lunes, 21 de diciembre de 2015

En busca de la aurora. Capítulo 13: La "Gronlingrotta" y el lago de los hielos negros.

E N   B U S C A   D E   L A 

A U R O R A







Capítulo 13




La "Gronlingrotta"

y el lago de los hielos negros.






En capítulos anteriores...




Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan hacia lo desconocido una fría madrugada de primavera. 


Llegados hasta Oslo tras cruzar Europa y correr diversas aventuras y desventuras (como por ejemplo ser detenidos por la policía), recogen al cuarto miembro de la expedición, que llega en avión hasta allí, y ya reunido todo el equipo emprenden el viaje hacia el norte. En un esfuerzo por dotarse de una pseudo-democracia dentro del itinerante vehículo, se establece un sencillo sistema de votaciones y mayorías así como cuatro "carteras": Comisario de la Locura (Marcos), Comisario de la Cordura y Conductor (Lucas), Comisario de la Miseria (el autor) y Policía Moral (Pablo). Gracias a ello se contará con un eficaz, divertido y equilibrado mecanismo para estudiar y tomar las decisiones más difíciles.




 De algún modo cruzarán el Circulo Polar Ártico (66º 33' N), concretamente hasta el enigmático, bello y maloliente pueblo de Å, justo en el extremo del maravilloso archipiélago Lofoten. Todavía viajarán más al norte cruzando las islas Vesterålen y alcanzando la ciudad de Harstad, a 68º 47' N. De allí emprenderán al fin el azaroso camino de vuelta al sur, de regreso al todavía muy distante hogar, visitando en el camino la ciudad de Narvik, escenario de terribles batallas en la 2ª Guerra Mundial. También se realizará el ascenso a la así llamada "Colina de la Locura", cruzando una ciénaga y soportando lluvia y nieve a cambio de descubrir un soberbio paisaje. Al día siguiente se proseguirá hacia el sur, cruzando de nuevo la meseta ártica con un extraño objetivo en mente: descubrir la mística "Gronlingrotta", una espectacular gruta helada, y explorar el legendario lago de los hielos negros que se oculta cerca de ella.
 




 Día 12: 27/04/2011 (miércoles)


 Recuerdo que aquella mañana la alarma del móvil de Lucas (la que siempre tenía el dudoso honor de despertarnos) me pareció una broma pesada fruto de algún revoltoso sueño. Sin embargo resultó ser algo real, y a los pocos minutos todos nos sacudíamos las legañas mientras nos afanábamos en recoger toda la ropa que habíamos dejado colgada por doquier tras volver empapados de nuestra aventura en la colina de la locura. Desayunamos, limpiamos, cargamos el coche y dijimos adiós a aquel camping, esta vez de manera definitiva. Nuestro objetivo era un pueblecillo llamado Mo i Rana.




 El camino que recorrimos durante los primeros kilómetros nos resultaba perturbadoramente familiar. Aquella sinuosa carretera secundaria era la misma ruta que tuvimos que hacer, deshacer y volver a hacer durante la pérdida de la cartera de Lucas, hacía ya cuatro días (véase capítulo 9). De nuevo Lucas condujo zigzagueando por una ruta que oscilaba en medio de bosques, a la vera de hermosos lagos y bajo la sombra de impresionantes riscos montañosos de roca negra manchados aún de nieve e invadidos por innumerables árboles que se aferraban obstinadamente a sus escarpadas faldas. El deshielo había avanzado considerablemente y una miríada de pequeños arroyos se precipitaban desde lo alto de los acantilados de roca, murmurando con el sonido de sus cascadas, brillando a la luz del sol, y cruzando árboles, piedras y barro para finalmente caer sobre la carretera, atravesarla y poder desembocar en las calmadas aguas lacustres. 

Casacada fruto del deshielo, visiones así eran normales durante el camino. Fotografía del autor.


