domingo, 11 de febrero de 2018

En busca de la aurora. Capítulo 14: Trondheim y Røros

E N   B U S C A   D E   L A 
A U R O R A






Capítulo 14



Trondheim y Røros





  En capítulos anteriores...



  Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan hacia lo desconocido una fría madrugada de primavera. 

  Llegados hasta Oslo tras cruzar Europa y correr diversas aventuras y desventuras (detención policial incluída), recogen al cuarto miembro de la expedición, que llega en avión hasta allí, y ya reunido todo el equipo emprenden el viaje hacia el norte. En un esfuerzo por dotarse de una pseudo-democracia dentro del itinerante vehículo, se establece un sencillo sistema de votaciones y mayorías así como cuatro "carteras": Comisario de la Locura (Marcos), Comisario de la Cordura y Conductor (Lucas), Comisario de la Miseria (el autor) y Policía Moral (Pablo). Gracias a ello se contará con un eficaz, divertido y equilibrado mecanismo para estudiar y tomar las decisiones más difíciles.


  De algún modo cruzarán el Circulo Polar Ártico (66º 33' N), concretamente hasta el enigmático, bello y maloliente pueblo de Å, justo en el extremo del maravilloso archipiélago Lofoten. Todavía viajarán más al norte cruzando las islas Vesterålen y alcanzando la ciudad de Harstad, a 68º 47' N. De allí emprenderán al fin el azaroso camino de vuelta al sur, de regreso al todavía muy distante hogar, visitando en el camino la ciudad de Narvik, escenario de terribles batallas en la 2ª Guerra Mundial. También se realizará el ascenso a la así llamada "Colina de la Locura", cruzando una ciénaga y soportando lluvia y nieve a cambio de descubrir un soberbio paisaje. Al día siguiente se proseguirá hacia el sur, atravesando de nuevo la meseta ártica con un extraño objetivo en mente: descubrir  la mística "Gronlingrotta", una espectacular gruta helada, y explorar el legendario lago de los hielos negros que se oculta cerca de ella.



 Tras deambular en medio de solitarios bosques sepultados en nieve, no se localizará la gruta y solo se verá desde lejos el lago, pero ello no quitará mérito a la aventura. Repuestos tras la experiencia, se continúa hacia el sur con la intención de visitar la alegre ciudadela de Trondheim y el helado pueblo minero de Røros.
 



 Días 14 y 15: 28/04/2011 - 29/04/2011 (jueves y viernes)


 Desperté en mi buhardilla privada, un lujo al que sabía que no podía acostumbrarme, y bajé a desayunar ceremoniosamente mientras leía la novela Choque de Reyes del genial G. R. R. Martin, que como ya he comentado en alguna ocasión es especialmente apta para viajes de aventura como aquel. Como ignoraba cuando podría volver a desayunar tan cómodamente, lo aproveché todo lo que pude. Luego la rutina mañanera hizo girar por enésima vez sus engranajes: limpiar, revisar nuestras pertenencias y llenar el maletero del coche de Lucas hasta su límite. En mitad de toda aquella frenética actividad apareció un hombre de aspecto netamente nórdico y que resultó ser uno de los dueños del campin. Su misión era muy clara: cobrarnos. Concretamente eran 750 Noks, oséase, unos 80 €, y había que pagarlos forzosamente en metálico. Lucas, nuestro tesorero (entre todas sus otras funciones), rebuscó apresuradamente en la bolsa comunal del dinero y únicamente pudo hallar 500 Noks. Tras mostrárselos al dueño del camping con cara de circunstancias, le aseguró que si nos daba un poco más de tiempo buscaríamos un cajero y le daríamos más. Entonces el nórdico contempló nuestra barba de varios días, nuestras miradas ojerosas, el coche lleno de destartalados bártulos, la matrícula de España, la cutre bolsa en la cual guardábamos nuestras exiguas finanzas y... sintió lástima. Así que aceptó los 500 Noks de Lucas (52 € aprox.) y se marchó antes de que pudiera arrepentirse de lo que estaba haciendo. Gracias a nuestro desarrapado aspecto, nuestro viaje se abarataba un poco.

