E N B U S C A D E L A
A U R O R A
Capítulo 12
Las batallas de Narvik
y la colina de la locura.
y la colina de la locura.
En capítulos anteriores...
Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan hacia lo desconocido una fría madrugada de primavera.
Llegados hasta Oslo tras cruzar Europa y correr diversas aventuras y desventuras (como ser detenidos por la policía), recogen al cuarto miembro de la expedición, que llega en avión hasta allí, y ya reunido todo el equipo emprenden el viaje hacia el norte. En un esfuerzo por dotarse de una pseudo-democracia dentro del itinerante vehículo, se establece un sencillo sistema de votaciones y mayorías así como cuatro "carteras": Comisario de la Locura (Marcos), Comisario de la Cordura y conductor (Lucas), Comisario de la Miseria (el autor) y Policía Moral (Pablo). Gracias a ello se contará con un eficaz, divertido y equilibrado mecanismo para estudiar y tomar las decisiones más difíciles.
De algún modo cruzarán el Circulo Polar Ártico (66º 33' N), concretamente hasta el enigmático, bello y maloliente pueblo de Å, justo en el extremo del maravilloso archipiélago Lofoten. Todavía viajarán más al norte cruzando las islas Vesterålen y alcanzando la ciudad de Harstad, a 68º 47' N. De allí emprenderán al fin el azaroso camino de vuelta al sur, de regreso al todavía muy distante hogar.
De algún modo cruzarán el Circulo Polar Ártico (66º 33' N), concretamente hasta el enigmático, bello y maloliente pueblo de Å, justo en el extremo del maravilloso archipiélago Lofoten. Todavía viajarán más al norte cruzando las islas Vesterålen y alcanzando la ciudad de Harstad, a 68º 47' N. De allí emprenderán al fin el azaroso camino de vuelta al sur, de regreso al todavía muy distante hogar.
Día 11: 26/04/2011 (martes)
Continuará...
Cada vez empezábamos a dominar mejor la técnica
de despertarnos en un lugar extraño, desayunar, recogerlo y limpiarlo todo sin
gastar más de una hora en el proceso. Cuando nos hallamos al fin listos para
partir, nuestra primera parada fue en el centro comercial de Harstad, en donde
la inminente quiebra de nuestro inventario de alimentos nos obligaba a
abastecernos. En Noruega, y probablemente en todos los demás países nórdicos,
el pan de molde blanco es desconocido, allí el pan de centeno no es una opción
de gente sana que quiere ir al baño con regularidad, es la única opción. Fue
una suerte porque yo lo adoro. También adquirimos fruta a cambio de un precio
desorbitado, alguna de la cual había seguido nuestra misma ruta, aunque
probablemente no en coche. También se adquirieron algunos otros alimentos
básicos, aunque como Comisario de la Miseria vigilé que no se cometieran
excesos, a excepción de un par de paquetes de galletas con chocolate y solo
porque costaban 15 Noks (1,6 €) cada uno (aún así logré vetar la propuesta de
Marcos de llenar el coche con aquellas deliciosas galletas, cuando se acabaron
al día siguiente me arrepentí, pero era lo que había que hacer).