 Era sin duda un espectáculo precioso, aunque no nos distrajo de parar en la solitaria gasolinera autoservicio donde Lucas suponía que se le había caído su cartera (recordemos que con toda su documentación, carné de conducir y tarjetas de crédito incluidas). Preguntamos a un tipo que estaba repostando, pero lógicamente no nos pudo dar ningún tipo de información más allá de sugerirnos que acudiésemos a la comisaria más cercana a ver si sabían algo. Hubiera sido un buen consejo para cualquiera menos para nosotros. Por supuesto no le dijimos que tras haber sido detenidos, registrados, desnudados e interrogados preferíamos no volver a encontrarnos con las autoridades noruegas, y más cuando en venganza nos dedicábamos a ignorar deliberadamente el sistema de peajes de sus carreteras.  En lugar de ello nos despedimos amablemente del conductor y proseguimos hacia el sur. Por segunda vez atravesamos la altiplanicie ártica del "Svartisen National Park" (véase mapa). Como esperábamos, el paisaje no nos decepcionó. LLegados a la cota más elevada, la nieve lo cubría todo a excepción de la carretera por la que circulábamos y una vía férrea que también pasaba por aquel punto. Parecía como si hubieran arrojado una enorme sábana blanca sobre la tierra para cubrir los bosques, las rocas, las colinas, todo. Teníamos la esperanza de que la oficina turística que marcaba la frontera del Círculo Polar Ártico ahora sí estuviera abierta y esta vez nos pudieran sellar nuestro certificado para demostrar a todo el resto del mundo que habíamos pasado por allí. Consideramos un buen augurio el divisar a una enorme máquina quitanieves conducida por una aguerrida mujer noruega y que arrojaba un enorme y continuo chorro de nieve a la vera del camino. Pero nuestro gozo acabó en el fondo de un pozo, la oficina turística seguía sepultada bajo sus buenos dos metros de nieve. 


Mejor no ponerse al alcance del chorro de nieve, y menos aún de las afiladas hélices. Fotografía del autor.


 Lucas aparcó allí donde el improvisado parking que encontramos le pareció menos encharcado y bajamos a despedirnos de aquel lugar donde terminaba para nosotros nuestra aventura ártica. El aullar del viento sobre la nieve y el rugido de la máquina quitanieves era todo lo que uno podía oír allí, salvo cuando ocasionalmente pasaba algún coche haciendo resonar sus neumáticos sobre el asfalto. El astro rey se habría paso como podía entre un mar de desordenadas nubes, haciendo brillar la nieve con un fulgor doloroso que volvía imprescindibles las gafas de sol. Decidimos no demoramos en aquel inhóspito lugar al cual aún le faltaban semanas para verse invadido de turistas, así que tras chapotear de vuelta al coche reemprendimos la marcha a través de aquella desolación blanca. 


El sucio gris de las deshilachadas nubes hacía juego con la nieve. Fotografía del autor.

 Al igual que en la ida, volvimos a divisar renos, pero esta vez aquellos animales hicieron algo más que limitarse a observarnos y Lucas tuvo que pisar repentinamente el freno cuando un grupo de ellos decidió que, después de pasar toda la mañana vagando por ahí, aquel era indudablemente el mejor momento para cruzar la carretera. Gracias a los reflejos de Lucas nos salvamos de cometer un "renicidio involuntario" (lo que nos hubiera faltado, fichados como sospechosos en la frontera, circulando sin pagar peaje a lo largo de más de mil kilómetros, con nuestro único conductor desprovisto de carne de conducir y encima matando renos... a la policía sin duda le hubiera hecho mucha gracia, sobre todo cuando nos hubiera empujado dentro de un frío y húmedo calabozo). A raíz de aquel susto las señales de peligro renos/alces fueron tomadas completamente en serio (no como las de ciervos en España o en Francia, que son meramente ornamentales).


Señal de peligro renos. O allí los renos llegan a medir hasta un kilómetro de largo o es que solo se cruzan en ese trecho de distancia y no en otro, la señal no lo termina de dejar claro. Fotografía hecha por el autor en un momento posterior del viaje.