 Pusimos rumbo a Trondheim, en cuyas cercanías haríamos noche, y al día siguiente seguiríamos hasta el viejo pueblo minero de Røros.



Trayecto de Mo I Rana a Røros, haciendo noche en Snåsa y con escala en Trondheim, algo más de 600 km en unas 9 horas. Cortesía de Google Maps.


 El viaje de regreso hacia el sur fue tan duro como las pedregosas carreteras por las cuales tuvimos que circular a lo largo de incontables kilómetros. Lo único destacable durante el camino, más allá de las interminables colinas boscosas, fue una gran catarata provocada por una presa, la cual descubrimos gracias al bramido de sus aguas mucho antes de llegar a verla. Lo cierto es que resulta hipnótico ver tanta agua rugiente cayendo a la vez.


El estruendo que producía toda esa agua al caer era comparable al de un garito madrileño cualquiera, aunque no superior. Fotografía del autor.


 Mientras regresábamos de ver la presa, Marcos fue atacado por un trol noruego gigante, un peligro que siempre hay que tener en cuenta por aquellos lares. Menos mal que el ser no consideró a Marcos como un bocado muy apetecible, no le debió de gustar su olor y su poca chicha y le permitió escapar.

Trol ataca a Marcos.  Fotografía del autor, quién ni se planteó acudir en socorro del infortunado compañero.


 Finalmente, presas y troles a aparte, revasamos el pueblo de Snåsa y regresamos a un lugar que conocíamos muy bien, el camping del lago helado. Los hielos habían menguado un poco desde que nos hospedáramos allí hacía ya tantos días, pero seguían siendo un espectáculo digno de ser admirado. Además, también seguían allí los cientos de gansos, los cuales continuaban armando bulla mientras revoloteaban de un sector del hielo hacia otro. Decir que a pesar de que casi estábamos en mayo, de nuevo no pudimos romper el hielo que estaba a nuestro alcance, por mucha furia que pusimos en las pedradas que le dirigimos. 

 Pablo y yo recorrimos los bosques cercanos mientras Marcos y Lucas descansaban en la cabaña que el dueño del camping nos asignó y que era casi igual a aquella en la cual nos habíamos hospedado en el viaje de ida: un pequeño salón con cocina integrada, un baño y una escueta habitación en la planta baja, junto con una buhardilla a la que se accedía por una angosta escalera y que se hallaba delimitada por barrotes de madera a modo de una improvisada prisión. 

 
Pablo entra en la pequeña pero acojedora cabaña en Snåsa, con el fiel Mondeo de Lucas aparcado al lado. Fotografía del autor.


 El lector sufrirá las dosis justas de envidia si le digo que en Noruega, a poco que te alejes mínimamente de la civilización, en seguida te encuentras rodeado del zumbante verdor de una naturaleza que se mantiene pura e imperturbable, y que regala gratuitamente su paz a los seres humanos, ya que no suele haber osos u otros predadores que nos amenacen. 

 No obstante, Pablo y yo no pudimos recrearnos demasiado deambulando por el apacible bosque noruego, pues teníamos que ayudar con las tareas cotidianas, en concreto lavando la tonelada y media de ropa sucia que portábamos. Convencimos al dueño del camping de que suministrase electricidad a la lavadora y a la secadora que allí había, y nos pusimos con la faena. Gastamos algo más de tres horas de electricidad, sin embargo en el proceso cometimos un pequeño error: nos equivocamos con los botones de la secadora y seleccionamos aire frío en lugar de caliente. Así que cuando finalmente la electricidad, ese preciado don de nuestra civilización, abandonó a las máquinas, descubrimos que nuestra tonelada y media de ropa seguía mojada como un mocho de fregar. El resultado fue que toda la cabaña terminó cubierta de ropa secándose. No hubo rincón que no aprovechásemos: barandillas, mesas, sillas, cuadros, puertas, los pomos de las puertas, el mueble de la televisión, la propia televisión, lámparas, los marcos de las ventanas, los barrotes de la buhardilla -prisión... incluso tuvimos que colgar ropa en el exterior con la esperanza de que el Sol de la mañana pudiera deshelarla antes de que nos fuéramos. Fue un castigo del universo, ya que nunca llegamos a pagar por la electricidad gastada... de todos modos tender la ropa fuera fue una experiencia curiosa, pues a pesar de que era ya noche cerrada, seguían escuchándose a los cientos de gansos graznando más allá de la oscuridad, en algún lugar sobre el hielo. 
  Viendo aquella cabaña a la que acabábamos de llegar, casi parecía que llevábamos meses viviendo en ella; a la ropa colgada de sumaban todos nuestros pertrechos tirados por ahí sin ton ni son en toda una apología del desorden. Lucas se encerró en la habitación única, Marcos se acomodó en el sofá del salón, y Pablo y yo nos hicimos fuertes en la buhardilla - prisión. Dormí apaciblemente tras los barrotes de mi jaula de madera, rodeado por mis bártulos y mucha ropa secándose.

