jueves, 27 de agosto de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 11: El último camino hacia el norte.

E  N    B  U  S  C  A    D  E    L  A 
A  U  R  O  R  A



Capítulo 11

El último camino hacia el norte



 En capítulos anteriores...


 Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan hacia lo desconocido una fría madrugada de primavera. 

 Llegados hasta Oslo tras cruzar Europa y correr diversas aventuras y desventuras (como ser detenidos por la policía), recogen al cuarto miembro de la expedición, que llega en avión hasta allí, y ya reunido todo el equipo emprenden el viaje hacia el norte. En un esfuerzo por dotarse de una pseudo-democracia dentro del itinerante vehículo, se establece un sencillo sistema de votaciones y mayorías así como cuatro "carteras": Comisario de la Locura (Marcos), Comisario de la Cordura y conductor (Lucas), Comisario de la Miseria (el autor) y Policía Moral (Pablo). Gracias a ello se contará con un eficaz, divertido y equilibrado mecanismo para estudiar y tomar las decisiones más difíciles.

  De algún modo se llegará muy hasta el norte (67º N), más allá del Circulo Polar Ártico, concretamente hasta el enigmático, bello y maloliente pueblo de Å, justo en el extremo del maravilloso archipiélago Lofoten. Allí los protagonistas dormirán en una hogareña casa de pescadores a pie del mar y a pocos metros de millones de hediondos bacalaos secos colgantes, donde conocerán brevemente al terrible monstruo de Å (el vástago de la dueña, cuyo género serán incapaces de determinar y que tras irse provocará inevitables y estruendosas carcajadas). Los cuatro viajeros descansarán, preparándose para iniciar el largo retorno al hogar, un retorno que inicialmente les conducirá... aún más hacia el norte. 





Día 10: 25/04/2011 (lunes)



 Amaneció en Å, unas horas más tarde nos despertamos y nos tocó hacer zafarrancho de limpieza en la casa. Adecentado y recogido todo, decidimos que era el momento de pagar e irnos. Con este fin Lucas se fue a la búsqueda y captura de un cajero local. No negaré que la perspectiva de no tener metálico encima nos ponía un poco nerviosos, igual los nativos no se tomaban bien nuestra carencia de noks y nos colgaban como a los bacalaos secos que nos rodeaban, así que todos respiramos aliviados al ver regresar a Lucas cargado de billetes. 



Nos preparamos para abandonar la cabaña de pescadores, pagar e iniciar el largo retorno a Madrid. Fotografía del autor.


  Pagamos al otro retoño de la dueña, su hija choni (hermana del "monstruo de Å", está claro que la mujer no tuvo suerte con su descendencia), y tras agradecer la hospitalidad recibida nos fuimos. No, no hubo waffles para nosotros (waffles: bollos típicos del lugar de los cuales se hablaba en el libro de visitas). Probablemente nuestras estruendosas carcajadas y mofas tras haber contemplado la noche anterior al "monstruo de Å" (el mencionado otro hij@ de la dueña, tan feo que su género es dudoso) se oyeron en medio pueblo, y quien sabe, igual alguien de allí sabía español y podía comprender la crueldad de nuestras burlas. Con waffles o sin ellos, contemplamos por última vez la indómita belleza del lugar, nos despedimos de los aromáticos bacalaos secos y comenzamos el que sin duda sería un largo y azaroso regreso a España.





 Esta vez fuimos con un poco más de calma, deteniéndonos a contemplar las pequeñas y deliciosas maravillas del lugar, como por ejemplo un riachuelo primaveral derramándose desde lo alto de un bosque a lo largo de un vertiginoso acantilado, o una playa de aguas turquesas justo al pie de la carretera y rodeada por enormes y nevadas montañas. Para añadir un toque decididamente genial, aquel día las algodonosas nubes optaron por bajar a poca distancia de la superficie, jugueteando con los nevados colosos de roca y tonteando con la superficie del mar. Y así recorrimos de vuelta las carreteras del archipiélago Lofoten, con nubes, playas, bosquecillos, mar, dispersas casas de madera, montañas y nieve mezclándose cada vez de diferentes modos y sobrecogiéndonos con la belleza salvaje que nos golpeada al girar cada curva y subir cada pequeña loma. 


Parada para admirar el paisaje recorriendo de vuelta las Islas Lofoten.  Fotografía del autor.


Mar, montañas, nieve y nubes formaban una espectacular amalgama. Fotografía por cortesía de Lucas.


