sábado, 26 de septiembre de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 12: Las batallas de Narvik y la colina de la locura.

E  N    B  U  S  C  A    D  E    L  A 
A  U  R  O  R  A



Capítulo 12

Las batallas de Narvik 
y la colina de la locura.




 En capítulos anteriores...


 Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan hacia lo desconocido una fría madrugada de primavera. 

 Llegados hasta Oslo tras cruzar Europa y correr diversas aventuras y desventuras (como ser detenidos por la policía), recogen al cuarto miembro de la expedición, que llega en avión hasta allí, y ya reunido todo el equipo emprenden el viaje hacia el norte. En un esfuerzo por dotarse de una pseudo-democracia dentro del itinerante vehículo, se establece un sencillo sistema de votaciones y mayorías así como cuatro "carteras": Comisario de la Locura (Marcos), Comisario de la Cordura y conductor (Lucas), Comisario de la Miseria (el autor) y Policía Moral (Pablo). Gracias a ello se contará con un eficaz, divertido y equilibrado mecanismo para estudiar y tomar las decisiones más difíciles.

  De algún modo cruzarán el Circulo Polar Ártico  (66º 33' N), concretamente hasta el enigmático, bello y maloliente pueblo de Å, justo en el extremo del maravilloso archipiélago Lofoten. Todavía viajarán más al norte cruzando las islas Vesterålen y alcanzando la ciudad de Harstad, a 68º 47' N. De allí emprenderán al fin el azaroso camino de vuelta al sur, de regreso al todavía muy distante hogar.





Día 11: 26/04/2011 (martes)



 Cada vez empezábamos a dominar mejor la técnica de despertarnos en un lugar extraño, desayunar, recogerlo y limpiarlo todo sin gastar más de una hora en el proceso. Cuando nos hallamos al fin listos para partir, nuestra primera parada fue en el centro comercial de Harstad, en donde la inminente quiebra de nuestro inventario de alimentos nos obligaba a abastecernos. En Noruega, y probablemente en todos los demás países nórdicos, el pan de molde blanco es desconocido, allí el pan de centeno no es una opción de gente sana que quiere ir al baño con regularidad, es la única opción. Fue una suerte porque yo lo adoro. También adquirimos fruta a cambio de un precio desorbitado, alguna de la cual había seguido nuestra misma ruta, aunque probablemente no en coche. También se adquirieron algunos otros alimentos básicos, aunque como Comisario de la Miseria vigilé que no se cometieran excesos, a excepción de un par de paquetes de galletas con chocolate y solo porque costaban 15 Noks (1,6 €) cada uno (aún así logré vetar la propuesta de Marcos de llenar el coche con aquellas deliciosas galletas, cuando se acabaron al día siguiente me arrepentí, pero era lo que había que hacer).

 En fin, una vez reabastecidos Lucas puso rumbo hacia el Adolfcanonen, un cañón nazi con el mayor calibre del mundo, emplazado en lo alto de una colina, al norte de la ciudad. Hay cosas que se pueden ver y otras que se pueden saltar, pero cuando se trata de un cañón nazi gigante simplemente no hay discusión. El problema fue que descubrimos que dicho artefacto estaba custodiado en el interior de una base militar, protegido por alambradas así como por hombres fuertemente armados. Era un problema, sí, pero no habíamos recorrido tantos miles de kilómetros para rendirnos frente a un pequeño detalle como ese, así que ni cortos ni perezosos nos encaminamos hacia la entrada de la base. Cuando llegamos a la barrera de acceso teníamos otro coche por delante, cuyo conductor simplemente se aproximó a un panel, tecleó un código, consiguió que la barrera se elevara y entró. Por desgracia volvió a bajarse justo según nosotros nos acercamos. Aún así nos plantamos delante de ella, esperando a que pasase no se muy bien qué, pues no era cuestión de ponerse a teclear códigos al azar en el panel. El soldado que salió a recibirnos, rifle de asalto en mano, tenía la perplejidad escrita en su rostro. Ante él había un coche con matrícula española, con cuatro adolescentes ojerosos y con barba de varios días en su interior, por no hablar del montón de cachivaches que ocupaban por entero el enorme maletero de tamaño familiar. Y querían entrar en la base que él protegía, quien sabe si portando explosivos, gas nervioso, tarros con abejas asesinas o todo ello a la vez. Sin embargo el hombre se lo tomó con calma (me imagino que en la instrucción le prepararían para enfrentarse con lo insólito) y nos explicó amablemente que aquello era una base militar, que efectivamente no se podía entrar libremente a menos que fueses el enemigo y te abrieses paso a la fuerza (eso último lo he añadido yo), que sí, que se hacían visitas turísticas de vez en cuando, pero no a aquella hora ni en aquella época del año. En resumidas cuentas, que ya podíamos volvernos por donde habíamos venido, y eso fue justo lo que hicimos. No habría cañón nazi gigante en aquel viaje (empezábamos ya a habituarnos al fracaso), pero al menos sí que podríamos ver una iglesia bajo-medieval cercana que contaba con retablos del S. XIII, y la hubiéramos visto si hubiéramos poseído una cizalla con la cual romper la cadena que cerraba sus puertas hasta la llegada del verano y de los turistas (digo turistas, no viajeros locos como nosotros). Al menos la iglesia estaba en un cerro sembrado de lápidas ancestrales y desde el cual las vistas al menos no eran del todo malas: se divisaba el fiordo y parte de la ciudad.