 Al día siguiente, de algún modo recogimos nuestras cosas, ropa húmeda incluída. Pagamos al dueño del viaje, quién decidió que ya teníamos bastante con lo nuestro y solo nos cobró por la cabaña omitiendo la electricidad de la lavadora y secadora, y seguimos viaje.  

 Nuestro destino aquel día fue Trondheim, la segunda ciudad más grande de Noruega. Se trata de una urbe costera que ha decidido prescindir de playa a cambio de tener un importante puerto y que está construida alrededor del zigzagueante río Nidelva (Nid para los noruegos), en cuyas riveras se apostan numerosos edificios de madera de afilados techos a dos aguas y pintados de vivos colores, los cuales gracias a toda una batería de robustos pilares asientan parte de su estructura en el propio río, robándole un poco de espacio a sus opacas y oscuras aguas y de paso creando un bello espectáculo. 

Casas de Trondheim al pie del río Nidelva. Fotografía del autor.


El río Nidelva cruzando Trondheim. Fotografía del autor.
 


 Al pasear por las amplias y cuadriculadas calles de Trondheim, uno es recibido por una ciudad alegre y vivaracha, bien surtida de árboles y en la cual casi todos sus edificios son de estilo más o menos clásico, en general dominados por colores vivos, de entre dos y cinco plantas. Sin estar aparatosamente concurridas, las calles sí mostraban el vital ir y venir de sus atareados ciudadanos, creando esa sensación de vibrante dinamismo que toda ciudad un poco grande tiene. 

 Nuestra primera obligación como impenitentes turistas fue la de honrar con una breve visita a la catedral de Nidaros. 

 Nidaros debe su nombre al río Nid (Nidelva), y se trata de una catedral gótica construida a base de una oscura piedra gris notoriamente envejecida por los rigores del clima, y que se halla coronada por numerosos torreones culminados en puntiagudos pináculos cónicos de pizarra, entre los cuales descata una torre central dominada por una gran aguja pirámidal revestida de verde y oxidado cobre que sobresale respecto respecto del resto del edificio y también en el propio horizonte urbano de Trondheim. Tanto la nave central como los transeptos de la catedral se hallan rematados mediante tejados a dos aguas igualmente recubiertos de verde óxido de cobre. Sus múltiples fachadas son prolijas en pequeños ventanales rematados por arcos ojivales con alguna gárgola que otra por ahí.  

Marcos, Pablo y Lucas (de izquierda a derecha) posan frente a la catedral de Nidaros, que como se puede ver está rodeada de un parque con un campo santo. Fotografía del autor.


 La fachada principal recuerda muchísimo a Notredam y en general a las del resto de catedrales góticas francesas. Un gran rosellón domina la vista, viéndose rodeado por numerosos arcos ojivales columnados que cobijan varias estatuas y que se situan en tres niveles, uno grande a ambos lados y dos más pequeños debajo. El puntiagudo tejado a dos aguas del crucero principal se alza sobre el rosellón junto con toda su decoración barroca, y finalmente dos macizas torres flanquean la estructura como petreos y elevados custodios.









Fachada de Nidaros, de estilo gótico. Fotografía del autor.


  Acompañados por el refrescante parque que rodea Nidaros y sus esparcidas y carcomidas lápidas de piedra, contemplamos un rato la oscura roca, el verdor de los revestimientos de cobre y la barroca decoración, y finalmente decidimos que ya que estábamos allí debíamos de entrar a husmear un poco en tan singular construcción. 