Las nubes iban poco a poco tomando el control.
 Fotografía por cortesía de Lucas.


  Lo único que nos faltó fue bañarnos en una de las playas, creo que Marcos (quién si no) lo comentó y Lucas tuvo el sensato criterio de hacer como que iba muy concentrado con el volante y no lo había oído. Así era la callada guerra fría entre los comisarios de la cordura y la locura, pero para que se hagan con una opinión les diré que todos íbamos vestidos con ropa de abrigo. Eso sí, la aparición de un solo rayo de sol hace que los noruegos se queden alegremente en manga corta; si no fuera por la visión continua de la nieve y el propio frío que hacía, viéndolos a ellos uno hubiera podido pensar que se hallaba en un clima mediterráneo. Y así cruzamos las islas Lofoten, con sus fiordos, sus montañas abruptamente cortadas, sus puentes, sus túneles submarinos de 6 Km., sus playas de cristalinas aguas y sus bosques aún secos por el invierno.

  Volvimos a cruzar el largo puente del día anterior y continuamos más allá, llegando a las islas Vesterålen, más hacia el noreste que el lugar de nuestro desembarco en la anterior jornada y que unen a las Lofoten con el continente. Como puede verse no estábamos repitiendo exactamente la ruta de la ida, sino que daríamos un rodeo, subiendo un poco más hacia el norte antes de bajar por la carretera costera del continente en dirección a la ya casi legendaria Narvik (véase mapa).

 La ruta a través de las islas Vesterålen podría haber sido parecida a las de las Lofoten sino hubiera sido por que había bastante más nieve y por las nubes, que comenzaron a volverse más y más audaces hasta simplemente dejarse caer en masa a escasas decenas de metros por encima de nuestras cabezas, creando un techo gris algodonoso en el cual desaparecían las mitades superiores de las numerosas montañas que poblaban el paisaje. Las aguas de los fiordos que separaban las islas lucían tranquilas y se agitaban en un sucio azul grisáceo. 


Las nubes parecían estar a punto de caerse sobre nosotros.
 Fotografía del autor.



Hubiera sido un paisaje fantástico sino llega a ser por esa pequeña nube... Fotografía del autor.



Marcos (derecha) y el autor (izquierda) posan para la cámara.
 Fotografía por cortesía de Lucas.

 Ya cerca de nuestro objetivo, pasamos de largo un puente colgante que conectaba con el continente y que al día siguiente nos conduciría hasta Narvik, más habíamos decidido que aquella noche íbamos a pasarla en Harstad, al norte de las islas Vesterålen.


Puente colgante hacia el continente; al día siguiente lo cruzaríamos para ir a Narvik. Fotografía del autor.


 Con sus 22.000 habitantes, en España Harstad sería un pueblo grande, pero allí era toda una metrópoli y también el punto más nórdico que alcanzaríamos: 68º 47' de latitud norte (14º de longitud este). El Polo Norte geográfico "solo" quedaba a ~ 2.300 km de nuestra posición, mientras que Madrid se hallaba a ~ 3.400 km. Era extraño estar unos 1.100 km más cerca del Polo Norte que de tu casa. Y más aún haber llegado y tener que volver en un coche atiborrado de cacharros y con el único piloto privado de su carné de conducir. Pero allí estábamos y de alguna manera teníamos que salir adelante, así que rápidamente pusimos en marcha nuestra rutina de búsqueda de alojamiento, o será mejor decir que Lucas la puso. Localizó un camping prometedor gracias a su móvil milagroso y nos condujo hasta allí.

 Harstad ocupa un promontorio localizado en la costa de un gigantesco golfo que se extiende hacia el este y no destacaba por nada en especial, salvo por ser un lugar civilizado y habitable en mitad de los bastos dominios de una naturaleza indómita. El camping al que llegamos ocupaba la verde y arbolada ladera de una colina, tirando hacia las afueras del norte de la ciudad y más o menos cerca del mar. Había diferentes casetas y demás improvisadas instalaciones de madera, pero según nos indicó el primer nativo con quién nos topamos el dueño vivía en una casa de verdad (de piedra y de dos pisos) justo al final de una camino que subía por la colina. Trepamos hasta allí. Mientras caminábamos pesadamente a través de la pronunciada pendiente nos sentíamos como si nos fuera a recibir alguna especie de Jarl o caudillo local. Según nos acercamos oímos claramente una música mística y grave procedente de la casa, como si esta en realidad fuera un templo arcano en el cual se estuvieran practicando secretos y profanos ritos al ritmo de los esotéricos acordes. Cuando estábamos a escasos metros Pablo identificó al instante la canción que sonaba: "How fortunate the man with none", del genial grupo Dead Can Dance (yo no los conocía, pero a raíz de descubrirlos en aquel viaje me he vuelto muy aficionado a su magnífica discografía, que recomiendo al lector). Cuando llamamos a la puerta el dueño salió a recibirnos sin molestarse en apagar la música, que siguió sonando de fondo dándole un toque deliciosamente surrealista al momento (invito al lector a escuchar la citada canción y a reírse imaginando nuestra perplejidad).