  
 Una vez cruzada la altiplanicie ártica y esquivada la manada de renos, no nos dirigimos directamente a Mo i Rana. El objetivo del día era explorar una misteriosa y bella caverna helada, la famosa Gronlingrotta, que no en vano aparecía reseñada en negrita en nuestra guía de viaje. Se encontraba oculta en medio de los bosques nevados de la región y al parecer había un pequeño puesto para visitantes desde el cual te indicaban el camino a seguir para no perderte y perecer en la interperie. Como objetivo secundario, estaba el también famoso lago de los Hielos Negros. Si el lector está imaginando un lago sobrenatural cubierto por siniestros hielos negros como la obsidiana, siendo decepcionarle. El curso de agua que desemboca en el lago es el río Negro, y de ahí el nombre. Con todo la guía describía el lago como un lugar de excepcional belleza, afirmación que decidimos verificar. Lucas condujo por una serpenteante carretera que nos llevó a través de distintos valles y colinas cubiertas por bosques de puntiagudos pinos, densos y nevados como en una postal navideña. No nos pasó desapercibido el hecho de que nuevamente volvíamos a ganar altura y el manto níveo se volvía más y más grueso. Finalmente llegamos a un punto en cual la carretera se convirtió en una pista de tierra, y luego la pista de tierra en un camino de cabras nevado por cual Lucas sensatamente se negó a rodar. Así pues descendimos del vehículo tras aparcarlo en una cuneta y continuamos a pie. Lucas sin embargo decidió desertar de la misión; estaba cansado y consideraba que los riesgos y las más que probables penurias que habría que soportar no merecían la pena, así que se quedó echándose una merecida siesta en el coche. Respetando su prudencia, los demás continuamos nuestra aventura sin atender al sentido común.  

 Para abrir boca, de primeras no tocó ascender por una empinada pendiente que hizo jadear a mis dos compañeros (a pesar de llevar tantos días de pasajero sedentario, yo aún conversaba parte de mi forma física). Cuando al fin hicimos cumbre, encontramos el esperado cartel con un mapa en el cual aparecía indicado que en efecto habíamos llegado al lugar correcto. Habría sido maravilloso si dicho cartel no hubiera estado semi enterrado en la nieve. 

El cartel indicando el camino a seguir, al menos la parte de él que la nieve dejaba ver. No, no era un buen presagio. Fotografía del autor.



 A pesar del funesto augurio, seguimos andando en busca de alguna otra señal de civilización que nos diera esperanzas. Por fortuna había un rastro de orugas de motonieve que nos daba una dirección a seguir. A partir de este punto la marcha se volvió lenta y penosa, frecuentemente nos hundíamos en la nieve hasta la rodilla y en ocasiones alguno de nosotros quedó atascado y tardó un rato en poder liberarse. Para hacer frente a este hándicap, utilizamos la única técnica que permite caminar por la nieve sin disponer de raquetas o esquíes: la técnica del zapador. La persona que iba delante, que denominaremos zapador, iba abriendo camino y literalmente metiendo la pata cada ciertos pasos, de modo que el resto del grupo podía beneficiarse de su sacrificio y solo tenía que pisar sobre la superficie apelmazada de sus huellas para poder caminar con seguridad, evitando las zonas donde las botas del zapador (y probablemente todo el resto de su pierna) habían sucumbido a la poca firmeza del terreno. Marcos cumplió valientemente con su papel de Comisario de la Locura y ocupó el sufrido puesto de zapador la mayor parte del tiempo, liderando y alentando nuestro lento avance. El hecho de calzar unas raídas zapatillas de deporte no pareció ser un problema para él, y a la postre, con botas o sin ellas, todos terminamos con los pies igual de mojados.

Pisada fallida de zapador, un área a evitar. Fotografía del autor.