En fin, una vez reabastecidos Lucas puso rumbo hacia el Adolfcanonen, un cañón nazi con el mayor calibre del mundo, emplazado
en lo alto de una colina, al norte de la ciudad. Hay cosas que se pueden ver y
otras que se pueden saltar, pero cuando se trata de un cañón nazi gigante
simplemente no hay discusión. El problema fue que descubrimos que dicho artefacto
estaba custodiado en el interior de una base militar, protegido por alambradas así como por hombres fuertemente armados. Era un problema, sí, pero no habíamos recorrido
tantos miles de kilómetros para rendirnos frente a un pequeño detalle como
ese, así que ni cortos ni perezosos nos encaminamos hacia la entrada de la
base. Cuando llegamos a la barrera de acceso teníamos otro coche por delante,
cuyo conductor simplemente se aproximó a un panel, tecleó un código, consiguió
que la barrera se elevara y entró. Por desgracia volvió a bajarse justo según nosotros
nos acercamos. Aún así nos plantamos delante de ella, esperando a que pasase no
se muy bien qué, pues no era cuestión de ponerse a teclear códigos al azar en
el panel. El soldado que salió a recibirnos, rifle de asalto en mano, tenía la
perplejidad escrita en su rostro. Ante él había un coche con matrícula
española, con cuatro adolescentes ojerosos y con barba de varios días en su
interior, por no hablar del montón de cachivaches que ocupaban por entero el
enorme maletero de tamaño familiar. Y querían entrar en la base que él
protegía, quien sabe si portando explosivos, gas nervioso, tarros con abejas
asesinas o todo ello a la vez. Sin embargo el hombre se lo tomó con calma (me
imagino que en la instrucción le prepararían para enfrentarse con lo insólito)
y nos explicó amablemente que aquello era una base militar, que efectivamente
no se podía entrar libremente a menos que fueses el enemigo y te abrieses paso
a la fuerza (eso último lo he añadido yo), que sí, que se hacían visitas
turísticas de vez en cuando, pero no a aquella hora ni en aquella época del
año. En resumidas cuentas, que ya podíamos volvernos por donde habíamos venido,
y eso fue justo lo que hicimos. No habría cañón nazi gigante en aquel viaje
(empezábamos ya a habituarnos al fracaso), pero al menos sí que podríamos ver
una iglesia bajo-medieval cercana que contaba con retablos del S. XIII, y la hubiéramos visto si hubiéramos poseído una cizalla con la cual romper la cadena
que cerraba sus puertas hasta la llegada del verano y de los turistas (digo
turistas, no viajeros locos como nosotros). Al menos la iglesia estaba en un
cerro sembrado de lápidas ancestrales y desde el cual las vistas al menos no
eran del todo malas: se divisaba el fiordo y parte de la ciudad.
Camposanto de iglesia medieval mira hacia el fiordo. Fotografía del autor. |
Renegando de Harstad, Lucas condujo hasta la
mítica Narvik, que había sido un antiguo objetivo del cual nos habíamos
desviado para coger un atajo por mar hasta las islas Lofoten. Ahora al fin haríamos
justicia y la visitaríamos, aunque para ello debíamos de abandonar las islas Vesterålen en las cuales en ese momento nos encontrábamos (véase mapa). Aquello
fue posible gracias a un gran puente colgante que las conectaba con el
continente.
Por primera vez en mucho tiempo nos veíamos viajando hacia el sur,
y así una sinuosa carretera nos llevó a través de la irregular costa del
Ofotfjord (que no es la onomatopeya de un atragantamiento, sino el nombre de un
fiordo), haciéndonos dar un amplio rodeo pero llevándonos al final hasta la
legendaria Narvik. Con 16.000 habitantes es la ciudad más poblada de aquella región
norteña. Se encuentra parapetada en un cabo que se adentra en los dominios del
Ofotfjord, protegiendo la bahía de Narvik y custodiando el estrecho pasillo de
agua de una rama del fiordo principal que se interna tierra adentro unos pocos
kilómetros hacia el este. Como soy muy malo describiendo cosas dirijo de nuevo al lector hasta el mapa. La ciudad nos sorprendió al hacernos trepar por calles
de elevada pendiente, puesto que está levantada sobre varias colinas que ocupan
el centro del cabo en el que se asienta. A pesar de tener una edificación
meramente funcional, Narvik posee un extraño encanto. Tal vez sean las
espectaculares vistas del fiordo que se extiende delante de ella o de la bahía portuaria que domina. O quizá se trate de sus frondosos y tranquilos parques.
Narvik es una ciudad de importancia
estratégica, al ser su puerto la principal salida al mar para buena parte de la
minería sueca, principalmente de la ciudad de Kiruna y sus grandes yacimientos
de hierro. El puerto de Narvik mueve varios millones de toneladas de hierro al
año y como prueba de ello divisaremos grandes buques de carga navegando por el
Ofotfjord (el cual también nos tocará cruzar más adelante). El puerto ocupa
casi toda la bahía de Narvik, poblándola de gigantescas grúas y exhibiendo un
par de cargueros enormes y oxidados pero funcionales atracados en sus muelles.