Camposanto de iglesia medieval mira hacia el fiordo. Fotografía del autor.


 Renegando de Harstad, Lucas condujo hasta la mítica Narvik, que había sido un antiguo objetivo del cual nos habíamos desviado para coger un atajo  por mar hasta las islas Lofoten. Ahora al fin haríamos justicia y la visitaríamos, aunque para ello debíamos de abandonar las islas Vesterålen en las cuales en ese momento nos encontrábamos (véase mapa). Aquello fue posible gracias a un gran puente colgante que las conectaba con el continente. 








 Por primera vez en mucho tiempo nos veíamos viajando hacia el sur, y así una sinuosa carretera nos llevó a través de la irregular costa del Ofotfjord (que no es la onomatopeya de un atragantamiento, sino el nombre de un fiordo), haciéndonos dar un amplio rodeo pero llevándonos al final hasta la legendaria Narvik. Con 16.000 habitantes es la ciudad más poblada de aquella región norteña. Se encuentra parapetada en un cabo que se adentra en los dominios del Ofotfjord, protegiendo la bahía de Narvik y custodiando el estrecho pasillo de agua de una rama del fiordo principal que se interna tierra adentro unos pocos kilómetros hacia el este. Como soy muy malo describiendo cosas dirijo de nuevo al lector hasta el mapa. La ciudad nos sorprendió al hacernos trepar por calles de elevada pendiente, puesto que está levantada sobre varias colinas que ocupan el centro del cabo en el que se asienta. A pesar de tener una edificación meramente funcional, Narvik posee un extraño encanto. Tal vez sean las espectaculares vistas del fiordo que se extiende delante de ella o de la bahía portuaria que domina. O quizá se trate de sus frondosos y tranquilos parques.


 Narvik es una ciudad de importancia estratégica, al ser su puerto la principal salida al mar para buena parte de la minería sueca, principalmente de la ciudad de Kiruna y sus grandes yacimientos de hierro. El puerto de Narvik mueve varios millones de toneladas de hierro al año y como prueba de ello divisaremos grandes buques de carga navegando por el Ofotfjord (el cual también nos tocará cruzar más adelante). El puerto ocupa casi toda la bahía de Narvik, poblándola de gigantescas grúas y exhibiendo un par de cargueros enormes y oxidados pero funcionales atracados en sus muelles.

 Sin embargo yo creo que, por encima de todo ello, es la propia historia de Narvik la que la envuelve en esa atmósfera extraordinaria que la caracteriza, y es que en ella tuvieron lugar varias furiosas batallas durante la Segunda Guerra Mundial, las más importantes de cuantas transcurrieron en aguas, suelo y cielos noruegos. No debe de olvidarse que Noruega jugó un papel insospechado en la estrategia nazi, al ser el lugar donde montaron las fabricas de agua pesada, factorías que debían de proporcionarles deuterio, un isótopo del hidrógeno que se utiliza como moderador en los reactores nucleares. Siempre se pensó que ello formaba parte de un intento de fabricar un arma nuclear, aunque hoy se piensa que lo que realmente buscaban era generar electricidad. Sea como sea, pensar en los nazis desarrollando tecnología nuclear no deja de erizar el bello corporal. De todos modos la batalla en torno al agua pesada se produjo muy al sur, en la ciudad de Vemork. En Narvik los nazis "simplemente" buscaban abastecerse de recursos y controlar una zona clave.