 Según avanzábamos el panorama que íbamos encontrando no contribuyó demasiado a tranquilizarnos. Primero descubrimos las motos de nieve cuyas huellas habíamos estado siguiendo (y que parecían ser el único modo de desplazarse rápidamente por aquel lugar). Los vehículos tenían aspecto de no haber sido tocadas en varios días. Luego divisamos una cabaña vacía y medio sepultada, y poco después un camión enterrado en más de un metro de nieve...


La civilización se había marchado de allí hacía tiempo y aún no había decidido volver. Fotografía del autor.

Pablo ocupa el papel de zapador, avanzando hacia un destino nevado e incierto. Fotografía del autor.


 En este punto nuestra moral empezó a flaquear. Por fortuna teníamos a nuestro Comisario de la Locura para enardecer nuestros ánimos y empujarnos hacia delante. "Mirad, el camino continúa a través del bosque" - dijo Marcos - "¿Y si la Gronlingrotta está tras el primer recodo? ¿O del segundo? ¿Nos perdonaremos por habernos quedado tan cerca y haber desistido?". "¡No!" respondí. Pablo, tras ir en vanguardia y haberse hundido varias veces en la nieve, no parecía tan convencido, pero ya que estábamos allí consintió en seguir un poco más. 

  El camino nos internó en un bosque profundo y primigenio. Al principio me pareció que algunos de los abetos que nos flanqueaban eran extrañamente bajos, como si los acabaran de plantar, hasta que sintiendome muy estúpido caí en la cuenta de que estaban enterrados... ¿Cual era el grosor de la nieve en aquel punto? Creo que ninguno de nosotros tenía demasiadas ganas de averiguarlo, aunque cuando escuchamos el sonido de un curso de agua que parecía venir justo de por debajo de nuestra posición no pudimos evitar ponernos un poco nerviosos. No fue en el primer recodo, ni en el segundo, en verdad nos rendimos al girar en la tercera curva y comprobar que el camino seguía y seguía, internandose cada vez más en un salvaje mundo helado que nos era tan ageno como bien lo podía ser nuestra selva de asfalto para las criaturas que sobrevivían allí. Era imposible saber durante cuanto tiempo podía proseguía la ruta antes de llegar a una cueva que probablemente estaría sellada por la nieve, solo sé que me sentía lejos de todo. Estábamos en medio de la nada a una respetable distancia de nuestro coche, que estaba aparcado en medio de la nada... circunstancia que por algún motivo me proporcionó una elevada cantidad de paz y serenidad. Antes de dar media vuelta, solicité pasar un par de minutos más allí. Hice todo lo que pude por grabar en mi disco duro mental aquel pedazo de naturaleza pura e indómita (al menos hasta que semanas más tarde llegaran el resto de turistas).

Un lugar de frío, belleza, desolación y paz. Fotografía del autor.

 A día de hoy, cada vez que estoy estresado todavía recuerdo aquel lugar. Escucho el crepitar de la nieve bajo nuestras botas / zapatillas, el susurrar de un río cuyas relucientes y gélidas aguas se habría paso a duras penas entre la nieve al fondo de una hondonada a nuestra derecha, el ahogado gemido del viento entre las copas de miles de árboles... La magia se terminó en el mismo instante en el cual empecé a sentir el frío de mis pies mojados y la idea de regresar al interior de un vehículo calefactado empezó a ser más que apetecible