Sin embargo yo creo que, por encima de todo ello,
es la propia historia de Narvik la que la envuelve en esa atmósfera
extraordinaria que la caracteriza, y es que en ella tuvieron lugar varias
furiosas batallas durante la Segunda Guerra Mundial, las más importantes de
cuantas transcurrieron en aguas, suelo y cielos noruegos. No debe de olvidarse
que Noruega jugó un papel insospechado en la estrategia nazi, al ser el lugar
donde montaron las fabricas de agua pesada, factorías que debían de
proporcionarles deuterio, un isótopo del hidrógeno que se utiliza como moderador en los reactores nucleares. Siempre se pensó que ello formaba parte
de un intento de fabricar un arma nuclear, aunque hoy se piensa que lo que
realmente buscaban era generar electricidad. Sea como sea, pensar en los nazis
desarrollando tecnología nuclear no deja de erizar el bello corporal. De
todos modos la batalla en torno al agua pesada se produjo muy al sur, en la
ciudad de Vemork. En Narvik los nazis "simplemente" buscaban
abastecerse de recursos y controlar una zona clave.
- La Primera Batalla (naval) de Narvik transcurre a lo largo del 10 de abril de 1940, cuando cinco destructores británicos se adentran en la zona y pillan por sorpresa a las fuerzas alemanas, que cuentan con otros cinco destructores estacionados allí. Los británicos infringen fuertes bajas a los alemanes, hundiendo dos de sus buques y dañando al resto. No obstante llegarán refuerzos alemanes, otros 4 destructores, que hundirán a dos naves británicas y forzarán la retirada del resto. Curiosamente había submarinos alemanes en la zona, pero sus torpedos fallaron y no pudieron hacer nada frente a los británicos en retirada. En cuanto al resto de la flota nazi, carecía de combustible y no pudo perseguirlos. Cuando el almirantazgo británico descubrió la debilidad de la posición alemana en la zona, mandó refuerzos y cercó Narvik por mar.
- La Segunda Batalla (naval) de Narvik transcurre durante la jornada del 13 de abril de 1940. Los británicos tienen sed de sangre y ahora se presentan con 9 destructores, un acorazado y refuerzo aéreo, mientras que antes de ser cercados los alemanes solo han podido reunir 8 destructores (algunos con daños) y dos submarinos. Tras un duro intercambio de fuego, solo uno de los dos submarinos alemanes logra escapar, el resto de los buques alemanes o fueron encallados para rescatar sus cañones y llevarlos a tierra o fueron hundidos. Los británicos solo perdieron un destructor.
- La Tercera Batalla de Narvik se libró por tierra, mar y aire del 9 de abril (sí, se solapa con las fechas de la anterior) al 8 de junio de 1940. Los británicos bombardearon intensamente con barcos y aviones tanto Narvik como sus alrededores, y luego desembarcaron tropas británicas, francesas y polacas. En el ataque por tierra también participaron soldados noruegos. Los alemanes, comandados por el general Eduard Dielt, un hombre capaz, y fuertemente atrincherados junto con la artillería que habían logrado salvar de sus destructores, se defendieron con uñas y dientes, aunque su situación era desesperada y todos los refuerzos que consiguieron fueron el lanzamiento de 90 paracaidistas cerca de sus posiciones, quienes pronto se sumaron a la defensa numantina de la posición alemana, así como la intervención de varios Stukas (bombardero alemán mono-motor famoso por sus ataques en picado a objetivos en tierra o en mar) que hostigaron a las tropas aliadas. Los aliados, conscientes de su superioridad, no tenían prisa, y se tomaron los bombardeos y la ofensiva con calma, dando tiempo a los alemanes a retirarse de Narvik y reagruparse en sus cercanías. No obstante el descalabro de los aliados en los demás frentes de la guerra (Europa y África) les obliga a suspender la ofensiva y a reembarcar sus tropas para mandarlas a lugares de mayor urgencia estratégica. Eduard Dielt no puede creer en su suerte. Retoma Narvik, ciudad que conservarán los alemanes hasta casi el final de la guerra.
Vídeos de las batallas:
Se ha
criticado a cierto sector de los gobernantes y población noruega de alinearse a
favor de los nazis, algo por desgracia bastante habitual en la época, y si no que se lo digan a la Francia colaboracionista de Vichy, o al régimen
de Franco en España, que llegó a tontear con la idea de entrar en la guerra a
favor de Hitler.
