sábado, 30 de junio de 2018

En busca de la aurora. Capítulo 16: El camino de Flåm.



EN BUSCA DE LA AURORA



Capítulo 16



El camino de Flåm



  En capítulos anteriores...



 
 Un grupo de tres jóvenes decide emprender un insensato y temerario viaje en coche desde Madrid hasta el norte de Noruega, para lo cual se pertrechan con todo lo necesario para su supervivencia y se lanzan hacia lo desconocido una fría madrugada de primavera.


 Llegados hasta Oslo tras cruzar Europa y correr diversas aventuras y desventuras (detención policial incluída), recogen al cuarto miembro de la expedición, que llega en avión hasta allí, y ya reunido todo el equipo emprenden el viaje hacia el norte. En un esfuerzo por dotarse de una pseudo-democracia dentro del itinerante vehículo, se establece un sencillo sistema de votaciones y mayorías, así como cuatro "carteras": Comisario de la Locura (Marcos), Comisario de la Cordura y Conductor (Lucas), Comisario de la Miseria (el autor) y Policía Moral (Pablo). Gracias a ello se contará con un eficaz, divertido y equilibrado mecanismo para estudiar y tomar las decisiones más difíciles.

  De algún modo cruzarán el Círculo Polar Ártico (66º 33' N), concretamente hasta el enigmático, bello y maloliente pueblo de Å, justo en el extremo del espectacular archipiélago Lofoten. Todavía viajarán más al norte cruzando las islas Vesterålen y alcanzando la ciudad de Harstad, a 68º 47' N. De allí emprenderán al fin el azaroso camino de vuelta al sur. Después de visitar maravillosos lugares y vivir diversas peripecias, se alcanza Trondheim, una animada y alegre ciudad, la segunda más grande de Noruega, y de allí se rueda hasta el pintoresco pero desolado Røros, antiguo pueblo minero, cuyas calles y leyendas se explorarán. Røros será el punto partida para lanzarse en busca de Geiranjerfjord, el fiordo más espectácular de Noruega. Se atravesarán planicies árticas, túneles lluviosos, valles mágicos y finalmente se visitará el increíble fiordo, en cuyas proximidades se hará noche. El siguiente destino no será otro que el legendario Valle de Flåm. Llegar hasta allí no será fácil, y extraordinarias sorpresas aguardarán en el camino a nuestros viajeros.



Día 17: 01/05/2011 (domingo)
 

  No lo negaré, emerger de los dos edredones bajo los cuales me había guarecido y abandonar la cómoda cama no fue fácil, pero una mañana más el estridente despertador del móvil de Lucas no dejaba otra opción, y además unos poderosos rayos de sol se colaban impetuosamente por las ventanas de la casa, apremiándonos a levantarnos, desayunar, poner nuestras cosas en orden y reanudar la marcha. Así que obedeciendo al Sol y también a nuestra agenda de viaje, eso hicimos.

  Nuestro objetivo aquel día era el pueblo de Flåm. Dicho pueblo sobre el mapa no tenía nada de especial, sin embargo el valle en el cual se ubica es harina de otro costal.



 

 El Valle de Flåm es una de las maravillas naturales de Noruega. Se trata de una estrecha garganta flanqueada por una preciosa sucesión de escarpadas, verdes y rocosas montañas, todas y cada una de ellas repletas de árboles y sazonadas con cascadas y riachuelos que desembocan en el río central que esculpió y recorre el lugar, que además está salpicado de amables aldeas. Por si no bastase con lo anterior, el Valle de Flåm dispone de una vía férrea cuyo tren recorre uno de los trayectos más sorprentendes y bonitos del mundo. Tal era nuestro objetivo, más como nos había ocurrido ya en otras ocasiones a lo largo del viaje, el camino estaría claramente a la altura del destino.

  La primera etapa del viaje transcurrió a través de la habitual carretera de tosco asfalto gris y serpenteante trazado, que iba encontrando de algún modo su camino entre las boscosas colinas y los lagos de calmadas aguas de color gris azulado. Para aliviar la monotonía, de vez en cuando nos encontrábamos con algún túnel de entre 6 y 7 kilómetros, lo normal en aquel país. Se trataba de túneles que terminaban justo en el momento en que uno empezaba a añorar la luz del sol, con lo cual lograban que valorases aún más el bello paisaje boscoso que te encontrabas al emerger de ellos. Otra cosa que notar, era el deshielo primaveral, que adornaba las altas colinas que nos cruzábamos con alocadas cascadas, cuyo agua se preciptaba furiósamente entre árboles y negras rocas.