  La caminata de vuelta se nos hizo larga y tortuosa, sobre todo el resbaladizo descenso de la cuesta que anteriormente nos había tocado subir, aunque cuando divisamos el vehículo en el cual Lucas nos aguardaba con toda su santa paciencia nuestra moral creció, suceso que Marcos aprovechó para proponer que después de tantos esfuerzos no nos fueramos con las manos vacías y tratáramos de localizar el lago de los Hielos Negros. Olé por el Comisario de la Locura. El camino que supuestamente conducía hasta el maldito lago salía de nuestras inmediaciones y avanzaba llaneando por el medio del ubicuo bosque, eso sí, ¡oh sorpresa! ¡estaba totalmente anegado de nieve! Esta vez la marcha fue mucho más difícil, pues la nieve estaba todavía más suelta y por muchas precauciones que uno tomara, de vez en cuando alguien terminaba hundiendose en ella casi hasta el muslo, principalmente Marcos, quien una vez más abría camino. De nuevo ninguno queríamos conocer el grosor de la nieve que nos separaba de lo que otrora fuese una pista de tierra perfectamente transitable, más esta vez tuvimos la desgracia de descubrirlo al localizar lo poco que sobresalía de una señal de tráfico que indicaba peligro, su símbolo de exclamación asomando a pie de nieve hablaba por si mismo.

Claramente la señal no pudo advertirse a si misma del peligro que anunciaba. Fotografía del autor.


 Al menos la risa nos hizo olvidarnos por un momento del frío y del cansancio. A nuestra izquierda, bajando un peliagudo y níveo terraplen tachonado de pinos, zumbaba el río Negro, que solo ocasionalmente se dejaba ver entre los ubicuos árboles. Solo teníamos que seguirlo para encontrar el lago homónimo, algo más fácil de decir que de hacer. Nunca lo llegamos a alcanzar, pero al menos lo vimos, o mejor dicho lo vislumbramos en la distancia. Al llegar a una brusca curva, el camino se abrió a un amplio y bello paisaje, que nos mostraba lo que efectivamente parecía ser un lago helado en la lejanía. Sí, tenía forma de lago, y sí, estaba cubierto de hielo. Pablo fue quién verbalizó lo que todos pensábamos, "vale, aunque de lejos hemos visto el Lago Negro, que por cierto no es negro; nos ha saltado el logro, momento de volver al coche". Y eso hicimos sin dudarlo.

Presumimos que la superficie blanca que se adivina al fondo del río y a la derecha de Pablo y de Marcos  es el lago de los Hielos Negros.

 Recuerdo que hice todo lo posible por pisar sobre nuestras propias huellas, así que no sé como es posible que la nieve tratara de devorar mi pierna tantas veces. Llegamos al noche mojados, sudados y hechos polvo. Estaba claro que no éramos hombres de acción. Lucas nos miro con cara de "¿veis? os lo dije" mientras ponía la calefacción al máximo. Agradecimos el calor y poder sentarnos sobre algo que no fuera nieve, pero agradeceríamos mucho más encontrar un techo bajo el cual cobijarnos, una buena cena que engullir y un lecho confortable en el cual dormir. Era tarde, así que nos apresuramos en la búsqueda de una cabaña. Por fortuna al cabo de no más de media hora de carretera alcanzamos Mo I Rana, nuestro destino. 

 Mo I Rana era antiguamente llamado únicamente "Mo", pues originalmente allí existía una granja con tal nombre. Sin embargo, había otro pueblo en Noruega con la misma denominación monosilábica y la gente solía confundirlos, así que añadieron el nombre de la región, que se llama Rana. Recuerdo que leía todo aquello en la guía mientras trataba de distraernos (y sobre todo de distraerme a mi mismo) de lo tarde que era. El primer camping que visitamos tenía muy buena pinta, o la hubiera tenido de haber estado abierto. El segundo también fue un fracaso, así que cuando llegamos al tercero en nuestra lista y lo encontramos desierto empezó a cundir la desesperación. Pudimos habernos rendido, haber seguido buscando y haber terminado durmiendo mojados en el coche, sin embargo tuvimos la suerte de que Lucas no perdiera la calma. El hombre salió del coche, caminó hasta la desierta garita de la recepción, vió un número apuntado y llamó. La mujer noruega que le respondió nos ofreció la posibilidad de habitar una de las cabañas del lugar por 750 noks (≈ 78 €), tras hacernos saber que en temporada alta llegaban a alcanzar más de 1.000 noks (≈ 104 €) para el caso de que aquel precio se nos figurara muy caro. Seguro que Lucas estuvo tentado de responderle que estábamos cansados, que teníamos frío y hambre, y que de buena gana hubieramos pagado 2.000 noks por dormir en una caseta de perro, pero en lugar de ello se limitó a aceptar la oferta tras un breve (y estoy seguro que finjido) tituveo. Al cabo de unos minutos la mujer, probablemente moirraeña, se presentó para darnos una código numérico. "Vale para cualquiera de las casas, solo tenéis que teclearlo en el panel de la entrada" - dijo la señora señalando a la media docena de cabañas rojas que teníamos en las proximidades - "elegid la que querais y pasad una buena noche". Y se marchó sin decir nada más. Sí, así son los noruegos. "Podemos coger una casa distinta cada uno", comenté, pero se decidió que si hacíamos eso el karma cósmico probablemente nos castigaría y la siguiente noche la pasaríamos en el coche, así que elegimos solo una para todos. 