Tanque de la 2ª Guerra Mundial exhibido frente al museo de las batallas de Narvik. Fotografía del autor. |
Dejando la
Segunda Guerra Mundial y volviendo a aquel 26 de abril de 2011 (un día nublado
que amenazaba lluvia), por unanimidad decidimos que no se podía explorar la
ciudad con el estómago vacío y nos hicimos fuertes en uno de los exuberantes
parques para consumir algunos de nuestros recursos alimenticios. Mientras un
aire frío y húmedo nos helaba las manos, se fabricaron bocatas y se bebió zumo
adulterado con agua (para que durara más). Horrorizados, descubriremos que el
atún de las latas que compramos en el supermercado de Harstad esta vez no está envasado en agua, hemos ido un paso más allá en la ranciez y ahora está envasado en gelatina, razón por la cual solo costaban 8 noks (0,9 €) la unidad
. La gelatina es translucida y de aspecto maligno, como fuera baba del monstruo de alien,
aún con todo hay hambre, y se come lo que hay. En aquel momento las latas de
albóndigas eran ya cosa del pasado, pero quedaban aún algunas de tallarines que
en palabras de Pablo tenían sabor a moqueta, pero que a mí me gustaban, fríos y
todo. Cayó una de aquellas latas en un abrir y cerrar de ojos, y también
algunos plátanos igualmente comprados en Harstad y que debían de haber
recorrido medio mundo hasta llegar a nuestras heladas manos. Alimentados, ahora
solo nos faltaba entrar en calor, así que empezamos a vagar por la ciudad. El
museo de la guerra costaba 80 noks (9 €), así que pensamos que después de todo
la Wikipedia es gratis (de donde creen que está sacada la información de antes
sobre las batallas) y lo descartamos. Sin embargo el cementerio de la guerra
estaba abierto, y decidimos entrar. Nada nos había preparado para lo que vimos.
Había muchas, muchas tumbas, todas agrupadas por nacionalidades: británicos,
noruegos, franceses, sorprendentemente polacos... y también alemanes (en un gesto
noble se había dado digna sepultura y homenaje al enemigo, de hecho alguien
había colocado una bandera alemana y unas flores en aquella parte del
camposanto). Pero lo terrible, lo que realmente te hacía sangrar el alma era
contemplar las fechas de las tumbas. Daba igual la nacionalidad, todas tenían
una cosa en común: los soldados fallecidos eran todos muy jóvenes, la mayoría
de menos de veinticinco años, y algunos de menos de veinte. La guerra es ya de por
sí abyecta, pero cuando siega vidas de muchachos a los cuales les quedaban
todavía tantas cosas que descubrir... no hay palabras. Mientras paseábamos
entristecidos entre las tumbas, el cielo también pareció ponerse de luto y comenzó a
llover. Llegado un momento me quedé mirando la tumba de dos muchachos del ejército alemán muertos con veinte y veinticuatro años. Al menos el más joven es difícil que
supiera las atrocidades en que se hallaba envuelto su país, y es probable que
el mayor estuviera totalmente engañado al respecto. Ambos habían acudido hasta
aquel frío e inhóspito paraje a dejar sus vidas en nombre del deber patriótico.
Seguramente querían que sus familias estuviesen orgullosos de ellos y puede que
incluso buscasen la admiración de alguna chica. Y allí estaban sus restos, bajo
nuestras mojadas botas. La historia había llovido sobre ellos, y de un modo que
nunca imaginaron y que nunca hubieran deseado. Más ahora era la lluvia de
verdad, de esa que moja, la que caía con cada vez más ímpetu sobre nosotros. .
Nos sacudimos la tristeza de encima como pudimos y regresamos al coche.
Antes de darnos cuenta, Narvik quedaba ya atrás y
a nuestro alrededor volvían a extenderse tupidos y mojados bosques de pinos y
abetos. En un momento dado Pablo gritó "¡Alce!" como si su vida le
fuera en ello. Lucas reaccionó de manera automática, y en contra de las leyes
de la prudencia y el sentido común que normalmente rigen su carácter detuvo el
coche en seco y dio marcha atrás. Y efectivamente allí estaban, un grupo de
alces trepaba por una ladera boscosa tratando de ocultarse de nosotros tras
los árboles. Ahora ya no solo era la señal de peligro renos la que había que
tomarse en serio, también la de peligro alces. Los famosos alces resultarán ser
criaturas desgarbadas, de patas demasiado largas, hocico abultado, desgreñado
pelo de marrón oscuro, orejas enormes y peludas, cuernos pequeños (vimos solo
hembras y crías, creo) y una extraña chepa/joroba en el comienzo de la espalda,
la cual parece caer hacia atrás. Apenas pudimos fotografiarlos antes de que se
escaparan del alcance de nuestros objetivos. Alces y humanos seguimos cada uno nuestro camino.