  Finalmente llegamos a un extenso lago encerrado entre una curiosa coalición conformada por colinas repletas a rebosar de árboles, aliadas con rocosas montañas cargadas de nieve en sus cimas. Las calmadas aguas del lago reflejaban la luz y por ende las imágenes de alrededor como si de un espejo se tratase. Era un buen lugar en donde parar a comer.

  En España hubiésemos parado en cualquier cuneta polvorienta, pero como teníamos la fortuna de hallarnos en Noruega, Lucas aparcó en una verde zona de descanso provista de mesa y bancos de madera. A la sombra de varios árboles y con vistas directas al refulgente lago cuyas pequeñas olas bailoteaban jugando con distintos tonos de azul, nos apresuramos a montar nuestro improvisado campamento. Pronto la mesa se encontró atiborrada de bolsas, garrafas de agua, latas y un camping gas sobre el cual cocinamos una ración generosamente grande de deliciosa pasta dentro de una perola. Los lugareños que pasaban por allí nos lanzaban miradas de extrañeza, probablemente en aquel sitio no fuese costumbre cocinar pasta en áreas de descanso.


Lucas calienta con el poder de su mirada (y del camping gas) la perola de pasta que sería nuestra comida del día. Fotografía del autor.


 Lo cierto es que el ambiente era relajado e idílico, pero saciada nuestra hambre no pudimos alargar la sobremesa como hubiéramos querido, y es que como siempre nuestra agenda era bastante apretada. Los hielos de Nigardsbreen nos aguardaban.

  Nigardsbreen es el brazo principal de Jostedal Glacier, el glaciar más grande que se conserva en Europa continental, un bello espectáculo compuesto por una larga, alta, ancha y sobre todo arrugada lengua de hielo que se escurre (lenta, muy lentamente) por la ladera de un estrecho valle helado hasta terminar en un abrupto y agrietado acantilado. Los densos hielos se encaraman sobre un terreno nevado a la par que pedregoso, que a su vez da a un lago helado encerrado entre altas montañas nevadas, a cuyas orillas paramos para ver el espectáculo
.






Aquel nos pareció un buen lugar para aparcar. Fotorafía por cortesía de Lucas.


Zoom sobre el frente glaciar de Nigardsbreen. Fotografía del autor.




Detalle cercano de Nigardsbreen. La gruta y la altura del acantilado de hielo son escalofriantes. No llegamos a acercarnos tanto, pues deberíamos de haber atravesado el lago helado, en cuyo caso quizá no estaría aquí para contarlo. Esta valiente fotografía, aparentemente hecha en verano, pertenece a un tal Pjacklam, cortesía de Wikipedia Commons (By Pjacklam - Own work, CC BY 2.5, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=370080).

 
 Durante un rato contemplados embelesados aquel espectáculo sobrenatural, que gente como nosotros tan solo acostumbra a ver en los documentales, no en la vida real. Hasta que a alguien le dió por mirar el reloj y descubrimos que debíamos de apresurarnos a seguir viaje.

  Echados de vuelta a la carretera, emprendimos la aproximación final al valle de
Flåm, más un par de sorpresas adicionales nos aguardaban todavía.

 La primera de ellas fue la circunstancia de que en nuestro camino se interponía un fiordo, de nombre Sognefjorden. Google Maps ya nos lo había chivado, así que nos dirigimos directamente a un puerto en donde embarcarnos en un ferry que nos permitiera sortear aquel accidente natural. No fue muy caro, nos costó una cifra de Noks equivalente a menos de 10 euros a cada uno.

 Tras esperar la habitual cola de coches y camiones, Lucas rodó dentro de las bodegas de la embarcación, que era más grande por dentro de lo que parecía desde fuera (como una Tardis). Al no caber en la abarrotada bodega, nos hicieron subir por una rampa hasta la cubierta, donde aparcamos encajonando nuestro coche entre otros vehículos que los operarios del barco se apresuraron a amarrar férreamente como si nos fuese a sorprender una tempestad. No obstante las aguas del fiordo reposaban tranquilas, permitiendo que las navegásemos apaciblemente.

 La travesía fue una de las más bonitas que nunca haya hecho en barco. Nos rodeaban montañas, algunas de ellas coronadas de nieve, cuyas abruptas laderas, en las que no cabía ni un árbol más, caían con una inclinación muy pronunciada para sumergirse directamente en las frías y azules aguas. Aquí y allá, por entre los frondosos pliegues de las montañas se desplomaban cascadas por cortesía del deshielo. El viaje apenas duró una hora, pero lo disfrutamos todo lo que pudimos, moviéndonos frenéticamente de un lado a otro de la cubierta y haciendo fotos sin parar como los turistas domingueros que éramos. 


Vistas desde la cubierta, fotografía del autor.