 Nidaros es una catedral que esconde un interior sorprendente. Por dentro está escasamente iluminada por la difusa luz que se filtra a través de las estrechas vidrieras de los laterales y el rosellón, de colores rojos y azulados, así como por unas no muy luminosas lámparas que cuelgan extrañamente suspedidas del techo a ambos lados de la nave central. La penumbra crea un ambiente de misticismo y recogimiento, logrando que tu mente se deje permear por la belleza mística que emana de todos sus rincones, de todos sus juegos de luces y sombras, de los tenues rayos de luz filtrados por las vidrieras, de las imágenes ancestrales talladas en piedra por hombres que vivían en tiempos que ahora vemos representados en el cine y nos parecen irreales, pero que fueron protagonizados por gente como nosotros, quienes veían plasmando en su trabajo la esencia de lo divino. Hubiera deseado quedarme un largo rato en aquel lugar rumiando esas y otras reflexiones, pero los tiempos se imponían, y tras dejar que entrara en mí toda la belleza que pude asimilar, como quien llena una garrafa, salí con mis compañeros de allí para proseguir el viaje.

 Paseando por las alegres calles de Trondheim, terminamos sentándonos en un banco de la plaza central del lugar, bajo la alta columna coronada con la estatura del vikingo fundador de la ciudad allá por el S.X, Olaf Tryggvason, y comiéndonos la ración asignada para ese día (tallarines de lata más zumo adulterado con agua). 

 
Olaf Tryggvason preside desde las alturas de su columna la ciudad de Trondheim, que él mismo fundó. Fotografía del autor.


 Hacía un sol de justicia, que nos comimos también, pues la sombra que proyectaba la columna del señor Tryggvason ya estaba ocupada por unos adolescentes vestidos todos con los mismos chándales, que lucían los colores del país (rojo, azul y blanco) y contaban con numerosas insignias bordabas en los mismos, aunque unos tenían más y otros menos. Ya habíamos visto a marrulleros estudiantes vestidos de esa guisa en Oslo, y nos habíamos quedado con la sensación de estar perdiéndonos alguna buena historia. Como somos unos viajeros sosos y desaboridos, no preguntamos nada a los chavales de los chándales, pero semanas más tarde, mientras ponía en orden mis notas de vuelta en España, consulté a San Google en busca de repuestas, y las encontré. Aquí va la explicación. Se trata del... ¡Russefeiring! 

  Cuando los estudiantes noruegos finalizan su equivalente a nuestro 2º de bachillerato y logran pasar su selectividad, lo cual en efecto sucede en abril, lo celebran como se debe de celebrar un acontecimiento así: emborrachándose como si no hubiera mañana y cometiendo todo tipo de locuras. Sí, alcohol, adolescentes súper hormonados y final de exámenes, la tormenta perfecta. El evento se conoce como Russefeiring (russ significa “graduado”, aquel que termina sus estudios obligatorios y abandona el instituto). Los russ se visten con un chandal de una sola pieza con los colores de la carrera que van a escoger, los cuales personalizan con iconos de su infancia y de los 12 años que han pasado en el instituto: a saber, dibujos de pokemon, balones de fútbol si te gusta ese deporte, probetas si eres más de ciencias, etc.

 El gobierno noruego colabora obsequiando a cada estudiante que consigue finalizar el instituto con... ¡22.000 Noks! Unos 2.660 euros del ala a invertir en copas, en un buen viaje o en lo que cada uno quiera. Algunos fletan autobuses a bordo de los cuales viajar de sitio en sitio alcoholizándose y liándola parda. 

Russ en acción. Fuente.



Flota de vehículos Russ, prestos a partir para sembrar su alegre caos. Fuente.


 No solo se trata de cometer locuras durante el Russefeiring, sino que además hay que acreditarlas mediante una serie de pruebas a cada cual más delirante llamadas "knots". Si logras superar un knot, te ganas el derecho a bordarte una insignia especial en tu chandal. Según he podido leer, algunos ejemplos de Knots son los siguientes:
  •  Pasar una noche en un árbol.
  •  Beber una botella de vino en 20 minutos.
  •  Tener sexo en el bosque.
  •  Tener sexo con 17 personas diferentes desde el 1 de mayo al 17 de mayo (Día Nacional de Noruega).