Mojado, desgarbado y sobretodo esquivo alce. Fotografía del autor. |
En un momento dado la lluvia arreció, haciendo que la conducción a través de la zigzagueante carretera, fuera si cabe más peligrosa de lo que ya de por sí era
estando seca. Sin embargo los dioses debieron de considerar que mejor nos
dejarían para luego y cesó la lluvia, cosa que aprovechamos para detenernos en
una cuneta y admirar el paisaje; las plomizas nubes de lluvia se habían despejado y las montañas nevadas resplandecían a la recientemente ganada luz del día recortándose contra las aguas del fiordo a la vera del cual circulábamos tras haber dejado los bosques atrás.
En la imagen nuestro ferry se aproxima al puerto en la lejanía. Torcida fotografía del autor. |
Nuestro coche viaja en el ferry cruzando las aguas del fiordo. Fotografía por cortesía de Lucas. |
Pronto nos
vimos en un ferry cruzándonos de vuelta hacia Bognes, donde nuestra aventura de
las Islas Lofoten – Vesterålen había comenzado (en esta ocasión atravesamos el
Tysfjorden, otra ramificación de la misma lengua de agua del Ofotfjord que
bañaba las costas de Narvik). A medio camino de la travesía las nubes se
despejaron lo suficiente como para dejarnos ver las montañas enteras e incluso
el azul del cielo. Fue una alegría volver a ver brillar las olas que nos
flanqueaban y golpeaban. Una vez en Bognes, regresamos a aquel camping en el
que Lucas había descubierto la perdida de su cartera hacía ya tanto tiempo
(solo tres días, sí, pero nos parecían una eternidad).
Nos
dieron una cabaña distinta a la que habíamos ocupado en la ida. Todo era igual
pero simétricamente al revés que en la anterior, lo cual resultaba bastante
desconcertante hasta que te acostumbrabas. De nuevo Pablo y yo nos
atrincheramos en la alta buhardilla tras subir por una inquietantemente larga
escalera de madera y Lucas y Marcos ocuparon abajo las camas de la estancia
principal. Al lado del casetucho de Harstad
aquello nos parecía una mansión. Una vez descargados todos los bultos y
descansados un poco, Pablo nos hizo notar que aún quedaban varias horas de luz.
Fue todo lo que Marcos, Comisario de la Locura, necesitaba oír. Automáticamente
nos motivó para emprender una aventura totalmente gratuita y descabellada, de
esas que tanto nos gustan. Solo Lucas se abstuvo, estaba lógicamente agotado y
prefería quedarse “guardando la casa”. Pablo y yo en cambio fuimos
inevitablemente reclutados por Marcos. En los alrededores del camping se
erguían varias colinas boscosas coronadas de nieve, y una de sus cimas debía de
ser hollada por nuestras botas, o en el caso de Marcos por sus descoloridas y
desgastadas deportivas. Así que nos abrigamos y emprendimos la marcha. Aquí va el relato de la ascensión a la que
bautizaríamos como la colina de la locura.
Todo
comenzó de modo perfectamente inocente, caminando por una bucólica praderita
llena de dispersos pinos y unos mojados hierbajos de color marrón rojizo que
crujían bajo tus pies.
Las únicas novedades que encontramos fueron grandes
cúmulos de pequeñas cagarrutas, cada una de las cuales podría haber sido
defecada por un animal de escaso tamaño, pero que todas ellas juntas indicaban
el paso de una gran criatura que en un momento reciente (aún estaban frescas)
había decidido la imperiosa necesidad de soltar lastre allí mismo. Para nuestra tranquilidad mental todos decidimos pensar en que había sido un alce y
así quedó la cosa. Algunos metros después encontramos las huellas de lo que sin
duda debía de ser un abyecto perro gigante… ah no, perdón, eso lo leí en un
libro… lo que sí que encontramos fue una pequeña atalaya de madera. Oteamos el
paisaje desde ella y trazamos la que sería nuestra ruta: terminar de atravesar la
pradera hasta llegar a un arroyo que descubrimos, cruzarlo de alguna manera y subir por la colina
que se alzaba a partir de la ribera contraria hasta hacer cumbre.
Marcos (izquierda) y Pablo (derecha) vistos desde la atalaya en lo que aún seguía siendo una aparentemente inocente pradera. Fotografía del autor. |
Parecía un plan
sencillo, y lo hubiera sido si la pradera por la que caminábamos hubiera
seguido siendo una pradera. Pero no lo hizo. Apenas a unos pasos más allá de la
atalaya de repente nuestras botas y zapatillas se hundieron en un terreno
cenagoso que permanecía traicioneramente oculto bajo los horribles hierbajos.