  •  La Primera Batalla (naval) de Narvik transcurre a lo largo del 10 de abril de 1940, cuando cinco destructores británicos se adentran en la zona y pillan por sorpresa a las fuerzas alemanas, que cuentan con otros cinco destructores estacionados allí. Los británicos infringen fuertes bajas a los alemanes, hundiendo dos de sus buques y dañando al resto. No obstante llegarán refuerzos alemanes, otros 4 destructores, que hundirán a dos naves británicas y forzarán la retirada del resto. Curiosamente había submarinos alemanes en la zona, pero sus torpedos fallaron y no pudieron hacer nada frente a los británicos en retirada. En cuanto al resto de la flota nazi, carecía de combustible y no pudo perseguirlos. Cuando el almirantazgo británico descubrió la debilidad de la posición alemana en la zona, mandó refuerzos y cercó Narvik por mar.


  •  La Segunda Batalla (naval) de Narvik transcurre durante la jornada del 13 de abril de 1940. Los británicos tienen sed de sangre y ahora se presentan con 9 destructores, un acorazado y refuerzo aéreo, mientras que antes de ser cercados los alemanes solo han podido reunir 8 destructores (algunos con daños) y dos submarinos. Tras un duro intercambio de fuego, solo uno de los dos submarinos alemanes logra escapar, el resto de los buques alemanes o fueron encallados para rescatar sus cañones y llevarlos a tierra o fueron hundidos. Los británicos solo perdieron un destructor.


  •  La Tercera Batalla de Narvik se libró por tierra, mar y aire del 9 de abril (sí, se solapa con las fechas de la anterior) al 8 de junio de 1940. Los británicos bombardearon intensamente con barcos y aviones tanto Narvik como sus alrededores, y luego desembarcaron tropas británicas, francesas y polacas. En el ataque por tierra también participaron soldados noruegos. Los alemanes, comandados por el general Eduard Dielt, un hombre capaz, y fuertemente atrincherados junto con la artillería que habían logrado salvar de sus destructores, se defendieron con uñas y dientes, aunque su situación era desesperada y todos los refuerzos que consiguieron fueron el lanzamiento de 90 paracaidistas cerca de sus posiciones, quienes pronto se sumaron a la defensa numantina de la posición alemana, así como la intervención de varios Stukas (bombardero alemán mono-motor famoso por sus ataques en picado a objetivos en tierra o en mar) que hostigaron a las tropas aliadas. Los aliados, conscientes de su superioridad, no tenían prisa, y se tomaron los bombardeos y la ofensiva con calma, dando tiempo a los alemanes a retirarse de Narvik y reagruparse en sus cercanías. No obstante el descalabro de los aliados en los demás frentes de la guerra (Europa y África) les obliga a suspender la ofensiva y a reembarcar sus tropas para mandarlas a lugares de mayor urgencia estratégica. Eduard Dielt no puede creer en su suerte. Retoma Narvik, ciudad que conservarán los alemanes hasta casi el final de la guerra.

 Vídeos de las batallas:


Se ha criticado a cierto sector de los gobernantes y población noruega de alinearse a favor de los nazis, algo por desgracia bastante habitual en la época, y si no que se lo digan a la Francia colaboracionista de Vichy, o al régimen de Franco en España, que llegó a tontear con la idea de entrar en la guerra a favor de Hitler.


Tanque de la 2ª Guerra Mundial exhibido frente al museo de las batallas de Narvik. Fotografía del autor.