https://www.youtube.com/watch?v=E2IVCyFt2Os

 Fuese como fuese, las condiciones que el hombre nos propuso fueron muy razonables: una casetucha misérrima a cambio de 350 Noks (36,7 €) la noche. La aceptamos sin dudarlo ni un instante. Como se nos explicó, carecíamos de baño y cocina con fregadero (apenas si tendríamos espacio para nosotros mismos y nuestros cachivaches), pero había instalaciones comunales tanto como para asearnos y acudir a la llamada de la naturaleza como para cocinar. Todo esto el tipo nos lo hizo saber mientras iba señalando hacia los diferentes lugares de sus dominios, que por encontrarnos en un lugar elevado se extendían a nuestros pies. Casi parecía como si estuviéramos consultando un mapa especialmente realista, árboles, casas, caminos, praderitas, todo al alcance de un solo vistazo. En fin, que una caseta humilde y servicios básicos comunales era todo lo que necesitábamos, y encima con vistas al mar y a la dispersa ciudad que se extendía hacia el sureste por la sinuosa costa. 

 Lo que nos empezaban a faltar eran víveres (como Comisario de la Miseria debo de reconocer que fracasé al intentar que Marcos no devorase suministros a cada oportunidad como si no hubiera mañana, y lo peor de todo es que nos incitaba a los demás a imitarle). La merma que cada noche yo practicaba en la hoja con nuestro inventario nos mostraba una realidad poco halagüeña, así que había llegado el momento de perpetrar un nuevo despilfarro y abastecernos de aquello de lo que el supermercado de Harstad pudiera ofrecernos (hablo en singular puesto que solo localizamos uno, aunque grande, eso sí). Con lo que no contábamos era con que efectivamente no estábamos en España y allí a las 19:00 todo está cerrado y más que cerrado. Así que dejamos la compra y la exploración de la ciudad para el día siguiente y nos replegamos a nuestro austero caseto de madera. Dicha casetucha se caracterizaba por el típico sistema de doble litera en la pared del fondo, una cocina eléctrica cutre contra la pared derecha y cuatro sillas y una mesa a la izquierda, en frente de una amplia ventana. Su aspecto recordaba a la caseta del día 6º, aunque si cabe más pequeña y espartana (pues la otra tenía al menos un mini-sofá). Eso sí, tendrá una calefacción eficiente y las vistas, que ya comenté antes, serán dignas de ver: desde las inmediaciones de la casa se domina parte del intenso azul del mar, con la periferia de la ciudad al otro lado, que a la caída del sol brillará con su pléyade de luces urbanas que se reflejarán sobre la rizada superficie del agua. 


El autor descansa leyendo "Choque de Reyes". Afuera empiezan a brillar las luces de la ciudad al pie de las nevadas montañas y en frente de las heladas aguas del océano. Fotografía por cortesía de Lucas.


 Una vez acomodados, inevitablemente salimos a explorar las instalaciones. Los primeros baños y duchas que descubrimos estaban en un barracón sucio, desvencijado, oscuro y sobre todo siniestro, así que decidimos seguir buscando con la esperanza idiota de ir a encontrar un lugar mejor. Era absurdo, sí, pero el universo a veces carece de lógica y a los pocos pasos encontramos otro barracón con duchas y baños limpios, pulcros y luminosos. Mirándonos desconcertados todos llegamos simultáneamente a la conclusión de que efectivamente esos eran realmente nuestros baños, y que los otros simplemente fingiríamos no haberlos visto (probablemente los buenos fueran para clientes selectos y los siniestros para la plebe inmunda, así que decidimos que a partir de ese momento seríamos gente selecta, a pesar de estar sucios, desaliñados e ir a dormir en un habitáculo minúsculo). A raíz de aquel descubrimiento decidimos ponernos un poco al día en cuestión de higiene: lavamos y secamos la ropa a cambio de unas pocas monedas, nos lavamos y secamos nosotros mismos a cambio de otras pocas monedas y cuando hubimos concluido con todas estas tareas decidimos cenar. 