Otro ferry de la línea, que viajaba realizando el trayecto opuesto. Fotografía del autor.
Aquí sorprendemos a Pablo tomando el sol en cubierta. Cierra los ojos no por el sol que golpea su faz, sino saturado por la apabullante belleza natural que le rodea. Pablo, perdona por esto, era necesario. Fotografía del autor.


 Y así llegamos a algún punto de la orilla opuesta, donde la carretera continuaba como si tal cosa. O eso creíamos nosotros. A los pocos kilómetros nos encontramos con un nuevo túnel. 

 En lo que llevábamos de viaje habíamos tenido que atravesar muchos túneles, unos más largos, otros más cortos, en unos llovía, en otros no, el asfalto de unos era impoluto, otros nos obligaron a rodar votando sobre baches, charcos y grava... pero nada nos había preparado para lo que teníamos delante. Nos encontrábamos ante el túnel de Lærdal (Lærdalstunnelen), de 24,5 kilómetros de longitud. Hasta el momento de escribir estas líneas (2018) sigue siendo el túnel de carretera más largo del mundo (hay otros túneles más largos, pero por ellos no pueden circular coches). Obviamente nos vimos obligados a detenernos en el arcén para poder fotografiar su entrada, de lo contrario ¿quién iba a creernos?


  
 Subimos de vuelta al coche, Lucas arrancó y nos dispusimos a decirle adiós a la luz del sol durante casi media hora de viaje subterráneo. Cumpliendo con mi sagrado deber de copiloto, grabé un breve vídeo cuyo enlace de YouTube le dejo a continuación al amable lector:





  Como se podrán imaginar, las grandes cavernas iluminadas místicamente con focos azules y amarillos, además de altares destinados a arcanos rituales por parte de las criaturas del inframundo que allí moran, sirven como areas de descanso para los habitantes de la superficie, ya que en 24,5 kilómetros uno puede sufrir un apretón, tener un pinchazo, ser mordido por un goblin, etc. No sé hasta que punto se aprecia en el vídeo, pero los constructores del túnel ya bastante habían tenido con horadar la montaña, enfrentándose a temibles seres preternaturales en el proceso, con lo cual no habían alisado sus pareces, que mostaban a lo vivo la rugosa y descarnada roca. 

 Admito que a partir del kilómetro 10 empecé a sentir un poco de claustrofobia. Llegados al kilómetro 20 las esotéricas áreas de descanso, cada una con su propia combinación de luces, habían dejado ya de sorprendernos y comenzábamos a echar intensamente de menos el alegre brillo del sol y el color azul del cielo. Y finalmente, llegados al kilómetro 24,5, emergimos de vuelta al añorado mundo exterior. Desde allí no tardamos en llegar al valle de Flåm. 

 Como se ha descrito al comienzo de este capítulo, se trata de un valle verde y angosto que serpentea caóticamente a lo largo de la región, regateando entre altas y rocosas montañas de cimas manchadas de hielo y nieve (al menos en aquella época). Aparcamos en el pequeño pueblo de Flåm.


 Flåm es un lugar que parece especialmente diseñado para un fondo de pantalla de ordenador. Se trata de un puñado de casas alargadas provistas de puntiagudos tejados a dos aguas, casi todas pintadas de un peculiar amarillo anaranjado, encajonadas entre boscosas colinas con pretensión de montañas, que en aquel momento chorreaban impúdicamente con el agua del deshielo. Pero eso no es todo, pues justo allí termina el recorrido de un fiordo de impronunciable nombre (Aurlandsfjord) cuyo trazado se pierde en la distancia entre más empinadas colinas con más espesos bosques. El pueblo incluso tiene un puerto, donde pueden atracar ferris de gran calado gracias a la elevada profundidad de las aguas. Naturalmente, el precio del alojamiento estaba a la altura de las circunstancias: nos pedían 800 Noks (83 € al cambio actual) por una caseta misérrima, con lo cual nos vimos obligados a seguir explorando. 

 Por algún motivo que ahora se me escapa, no hicimos fotos, quizá como venganza por el escandaloso precio de las casetas. Así que invito al lector a buscarlas a través de internet. Google Earth es una buena opción, y no, los chicos de Google no me pagan por la recomendación, ójala.

 Y así proseguimos circulando por el estrecho y arbolado valle, flanqueados por intensamente verdes y escarpadas montañas cuyos hielos sangraban un agua que se derramaba en forma de salvajes torrentes y largas cascadas hasta el riachuelo central, que fluye unas veces violento otras calmo.

 
Desenfocado valle de Flåm. El coche se movía mucho, mi cámara no era muy buena y no pude hacerlo mejor, si al lector hater esta foto le parece una basura... ¡acuda allí y fotografíelo usted mismo!