Dejando la Segunda Guerra Mundial y volviendo a aquel 26 de abril de 2011 (un día nublado que amenazaba lluvia), por unanimidad decidimos que no se podía explorar la ciudad con el estómago vacío y nos hicimos fuertes en uno de los exuberantes parques para consumir algunos de nuestros recursos alimenticios. Mientras un aire frío y húmedo nos helaba las manos, se fabricaron bocatas y se bebió zumo adulterado con agua (para que durara más). Horrorizados, descubriremos que el atún de las latas que compramos en el supermercado de Harstad esta vez no está envasado en agua, hemos ido un paso más allá en la ranciez y ahora está envasado en gelatina, razón por la cual solo costaban 8 noks (0,9 €) la unidad . La gelatina es translucida y de aspecto maligno, como fuera baba del monstruo de alien, aún con todo hay hambre, y se come lo que hay. En aquel momento las latas de albóndigas eran ya cosa del pasado, pero quedaban aún algunas de tallarines que en palabras de Pablo tenían sabor a moqueta, pero que a mí me gustaban, fríos y todo. Cayó una de aquellas latas en un abrir y cerrar de ojos, y también algunos plátanos igualmente comprados en Harstad y que debían de haber recorrido medio mundo hasta llegar a nuestras heladas manos. Alimentados, ahora solo nos faltaba entrar en calor, así que empezamos a vagar por la ciudad. El museo de la guerra costaba 80 noks (9 €), así que pensamos que después de todo la Wikipedia es gratis (de donde creen que está sacada la información de antes sobre las batallas) y lo descartamos. Sin embargo el cementerio de la guerra estaba abierto, y decidimos entrar. Nada nos había preparado para lo que vimos. Había muchas, muchas tumbas, todas agrupadas por nacionalidades: británicos, noruegos, franceses, sorprendentemente polacos... y también alemanes (en un gesto noble se había dado digna sepultura y homenaje al enemigo, de hecho alguien había colocado una bandera alemana y unas flores en aquella parte del camposanto). Pero lo terrible, lo que realmente te hacía sangrar el alma era contemplar las fechas de las tumbas. Daba igual la nacionalidad, todas tenían una cosa en común: los soldados fallecidos eran todos muy jóvenes, la mayoría de menos de veinticinco años, y algunos de menos de veinte. La guerra es ya de por sí abyecta, pero cuando siega vidas de muchachos a los cuales les quedaban todavía tantas cosas que descubrir... no hay palabras. Mientras paseábamos entristecidos entre las tumbas, el cielo también pareció ponerse de luto y comenzó a llover. Llegado un momento me quedé mirando la tumba de dos muchachos del ejército alemán muertos con veinte y veinticuatro años. Al menos el más joven es difícil que supiera las atrocidades en que se hallaba envuelto su país, y es probable que el mayor estuviera totalmente engañado al respecto. Ambos habían acudido hasta aquel frío e inhóspito paraje a dejar sus vidas en nombre del deber patriótico. Seguramente querían que sus familias estuviesen orgullosos de ellos y puede que incluso buscasen la admiración de alguna chica. Y allí estaban sus restos, bajo nuestras mojadas botas. La historia había llovido sobre ellos, y de un modo que nunca imaginaron y que nunca hubieran deseado. Más ahora era la lluvia de verdad, de esa que moja, la que caía con cada vez más ímpetu sobre nosotros. .








 Nos sacudimos la tristeza de encima como pudimos y regresamos al coche.

 Antes de darnos cuenta, Narvik quedaba ya atrás y a nuestro alrededor volvían a extenderse tupidos y mojados bosques de pinos y abetos. En un momento dado Pablo gritó "¡Alce!" como si su vida le fuera en ello. Lucas reaccionó de manera automática, y en contra de las leyes de la prudencia y el sentido común que normalmente rigen su carácter detuvo el coche en seco y dio marcha atrás. Y efectivamente allí estaban, un grupo de alces trepaba por una ladera boscosa tratando de ocultarse de nosotros tras los árboles. Ahora ya no solo era la señal de peligro renos la que había que tomarse en serio, también la de peligro alces. Los famosos alces resultarán ser criaturas desgarbadas, de patas demasiado largas, hocico abultado, desgreñado pelo de marrón oscuro, orejas enormes y peludas, cuernos pequeños (vimos solo hembras y crías, creo) y una extraña chepa/joroba en el comienzo de la espalda, la cual parece caer hacia atrás. Apenas pudimos fotografiarlos antes de que se escaparan del alcance de nuestros objetivos. Alces y humanos seguimos cada uno nuestro camino.


Mojado, desgarbado y sobretodo esquivo alce. Fotografía del autor.