Aquella fue sin duda la mejor casa de todo el viaje, y también la que más disfrutamos, dadas las circunstancias. Fotografía del autor.


 Denominar casa o cabaña al lugar en el que entramos es faltar a la verdad, pues en realidad se trataba de una mansión, el lugar más grande y lujoso que habíamos podido hollar con nuestras sucias y mojadas botas en todo el viaje. Dos habitaciones generosas más una enorme buhardilla, un bien provisto baño, una tele gigante de plasma dominando un extenso y bien amueblado salón que incluía un largo sofá, varias mesas y sillas, amplios ventanales que ofrecían unas bellas vistas del nevado exterior, y todo ello sin olvidar una cocina integrada en un rincón y en la que no escaseaba ni el espacio ni los pertrechos necesarios para cocinar todo tipo de cosas ricas... y todo ello caldeado por cortesía de dos misérrimos y diminutos radiadores eléctricos que pronto quedaron cubiertos por nuestra ropa mojada. Yo me apoderé en exclusividad de la enorme buhardilla, donde había dos camas y un calentador de agua al fondo, al lado de un ventanuco gracias al cual se podía contemplar la interperie de la que nos habíamos librado por muy poco. El suelo era de crujiente madera y andé con cuidado para no machacar con el sonido de mis pasos a los moradores de las habitaciones de abajo, en una de las cuales se encerró a Pablo (una noche más era necesario poner a sus ronquidos en cuarentena) y en otra convivirán Lucas y Marcos. Para culminar nuestra completa victoria, decidimos invertir los complejos recursos de nuestra cocina en hacer ramen. Un poco de agua caliente, se echa la pasta deshidratada, los polvos de origen pagano que te venden con ella y... ¡Ta chan! Diez minutos después ya tienes un magnífico, humeante y demoniacamente picante plato caliente. Los dos minúsculos radiadores del salón debían de estar directamente conectados con el infierno, pues calentaron la casa y ayudaron a secar nuestra ropa. Al encender la enorme TV lo primero que apareció fue un verde campo de futbol sobre el cual corrían unos tipos equipados con ropa deportiva corta y toda de blanco tratando de robarle un balón a otros vestidos de igual guisa pero con colores azul granas. A ninguno de nosotros nos interesa ni lo más mínimo el fútbol, así que si no cambiamos de canal tal vez fue por sentir un poco de morriña patria, aunque apenas prestamos atención a la TV y su misión fue únicamente la de crear ambiente mientras sorbíamos ruidosamente la pasta y comentábamos alegremente los sucesos del día casi como si les hubieran pasados a otras personas, no a nosotros, cómodos, calefactados y con el estómago lleno. Después de recoger y fregar, me senté a tomar notas en mi cuaderno de viaje. Logré escribir una página y media hasta que el cansancio me obligó a subir a la buhardilla y a caer a plomo en el mundo de los sueños. No recuerdo que soñé, pero espero que no hubiera nieve.










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