 Existe un ferrocarril, principal atracción turística del lugar, que recorre el valle atravesando bosques e incluso la propia roca de las montañas a través de diversos túneles. Claro que disponiendo de coche, no vimos necesidad de recurrir a dicho medio de locomoción, además de mi firme oposición a gastos extraordinarios en calidad de Comisario de la Miseria. Con lo que no contábamos era con las cabras. A los pocos kilómetros una horda de estos seres invadió la carretera a nuestro paso, obligándonos a parar y a contemplar impotente su lento y caótico desfile. El rebaño y su pastor decidieron continuar su avance por la carretera. Viéndonos tan abrumadoramente superados en número y al darnos cuenta de que empezaba a ser tarde, decidimos, una tarde más, emprender la azarosa búsqueda de un lugar en donde dormir. 



Las cabras toman posesión de la carretera. Pésima fotografía del autor.


 Le recomiendo al lector el siguiente vídeo, son 9 minutos en los cuales podrá recorrer con nosotros el valle. La tarantiniana conversación se centra en las cabras, la escased de comida, los odios de Pablo, nuestras pasadas peripedias en Å, y el agobio por no tener techo asegurado bien pasadas las siete y media de la tarde. 





 Gracias Marcos por fundirte la tarjeta de memoria de mi cámara, mereció la pena.

 Carretera arriba, carretera abajo, terminamos dando con otro valle, aún más cerrado que el de Flåm. Allí encontramos un pequeño camping en donde nos ofrecieron una minúscula caseta por el módico precio de 350 Noks (36 € al cambio actual). El sol había desaparecido del cielo hacía un rato y no estábamos en posición de negociar, así que lo aceptamos. El precio no era barato por casualidad, se trataba de un alojamiento minimalistamente espartano: una descolorida mesa con sillas, una escueta doble litera en la pared del fondo, cocina diminuta y una delgada puerta bien dispuesta a dejar entrar a los demonios del frío exterior. Sin embargo lo que se veía al salir de la caseta compensaba todas y cada una las incomodidades.

Nuestra pequeña caseta. Se ve también el culo de nuestro coche, aparcado al lado. Fotografía del autor.


 Nos resultó increíble observar una cascada enorme que, casi enfrente de la puerta de nuestra paupérrima choza, caía cientos de metros desde las alturas al fondo del valle. La fuente de tanta agua no nos era visible desde nuestra posición; supusimos que serían grandes depósitos de hielo en las lejanas cumbres.  


Cascada épica en las cercanías de nuestra caseta. Fotografía del autor.



El sol va cayendo sobre el valle. Fotografía del autor.


Los edificios del camping conformaban una especie de acojedora aldea al pie de las amenazadoras montañas. Fotografía del autor.


 Por si al lector le interesa, cenamos arroz con tomate acompañados por una lata de verduras que fueron definidas como rancias pero que a mi me gustaron (el hambre supongo, ya me había sucedido lo mismo con los tallarines sabor moqueta). Aún recuerdo a Marcos afanándose en escurrir el arroz en una pila con un grifo de helada agua que había en el exterior, con todo la cena fue un éxito, verduras a parte.

 Llenados nuestros estómagos, en el abarrotado interior de nuestra casucha sobrevino una larga e interesante charla de sobremesa. Entre los temas a tratar destacó la desaparición de tres paquetes de galletas, junto con la necesidad de racionar las que por aquel entonces nos quedaban para poder desayunar al día siguiente. Cada noche me preocupaba más al anotar la merma de nuestro inventario. Pronto la conversación cayó en los insonsables vericuetos de los problemas de nuestra especie en general y nuestra sociedad en particular. Es una lástima que ningún mandatario de la ONU estuviera sentado a nuestra mesa aquella noche (en el improbable caso de que hubiera cabido), con lo cual siento comunicarle al lector que ninguna de las soluciones a las que llegamos a lo largo de aquel debate servirán nunca para nada, excepto para darnos la satisfacción de haberlas pensado. Aunque tampoco se haga ilusiones, de haberse hecho malamente un hueco en la caseta y habernos escuchado, la ONU tampoco hubiera tenido el poder de aplicar nuestras conclusiones... reflexiones pesimistas aparte, aquel día tocó finalmente a su fin y por lo tanto también este capítulo. Me arrebujé vestido bajo el edredón de mi litera y me hice bola en un intento de protegerme del despiadado frío que se colaba por las mil y una hendiduras de la maltrecha puerta de nuestro casucho. Mientras me imaginaba que mis compañeros estarían viviendo situaciones similares, de alguna manera conseguí dormirme.

 Continuará.


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