  •  Regalarle un tórrido beso a alguien del mismo sexo.
  •  Ir a nadar a alguno de los fiordos antes de mayo.
  •  Correr desnudo desde la escuela al centro.
  En cada instituto hay un Russ elegido que se inventa unos 100 knots. Aquel que sea capaz de superar el 70% de ellos, puede subir al siguiente nivel e intentar superar 3 extra-knots para convertirte en Eliteruss (El Russ de la Élite). Por ejemplo:
  •   Liarte con 10 personas en la misma noche.
  •   Tatuarte Russ y el año en que eres Russ en tu cuerpo.
  •  Tener sexo con una persona de sexo opuesto y una persona del mismo sexo la misma noche.
 El lector puede informarse más sobre el Russefeiring en este blog escrito por un estudiante que estuvo de Erasmus en Oslo, y del cual he sacado esta información:

https://deerasmusenoslo.wordpress.com/2014/05/04/russefeiring/

 Recomiendo leerlo, es muy divertido.

 Los estudiantes que nos usurpaban la sombra de Olaf Tryggvason llevaban bordados muchos knots, y ahora que lo pienso, igual alguno incluso portaba con orgullo algún extra-knot.

 Tras despedirnos del vivaracho Trondheim, nuestro siguiente objetivo fue todo un contraste: Røros, un antiguo pueblo minero que en el S.XVII inició su auge gracias a los yacimientos cúpricos que aloja su suelo.

 En 1679, en el curso de la Gran Guerra del Norte que enfrentó al Imperio Sueco frente al Zarato de Rusia, al aliarse Noruega con los rusos, las tropas suecas entraron a punta de fusil en Røros y lo quemaron hasta los cimientos, no sin antes haberse llevado todo el cobre minado que encontraron (en aquellos días robar cobre no tenía tan mala prensa como hoy en día, siempre que antes hubieses ganado una batalla). Por fortuna para nosotros, el pueblo fue reconstruido poco después y actualmente permanece inalterado, estando reconocido y protegido por la UNESCO. Solo la iglesia es de piedra, el resto de las casas son de una madera antigua y oscura que le da a Røros un toque muy adusto, y según dicen algunos, incluso medieval. Llama mucho la atención que el techo de muchas casas está por entero cubierto de secos hierbajos que parecen haber crecido encima.

 En el siglo XX el escritor Johan Falkberget dió relevancia a Røros al relatar en sus libros la dura vida de los mineros que levantaron el lugar, quienes no solo soportaron saqueos y destrucciones sino también el riguroso clima, así como las duras condiciones de trabajo en la minería. No en vano, el escudo de la ciudad muestra el antiguo símbolo del cobre sobre un par de picos de minero de color amarillo, todo ello sobre un fondo de gules. 


Emblema de Røros. De Sverre Ødegård, SKvalen - http://www.roros.kommune.no/, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=8351943



 Y allí nos vimos nosotros, en tan insólito, accidentado y peculiar pueblo. Lo primero por supuesto era encontrar alojamiento. No había mucho para elegir, y acabamos en una cabaña de tamaño mediano con aspecto de barracón. Para poder llegar hasta ella, Lucas debió de conducir por medio de un barrizal que dejó su coche como si acabara de correr un rally. 

Nuestro coche cubierto de barro aparcado en Røros. Fotografía por cortesía de Lucas.


 La cabaña tenía sendas habitaciones con dos literas cada una, un salón con cocina, y un baño sin ducha y recubierto por entero de madera al más puro estilo del lugar (menos el lavado y el vater, por fortuna). Pablo se resignó a ser puesto en cuarentena junto con sus ronquidos en una de las habitaciones, y el resto nos atrincheramos en la que quedaba. Apenas habíamos empezado a instalarlos cuando comenzó a sonar un perturbador pitido. Era uno de esos sonidos de alarma que te taladran el cerebro, así que para no perder la cordura, nos pusimos como locos a intentar localizar la fuente. Finalmente lo hicimos, se trataba de un detector de humos anti-incendios. El lector no quiere imaginarse cómo debíamos de oler para que el cacharro hubiese saltado ante nuestra presencia. Sé que no se debe de hacer, pero desmontamos el aparato a fin de hacerlo callar de una santa vez. Sin embargo, a pesar de haberlo reducido a un montón de piezas desperdigadas sobre la mesa de la estancia principal, el sonido seguía tronando en la cabaña. Nos habíamos equivocado de objetivo y la búsqueda se reanudó. Por si el lector se lo está preguntando, era un chillido electrónico muy agudo e intermitente, y localizar el origen no era sencillo. Unos angustiosos minutos después, se encontró un segundo detector de humo. Sí, era ese el bastardo que nos había estado atormentando y después de desmantelarlo sin piedad, la tortura acústica al fin cesó. Tras disfrutar del merecidamente ganado silencio, fuimos a patear Røros. 