Tras varios intentos de vadearlo descubrimos que era inútil, la ciénaga oculta
se extendía alrededor de la maldita colina como si de alguna manera la
protegiera. Solo había pues un modo de llegar hasta ella: cruzar la ciénaga.
Seguro que la colina no había contado con ello. Pablo y yo, que éramos lo que llevábamos
botas, marchábamos delante, tanteando con cuidado el terreno y pisando y
hundiéndonos hasta la altura del tobillo en una indescriptible mezcla de barro,
agua y hierbajos mojados. Marcos iba detrás, pisando en nuestras huellas antes
de que se llenaran enteramente de agua. Hacia la mitad del camino la ciénaga
decidió subir las apuestas y nuestros calzados se hundieron sin control en el
terreno, inundando nuestros pies de agua lodosa. Los últimos metros los hicimos sin
preocuparnos ni siquiera de donde pisábamos, ya que teníamos los pies mojados
en realidad daba lo mismo. De vez en cuando alguno de nosotros clavaba una de
sus pezuñas tan profundamente en la pringue cenagosa que tardaba unos segundos
en liberarse y poder continuar. Y así
llegamos al arroyo, que era más ancho de lo esperado y no podíamos cruzar sin
mojarnos aún más. Lo vadeamos durante algunos metros hasta encontrar un rincón
que nos ofrecía una moderada esperanza de éxito en lograr llegar al otro lado
de un salto. Pusimos todo nuestro empeño en ello y conseguimos aterrizar en la
otra rivera sin ningún percance. En ese punto era cuando comenzaba realmente la
aventura.
Iniciamos
el ascenso a través de una ladera atravesando un espeso y húmedo bosque cuya
atmósfera está llena del olor de la tierra húmeda y las hojas y ramas
putrefactas por las que vamos apoyando nuestras botas/zapatillas
trabajosamente. Ocasionalmente debemos de agarrarnos e impulsarnos del tronco o
rama de algún árbol, cuyas cortezas abundan en líquenes. Las rocas que nos
encontramos están cubiertas por una capa de musgo de hasta 5 cm de espesor, con
lo que realmente lo que parecen son mullidos cojines en los cuales dan ganas de
apoyarse y descansar. Más hay que seguir subiendo. La belleza e intensidad del
momento es inenarrable. Hollamos pura naturaleza virgen noruega, un lugar
por el cual es difícil que otros seres humanos hallan pasado anteriormente
(¿quién atravesaría la ciénaga, cruzaría el río y treparía por allí salvo unos
locos como nosotros?).
Se podía hundir la mano en el musgo como si las piedras fueran cojines. Fotografía del autor. |
Gran parte de la colina chorreaba debido al deshielo. Fotografía del autor. |
Estamos profundamente imbuidos en la magia de la aventura
cuando súbitamente empieza a nevar. No es una nieve cualquiera, es como si
llovieran bolitas de corchopan que rebotan al golpearte. Pero basta para
inquietarnos. No obstante no hemos llegado hasta allí para rendirnos a la
primera de cambio, hay que seguir. La nieve, tras alternar con un ligero
mojabobos, cede un poco mientras seguimos aproximándonos a una superficie
nevada que confiamos que sea la cima.
Marcos, aguerrido Comisario de la Locura, no se amedrenta ante la furia de la naturaleza. Fotografía del autor. |
Y así en efecto llegamos a lo que parecía ser la
cima, cubierta de al menos medio metro de nieve a través de la cual avanzamos
dificultosamente y sin muchos árboles, salvo que no era la cima, aún
vislumbrábamos árboles por encima de nuestra posición, pero sí era el lugar en
el cual la prudencia aconsejaba detenerse. La prudencia y el magnífico paisaje
que podíamos contemplar desde allí. El cielo estaba dividido en una caótica lucha entre
el azul de la bóveda celeste y enjambres de grisáceas nubes que avanzaban regando el
terreno a sus pies con una confusa mezcla de nieve y agua, debajo de ellas, a
la vera de nuestra colina de la locura se extendían diminutas las cabañas del
camping, en una de las cuales descansaba Lucas, justo a su lado una fina
carretera describía una curva ascendente de derecha a izquierda partiendo el
escenario en dos, a su siniestra tierra, casas dispersas, árboles dispersos y
una colina boscosa mucho más baja que la nuestra, a su diestra las aguas del
fiordo, todo un popurrí de diferentes tonos de azul dependiendo de adonde
brillase el sol o donde estuviera lloviendo o nevando o ambas cosas a la vez.