 A pesar de que disponíamos de una diminuta cocina eléctrica carecíamos de fregadero y de agua corriente, así que nos tocó dirigirnos a las cocinas comunales. Para aquel momento ya había anochecido y el trayecto entre un lugar y otro nos obligó a atravesar unos 50 metros de viento húmedo y helador. Por fortuna en las cocinas comunales solo resultamos estar nosotros y además contaban con un pequeño calefactor eléctrico que nos dio literalmente la vida. En general era un lugar amplio y bien provisto, que hubiéramos podido aprovechar para prepararnos una buena comilona de no haber estado yo como Comisario de la Miseria para impedirlo. Recordemos que hasta ese momento del viaje cada vez que alguien comía más de la cuenta se ganaba una hosca mirada por mi parte, que podía en ocasiones ir acompañada por un sordo gruñido. Aún con todo, y dado el lugar en el que estábamos, decidimos abrir una de las latas de la victoria (recuérdese que al hacer la compra en Madrid solo se había roto la austeridad para que cada uno comprara una lata de la victoria que se abriría solo en momentos clave del viaje, como por ejemplo estar lo más al norte que seríamos capaces de llegar, que era el caso). Los elegidos aquella noche fueron los chipirones. El lector puede bajar al supermercado que quiera de su barrio, comprar una lata de chipirones y devorarla en el acto. Todo ello puede que no le lleve más de diez minutos (a menos que sea muy tarde o festivo), pero nunca podrá sentir lo que sentimos nosotros en Harstad cuando cada uno pudo acceder a su porción chipironil y degustarla como si fuera un manjar digno de dioses. Yo además utilicé el aceite de la lata para freírme una tortilla que resultó estar realmente exquisita (los demás frieron sus tortillas sin aceite, recuérdese que no teníamos ni tendríamos aquel recurso en ningún momento, y se trataba de mi lata de la victoria, así que su aceite me pertenecía). Escribir estas líneas me está dando hambre, así que mejor seguiré con el relato. 

 Limpios, aseados y de alguna manera cenados, ya solo nos quedaba culminar el viaje completando su objetivo primordial y máximo lei motive: salir al exterior y admirar en todo su esplendor el fenómeno de la aurora boreal. Contemplar dichas fantasmagóricas luminarias contorsionándose con su luz etérea sobre un sobrecogedor fondo de estrellas era uno de los principales motivos que nos habían sacado de Madrid. Así que salimos al exterior y admiramos un cielo nublado que reflejaba sobre nosotros la anodina luz naranja de la ciudad mientras un viento inmisericordemente frío y cruelmente húmedo parecía enteramente dedicado a golpearnos y castigarnos por nuestra idiotez. Al menos el panorama de las luces de la ciudad y sus caprichosos reflejos sobre el agua del mar eran una bonita visión... no obstante cuando algunos empezamos a tiritar y a frotarnos las manos llegó el momento de recogerse en el interior del caseto.


Luces de Harstad. En el cielo la luz del sol nunca termina de desaparecer del todo a lo largo de la noche. Fotografía del autor.


El coche de Lucas, garantía de poder volver algún día a nuestros hogares, aparcado en el camping. Se distinguen el océano, las luces de la ciudad y las montañas nevadas al fondo. Fotografía del autor (sobre expuesta).


 ¿Habíamos fracasado? Tras hablarlo entre nosotros ninguno lo entendió así. De alguna manera nos habíamos adentrado en coche en el Círculo Polar Ártico, a muchos días de distancia de nuestros hogares; habíamos visto auténticas maravillas y sabíamos que aún nos quedaban muchas más por ver. No, era imposible pensar en aquello como un fracaso. Es cierto que la espinita de la aurora boreal se nos iba a quedar dolorosamente clavada, pero... ¿Acaso un clavo no saca a otro clavo? ¡El viaje proseguiría al día siguiente con nuevas aventuras! Ahora solo necesitábamos hacernos fuertes en nuestras literas y dormir. La calefacción estuvo encendida toda la noche y nos salvó de despertarnos congelados como un frigopie. Al día siguiente, mientras nos desperezábamos legañosos al son del despertador del móvil de Lucas, no sospechábamos la intensísima jornada que nos esperaba ni las inverosímiles aventuras que nos tocaría vivir...


Continuará...





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