o hembra, aunque yo personalmente opino que es como los ángeles y no tiene sexo, lo cual sería muy afortunado ya que impediría la continuación de su maligna progenie. Llegados a este punto, no pude evitar olvidarme de mi ética y recitar entre carcajada y carcajada el artículo 30 del Código Civil español: "Para los efectos civiles, sólo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviere veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno". A pesar de que se nos pueda considerar crueles, y no lo negaré, lo fuimos y mucho, el monstruo de Å nos hizo llorar de risa durante un buen rato, y solo por eso le estamos agradecidos. Sinceramente espero y deseo que la peculiar criatura haya podido encontrar su lugar en el ordenamiento legislativo noruego y también en la vida, alcanzando de ser posible la felicidad. Cansados por nuestro absurdo e irrespetuoso humor así como por los avatares del día, no tardamos en dar por finalizada la jornada y en derrumbarnos cada uno en nuestras respectivas camas.
Continuará...



Notas:


 Nota 1: http://viajerosblog.com/a-el-pueblo-con-el-nombre-mas-corto-del-mundo.html


 Nota 2: La ducha argentina es sin duda producto del diseño de alguna mente perturbada. Básicamente no hay nada más que una cortina que separe la ducha del resto del cuarto de baño, con lo cual cuando te duchas todo se encharca, yendo a desaguar a una pequeña rejilla que debería de haber en medio de la estancia, ayudada de ser posible por un poco de inclinación del suelo. En resumen, la ducha argentina consigue que uno se sienta como en medio de una ciénaga.

 Nota 3: Por si sienten curiosidad acerca de las estrellas de la bandera china, cuya imagen ahora el lector tendrá en la cabeza, decir que la grande simboliza el comunismo, rodeada de otras cuatro pequeñas, que representan al ejército, al campesinado, a los estudiantes y a los obreros; ahí queda, el saber no ocupa lugar.




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