 Tal vez el lector que la haya visitado o la pueda visitar en el futuro saque una impresión distinta, pero a mí Røros me pareció un pueblo serio y triste. Las casas de oscura madera le otorgan un indudable atractivo, pero de algún modo es como si la dura vida y el sufrimiento de todas esas generaciones de mineros hubieran permeado el lugar, o tal vez solo fuera mi sugestión. En cualquier caso, es un pueblo que merece la pena visitar. Como decía al principio, cuenta con una iglesia de piedra de proporciones modestas y decoración discreta al pie de un campo santo donde imagino descansan los restos de tantos y tantos esforzados mineros. 

Iglesia de Røros, fotografía del autor.


 
Casitas en Røros, con sus tejados de hierbajos. Fotografía del autor.



 Llama en especial la atención todo el complejo minero, que se ha conservado tal y como era a la vera de un estrecho pero tumultuoso riachuelo. Hornos de fundición, restos de maquinaria, fábricas, enormes pilas de escoria... todo está aún allí. Había un museo de la minería, pero era tarde y lo encontramos cerrado.


Sórdidos restos del complejo minero de Røros. Fotografía del autor.



Restos de mineral de cobre, optamos por no seguir el ejemplo de los soldados suecos y no robarlo. Fotografía del autor.









El río Røa que cruza la ciudad discurre por medio del viejo complejo minero, al fondo pueden verse las montañas de escoria. Fotografía del autor.

 




Río  Røa. Según Wikipedia, Røros significa «desembocadura del Røa», ya que en ese lugar el río Røa desemboca en el río Glomma, el más largo y caudaloso de Noruega. Fotografía del autor.


 Cumplida con nuestra misión exploratoria, regresamos a nuestra cabaña - barracon, donde los restos de los detectores de humos seguían apilados en la mesa de la estancia principal, mirándonos acusadoramente. No les hicimos ni caso, y nos pusimos a jugar al póquer, usando pequeños trozos de papel a modo de fichas. Yo tenía un ojo puesto en la partida, y otro en la ventana. En cuanto vi pasar al dueño del camping, salí y fui tras él para preguntarle donde me podía duchar. Podía haber otro detector de humos oculto por ahí y no era menester tenerlo que desmontar como los otros. El dueño me llevó hasta las duchas comunales, que funcionaban con monedas, y me indicó que el agua caliente solo duraban 4 minutos por moneda. No pude evitar repetir en voz alta lo de 4 minutos. Hacía mucho frío, y ese tiempo se me antojaba demasiado corto. No era mi intención dar lástima y quedar como un miserable, pero tal fue el resultado y el dueño me llevó a una ducha que estaba un poco más alejada de las demás, indicándome que esa no tenía límite de tiempo. De hecho ni siquiera había que meter moneda. No, no me intentó sodomizar como yo temía, sino que tras explicarme esto, simplemente se marchó. El lugar olía a champiñones, pero me dió igual. Cuando me quedé solo, me desvestí y disfruté de una ducha muy larga abusando sin medida del agua caliente mientras pensaba en las heladas y desoladas calles de Røros, pobladas por las atormentadas almas de los mineros que seguro que vagan por ellas en medio de la inefable noche.

 Se cenó unos sobres de ramen especialmente picante, vimos y comentamos un par de documentales de naturaleza en la TV, y caímos como leños cada uno en su confortable litera. Por fortuna no hubo más pitidos y dormimos profundamente, al menos yo.

 Continuará.




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