   En un momento dado la lluvia arreció, haciendo que la conducción a través de la zigzagueante carretera, fuera si cabe más peligrosa de lo que ya de por sí era estando seca. Sin embargo los dioses debieron de considerar que mejor nos dejarían para luego y cesó la lluvia, cosa que aprovechamos para detenernos en una cuneta y admirar el paisaje; las plomizas nubes de lluvia se habían despejado y las montañas nevadas resplandecían a la recientemente ganada luz del día recortándose contra las aguas del fiordo a la vera del cual circulábamos tras haber dejado los bosques atrás.

En la imagen nuestro ferry se aproxima al puerto en la lejanía. Torcida fotografía del autor.

Nuestro coche viaja en el ferry cruzando las aguas del fiordo. Fotografía por cortesía de Lucas.

  Pronto nos vimos en un ferry cruzándonos de vuelta hacia Bognes, donde nuestra aventura de las Islas Lofoten – Vesterålen había comenzado (en esta ocasión atravesamos el Tysfjorden, otra ramificación de la misma lengua de agua del Ofotfjord que bañaba las costas de Narvik). A medio camino de la travesía las nubes se despejaron lo suficiente como para dejarnos ver las montañas enteras e incluso el azul del cielo. Fue una alegría volver a ver brillar las olas que nos flanqueaban y golpeaban. Una vez en Bognes, regresamos a aquel camping en el que Lucas había descubierto la perdida de su cartera hacía ya tanto tiempo (solo tres días, sí, pero nos parecían una eternidad).

  Nos dieron una cabaña distinta a la que habíamos ocupado en la ida. Todo era igual pero simétricamente al revés que en la anterior, lo cual resultaba bastante desconcertante hasta que te acostumbrabas. De nuevo Pablo y yo nos atrincheramos en la alta buhardilla tras subir por una inquietantemente larga escalera de madera y Lucas y Marcos ocuparon abajo las camas de la estancia principal.  Al lado del casetucho de Harstad aquello nos parecía una mansión. Una vez descargados todos los bultos y descansados un poco, Pablo nos hizo notar que aún quedaban varias horas de luz. Fue todo lo que Marcos, Comisario de la Locura, necesitaba oír. Automáticamente nos motivó para emprender una aventura totalmente gratuita y descabellada, de esas que tanto nos gustan. Solo Lucas se abstuvo, estaba lógicamente agotado y prefería quedarse “guardando la casa”. Pablo y yo en cambio fuimos inevitablemente reclutados por Marcos. En los alrededores del camping se erguían varias colinas boscosas coronadas de nieve, y una de sus cimas debía de ser hollada por nuestras botas, o en el caso de Marcos por sus descoloridas y desgastadas deportivas. Así que nos abrigamos y emprendimos la marcha.  Aquí va el relato de la ascensión a la que bautizaríamos como la colina de la locura.

 Todo comenzó de modo perfectamente inocente, caminando por una bucólica praderita llena de dispersos pinos y unos mojados hierbajos de color marrón rojizo que crujían bajo tus pies. 

 Las únicas novedades que encontramos fueron grandes cúmulos de pequeñas cagarrutas, cada una de las cuales podría haber sido defecada por un animal de escaso tamaño, pero que todas ellas juntas indicaban el paso de una gran criatura que en un momento reciente (aún estaban frescas) había decidido la imperiosa necesidad de soltar lastre allí mismo. Para nuestra tranquilidad mental todos decidimos pensar en que había sido un alce y así quedó la cosa. Algunos metros después encontramos las huellas de lo que sin duda debía de ser un abyecto perro gigante… ah no, perdón, eso lo leí en un libro… lo que sí que encontramos fue una pequeña atalaya de madera. Oteamos el paisaje desde ella y trazamos la que sería nuestra ruta: terminar de atravesar la pradera hasta llegar a un arroyo que descubrimos, cruzarlo de alguna manera y subir por la colina que se alzaba a partir de la ribera contraria hasta hacer cumbre. 

Marcos (izquierda) y Pablo (derecha) vistos desde la atalaya en lo que aún seguía siendo una aparentemente inocente pradera. Fotografía del autor.