Justo en el límite de nuestra perspectiva, más allá del fiordo y de la baja
colina, se extendían varios dedos de bosque que incursionaban en el fiordo, y
aún más allá una procesión de lejanísimas montañas nevadas que eran
intermitentemente ocultadas por las errantes nubes que por esa zona volaban
excepcionalmente bajo. Era un escenario tan cambiante e increíble que había que
saborearlo con calma para poder captar toda su esencia.
Durante algún rato
permanecimos absortos por aquel hechizo, no solo era el paisaje, el nevero en
el que estábamos también era objeto de nuestra veneración.
Pablo y Marcos posan victoriosos cerca de la cumbre. Fotografía del autor. |
Sondeamos con un
palo el helado terreno, calculamos nuestras posibilidades de llegar a la cima,
en el caso de que fuera realmente accesible, y cuando comprendimos que en cualquier momento una nube agresiva podía echarnos encima una lluvia y/o nevada de verdad, decidimos volver. Bueno, el frío también ayudó; nuestro
calzado, pantalones y guantes estaban empapados, y el viento nos azotaba de un
modo preocupantemente salvaje y gélido. Yo en particular tuve que quitarme las
botas varias veces para vaciarlas de nieve y los dedos de la mano me dolían
dentro de unos guantes de piel que me había mojado al desprenderme
temerariamente de ellos para usar la cámara de fotos. Sí, había que bajar, pero
Marcos, Comisario de la Locura, ya había pensado en el modo más rápido de
hacerlo: el despeñamiento. Y sí, se dejó caer rodando por la nieve… Y sí, le
seguimos. Todavía no se como sobrevivimos a aquel ataque de locura colectiva,
solo sé que en un momento dado me encontré dando vueltas sobre la nieve
mientras descendía al más puro “estilo Sonic” y rezaba por no chocarme con
ninguna piedra o afilada rama oculta. Esta vez la nieve se nos metió por todos
lados pero, sin detenernos en nuestro frenesí, al volver al bosque continuamos
nuestra loca carrera esquivando malamente árboles y rocas hasta que sin saber
muy bien como nos vimos de nuevo en el río. Estábamos sucios, arañados, mojados
y un poco magullados, pero misteriosamente enteros. Me preocupé por tener mis
botas y guantes completamente rellenos de aguanieve, pero Marcos me dijo que
mientras me moviera y generara calor la nieve se derretiría, el agua se
calentaría y no tenía de qué preocuparme, y así fue. Volvimos a saltar por
encima de las gélidas aguas del río y en esta ocasión cruzamos alegre y
despreocupadamente la ciénaga, sabiendo que era imposible mojarnos y ensuciarnos todavía más. La clave de nuestro éxito al regresar fue que no nos detuvimos ni un
solo momento (si por cualquier motivo lo hubiéramos hecho lo habríamos pasado un poco mal). Cuando Lucas nos abrió la puerta de la cabaña se quedó mirándonos
realmente perplejo; parecía que veníamos de la guerra. Es lo que pasa cuando
uno se pone en manos del Comisario de la Locura sin hacer preguntas. Tardamos
un rato en limpiarnos a nuestra ropa y a nosotros mismos de tierra, hojas y
mugre variada (probablemente heces de alce incluidas), pero cuando terminamos descubrimos que nos habíamos ganado una
merecida cena. Pusimos nuestra ropa a secar en todos los sitios que encontramos
y efectivamente consumimos una buena porción de nuestros alimentos mientras un
furioso viento azotaba las paredes y el techo de nuestra cabaña… parecía como
si la naturaleza se arrepintiera de no habernos castigado más duramente por
nuestro loco atrevimiento. Pero era tarde para ella, nuestra expedición a la Montaña de la Locura fue un completo éxito que relatamos a Lucas con pelos y
señales (y fotos), y que nos permitió dormir de manera especialmente profunda
aquella noche (Lucas, conductor auto-esclavizado, siempre dormía bien por la
cuenta que le traía). El día siguiente podía esperar un buen puñado de horas a presentarse ante nosotros.
Continuará...
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