 Parecía un plan sencillo, y lo hubiera sido si la pradera por la que caminábamos hubiera seguido siendo una pradera. Pero no lo hizo. Apenas a unos pasos más allá de la atalaya de repente nuestras botas y zapatillas se hundieron en un terreno cenagoso que permanecía traicioneramente oculto bajo los horribles hierbajos. Tras varios intentos de vadearlo descubrimos que era inútil, la ciénaga oculta se extendía alrededor de la maldita colina como si de alguna manera la protegiera. Solo había pues un modo de llegar hasta ella: cruzar la ciénaga. Seguro que la colina no había contado con ello. Pablo y yo, que éramos lo que llevábamos botas, marchábamos delante, tanteando con cuidado el terreno y pisando y hundiéndonos hasta la altura del tobillo en una indescriptible mezcla de barro, agua y hierbajos mojados. Marcos iba detrás, pisando en nuestras huellas antes de que se llenaran enteramente de agua. Hacia la mitad del camino la ciénaga decidió subir las apuestas y nuestros calzados se hundieron sin control en el terreno, inundando nuestros pies de agua lodosa. Los últimos metros los hicimos sin preocuparnos ni siquiera de donde pisábamos, ya que teníamos los pies mojados en realidad daba lo mismo. De vez en cuando alguno de nosotros clavaba una de sus pezuñas tan profundamente en la pringue cenagosa que tardaba unos segundos en liberarse y poder continuar.  Y así llegamos al arroyo, que era más ancho de lo esperado y no podíamos cruzar sin mojarnos aún más. Lo vadeamos durante algunos metros hasta encontrar un rincón que nos ofrecía una moderada esperanza de éxito en lograr llegar al otro lado de un salto. Pusimos todo nuestro empeño en ello y conseguimos aterrizar en la otra rivera sin ningún percance. En ese punto era cuando comenzaba realmente la aventura.

 Iniciamos el ascenso a través de una ladera atravesando un espeso y húmedo bosque cuya atmósfera está llena del olor de la tierra húmeda y las hojas y ramas putrefactas por las que vamos apoyando nuestras botas/zapatillas trabajosamente. Ocasionalmente debemos de agarrarnos e impulsarnos del tronco o rama de algún árbol, cuyas cortezas abundan en líquenes. Las rocas que nos encontramos están cubiertas por una capa de musgo de hasta 5 cm de espesor, con lo que realmente lo que parecen son mullidos cojines en los cuales dan ganas de apoyarse y descansar. Más hay que seguir subiendo. La belleza e intensidad del momento es inenarrable. Hollamos pura naturaleza virgen noruega, un lugar por el cual es difícil que otros seres humanos hallan pasado anteriormente (¿quién atravesaría la ciénaga, cruzaría el río y treparía por allí salvo unos locos como nosotros?). 

Se podía hundir la mano en el musgo como si las piedras fueran cojines. Fotografía del autor.

Gran parte de la colina chorreaba debido al deshielo. Fotografía del autor.

  Estamos profundamente imbuidos en la magia de la aventura cuando súbitamente empieza a nevar. No es una nieve cualquiera, es como si llovieran bolitas de corchopan que rebotan al golpearte. Pero basta para inquietarnos. No obstante no hemos llegado hasta allí para rendirnos a la primera de cambio, hay que seguir. La nieve, tras alternar con un ligero mojabobos, cede un poco mientras seguimos aproximándonos a una superficie nevada que confiamos que sea la cima. 

Marcos, aguerrido Comisario de la Locura, no se amedrenta ante la furia de la naturaleza. Fotografía del autor.


  Y así en efecto llegamos a lo que parecía ser la cima, cubierta de al menos medio metro de nieve a través de la cual avanzamos dificultosamente y sin muchos árboles, salvo que no era la cima, aún vislumbrábamos árboles por encima de nuestra posición, pero sí era el lugar en el cual la prudencia aconsejaba detenerse. La prudencia y el magnífico paisaje que podíamos contemplar desde allí. El cielo estaba dividido en una caótica lucha entre el azul de la bóveda celeste y enjambres de grisáceas nubes que avanzaban regando el terreno a sus pies con una confusa mezcla de nieve y agua, debajo de ellas, a la vera de nuestra colina de la locura se extendían diminutas las cabañas del camping, en una de las cuales descansaba Lucas, justo a su lado una fina carretera describía una curva ascendente de derecha a izquierda partiendo el escenario en dos, a su siniestra tierra, casas dispersas, árboles dispersos y una colina boscosa mucho más baja que la nuestra, a su diestra las aguas del fiordo, todo un popurrí de diferentes tonos de azul dependiendo de adonde brillase el sol o donde estuviera lloviendo o nevando o ambas cosas a la vez. Justo en el límite de nuestra perspectiva, más allá del fiordo y de la baja colina, se extendían varios dedos de bosque que incursionaban en el fiordo, y aún más allá una procesión de lejanísimas montañas nevadas que eran intermitentemente ocultadas por las errantes nubes que por esa zona volaban excepcionalmente bajo. Era un escenario tan cambiante e increíble que había que saborearlo con calma para poder captar toda su esencia. 







 Durante algún rato permanecimos absortos por aquel hechizo, no solo era el paisaje, el nevero en el que estábamos también era objeto de nuestra veneración. 

Pablo y Marcos posan victoriosos cerca de la cumbre. Fotografía del autor.

 Sondeamos con un palo el helado terreno, calculamos nuestras posibilidades de llegar a la cima, en el caso de que fuera realmente accesible, y cuando comprendimos que en cualquier momento una nube agresiva podía echarnos encima una lluvia y/o nevada de verdad, decidimos volver. Bueno, el frío también ayudó; nuestro calzado, pantalones y guantes estaban empapados, y el viento nos azotaba de un modo preocupantemente salvaje y gélido. Yo en particular tuve que quitarme las botas varias veces para vaciarlas de nieve y los dedos de la mano me dolían dentro de unos guantes de piel que me había mojado al desprenderme temerariamente de ellos para usar la cámara de fotos. Sí, había que bajar, pero Marcos, Comisario de la Locura, ya había pensado en el modo más rápido de hacerlo: el despeñamiento. Y sí, se dejó caer rodando por la nieve… Y sí, le seguimos. Todavía no se como sobrevivimos a aquel ataque de locura colectiva, solo sé que en un momento dado me encontré dando vueltas sobre la nieve mientras descendía al más puro “estilo Sonic” y rezaba por no chocarme con ninguna piedra o afilada rama oculta. Esta vez la nieve se nos metió por todos lados pero, sin detenernos en nuestro frenesí, al volver al bosque continuamos nuestra loca carrera esquivando malamente árboles y rocas hasta que sin saber muy bien como nos vimos de nuevo en el río. Estábamos sucios, arañados, mojados y un poco magullados, pero misteriosamente enteros. Me preocupé por tener mis botas y guantes completamente rellenos de aguanieve, pero Marcos me dijo que mientras me moviera y generara calor la nieve se derretiría, el agua se calentaría y no tenía de qué preocuparme, y así fue. Volvimos a saltar por encima de las gélidas aguas del río y en esta ocasión cruzamos alegre y despreocupadamente la ciénaga, sabiendo que era imposible mojarnos y ensuciarnos todavía más. La clave de nuestro éxito al regresar fue que no nos detuvimos ni un solo momento (si por cualquier motivo lo hubiéramos hecho lo habríamos pasado un poco mal). Cuando Lucas nos abrió la puerta de la cabaña se quedó mirándonos realmente perplejo; parecía que veníamos de la guerra. Es lo que pasa cuando uno se pone en manos del Comisario de la Locura sin hacer preguntas. Tardamos un rato en limpiarnos a nuestra ropa y a nosotros mismos de tierra, hojas y mugre variada (probablemente heces de alce incluidas), pero cuando terminamos descubrimos que nos habíamos ganado una merecida cena. Pusimos nuestra ropa a secar en todos los sitios que encontramos y efectivamente consumimos una buena porción de nuestros alimentos mientras un furioso viento azotaba las paredes y el techo de nuestra cabaña… parecía como si la naturaleza se arrepintiera de no habernos castigado más duramente por nuestro loco atrevimiento. Pero era tarde para ella, nuestra expedición a la Montaña de la Locura fue un completo éxito que relatamos a Lucas con pelos y señales (y fotos), y que nos permitió dormir de manera especialmente profunda aquella noche (Lucas, conductor auto-esclavizado, siempre dormía bien por la cuenta que le traía). El día siguiente podía esperar un buen puñado de horas a presentarse ante nosotros.


Continuará...



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